OPINIÓN

La violencia sexual en el cine en la época #MeToo

por Aglaia Berlutti Aglaia Berlutti

 

El subgénero de rape and revenge se ha hecho cada vez más truculento, cruel y gore a medida que lo esencial de la propuesta, se transformó en un festival sangriento, en el que la mujer reivindica la violencia a través del horror. Pero Violación de los directores Dusty Mancinelli y Madeleine Sims-Fewer rompe con las convenciones alrededor de un tema controvertido para crear un thriller de venganza en la que subyace algo más que la sangre, la violencia sexual y el miedo. 

Usualmente, el cine ha tocado el tema de la violencia sexual desde dos extremos: desde la sutileza psicológica  –el dolor y la crueldad que se sugiere –  y lo explícito. Esa evidencia incontestable de lo que puede ser la crueldad de un ataque sexual. O mejor dicho, esa visión que se tiene sobre el sufrimiento, la agresión y el temor. En su libro La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, el escritor Román Gubern insiste que desde muy temprana edad el hombre necesita combatir el miedo con miedo. Satisfacer una interpretación sobre lo que puede o no hacerle daño, a través de un estímulo insoportable. “Es una conducta que implica la búsqueda de una emoción violenta, cuyo placer es fronterizo con el placer erótico, tal como lo revela el cuadro de respuestas fisiológicas del sujeto: el escalofrío, por ejemplo, es una respuesta común al estímulo erótico y al miedo”, insiste el autor, lo que hace que el cuestionamiento sea inmediato: ¿Qué deseamos expresar cuando combatimos el miedo, la violencia y el sufrimiento a través de medios artísticos? ¿Cuál es el mensaje único que intenta transmitir esa visión del absurdo y el caos a través de ese lado más inquietante de la naturaleza humana? Las respuestas pueden ser múltiples y variadas, pero siempre conducen a una única reflexión: Para el hombre  –la cultura que construye, la sociedad que lo representa–  la violencia es una forma de comunicación.

Una idea sin duda desconcertante, pero que el cine aplica como fórmula más o menos exitosa con cierta frecuencia. Tal vez se deba a esa estructura básica de arte en busca de su lenguaje definitivo, pero el cine siempre ha buscado ese equilibrio  – casi inexistente –  entre lo que irrita y lo que agrada. Desde la directamente desagradable Pink Flamingos de Waters o lo erótico como meta mensaje de crueldad en la mayoría de la obra de Paolo Pasolini, el hecho es que el terror, lo que asombra y lo que violenta esa necesidad del arte por arte ha sido una constante dentro del mundo fílmico. La transgresión esencial del cine siempre parece reflejar, de manera deformada e intencionalmente distorsionada, lo que consideramos real, elocuente, evidente, necesario. Incluso bello. Para el cine, la mayoría de las veces la violencia explícita, la que no se disimula, guarda un mensaje concreto y profundamente humano: La raíz del dolor y la cuestión humana procede del mismo espíritu del hombre. De lo que asume como real y sobre todo, lo que se comprende como inmediato. Una exploración interna del sufrimiento  –sin disimulo alguno –  que llega a rozar lo simplemente despiadado.

El subgénero rape and revenge fue muy popular durante la primera mitad de la década de los setenta, cuando las películas en las que la violencia sexual era castigada de forma sangrienta se convirtieron en una alegoría muy poco sutil sobre las batallas ideológicas y políticas sobre el cuerpo de la mujer. Con toda su intención efectista y en particular, en medio de debates sobre la forma en que el abuso sexual y la violencia de género se plantea en pantalla, los argumentos basados en la venganza ejercida por la mujer en defensa de su integridad física o poder sexual, se hicieron cada vez más incómodos, hasta finalmente, convertirse en curiosidades desagradables en un panorama cinematográfico más amplio.

En 2016, Jill Soloway, creadora de la serie Transparent, ponderó sobre esa lenta transformación durante una Master Class que ofreció en el Festival Internacional de Cine de Toronto 2016. En el evento, la showrunner ponderó sobre los tropos y maneras en que la violencia sexual, el sufrimiento de la víctima y la búsqueda de justicia han sido llevadas al cine hasta ahora e insistió que pocas veces había una mirada femenina en las propuestas, lo que sin duda es un aparte doloroso sobre la forma en que lo cinematográfico analiza la violencia dirigida contra la mujer. Soloway ponderó que las normas convencionales en torno a la desnudez, la sexualidad y el encuadre de los cuerpos siempre se ajustan de forma inevitable a la fantasía masculina sobre el tema, por lo que las opciones para conocer sobre el tema desde lo que una mujer puede sufrir o entender son escasas.

Quizás por ese motivo, el thriller de subgénero Violación de la dupla de directores Dusty Mancinelli y Madeleine Sims-Fewer, resulta especialmente perturbador. No solo no se atiene a las fórmulas del género, sino que su intención en la forma de mostrar la violencia sexual y la forma en que la violencia engendra violencia es por completo nueva. La película no está enfocada  –no directamente–  en la venganza, sino en la forma en que el sufrimiento puede transformar a una víctima y al final, convertir todo el escenario que se relaciona con el hecho central de la violación en una inquietante mezcla de situaciones dolorosas, cada vez más cruentas y deshumanizantes. En conjunto Violación va más allá de lo obvio de su título para explorar espacios desconocidos sobre la violencia sexual, pero en especial la forma en que puede deformar y subvertir a la mujer como símbolo.

Por supuesto, un tema semejante tocado desde este ángulo novedoso evita de inmediato lugares comunes: la primera toma, que muestra el cuerpo de un conejo devorado por un enorme lobo negro, es toda una declaración de intenciones en el recorrido que el guion llevará a cabo para explorar el miedo y el horror que se esconde detrás de una agresión sexual. De hecho, los directores utilizan una buena cantidad de metáforas semejantes, para mostrar la degradación, el miedo y la humillación, lo que hace de la película una colección de pequeños mensajes invisibles cada vez más angustiosos y al final, desagradables.

Todo el filme parece enfocado en justo lograr esa sensación de desorientación de mensajes incompletos, que poco a poco comienzan a sustentarse en algo más elaborado y duro de digerir. Lo deja claro no solo desde la primera aparición de Miriam (que la directora Sims-Fewer encarna con singular soltura) sino con la de su cuñado Dylan (Jesse LaVercombe), la encarnación de lo masculino, una mezcla de la visión del poder del hombre y más allá, del deseo sexual reconvertido en arma y expresión de poder. La película no está interesada en demostrar punto alguno ni tampoco en crear una percepción sobre la violación y la posterior venganza, que permita asimilar lo que ocurrirá después. Eso se lo deja al público y es quizás una de las mejores decisiones de un argumento complejo que se hace cada vez más escabroso y siniestro por cada minuto que pasa.

Pero lo más llamativo en Violación es la forma en que la película está decidida a destruir los cánones sobre la manera en que se reflexiona acerca de la violencia sexual en el cine: La violación se muestra en escenas cerradas y desiguales, más cercanos al punto de vista subjetivo que al observador imparcial de la cámara que relata. Es la víctima que mira, antes que el violador que somete. Pero, además, el dúo de directores se esfuerza en que una vez ocurrido el crimen, lo que pasa después tenga toda la oscuridad remanente de una pesadilla fragmentada que apenas se recuerda. Las escenas se hacen borrosas, sin sentido e incluso ritmo. Es la travesía a través del trauma, en lugar de la narración que intenta comprenderlo.

Con un sentido de lo perverso que inquieta, el filme lleva los límites de la crueldad a niveles desconocidos en una película comercial sin clasificación para adultos. Violación no ofrece concesiones ni tampoco una versión disimulada sobre lo que es la violencia sexual y en consonancia, tampoco sobre el asesinato. Cuando la muerte llega, el violador es una criatura débil, una imagen que está muy lejos de la satisfacción de la justicia ojo por ojo que promueve una buena cantidad de thrillers de venganza. El cadáver desnudo del perpetrador se muestra en una secuencia fija, una peligrosa percepción sobre el miedo y algo más inquietante de asimilar.

El año pasado, The Nightingale de la directora Jennifer Kent contó una historia semejante desde una perspectiva que aterrorizó e incomodó a buena parte de la crítica y al público: la película relata las múltiples formas de violencia sexual que sufre la ex convicta irlandesa Claire (Aisling Franciosi). Pero en lugar de mostrar el cuerpo de la víctima, Kent opta por encuadrar el rostro de la actriz en un primer plano tan cercano que para la mayoría de los espectadores resultó insoportable. En una decisión argumental y artística muy poco común, Kent narra el abuso sexual no desde el maltrato que se infringe al cuerpo, sino desde el terror de quien la sufre. Kent usó la cámara como una mirada directa al sufrimiento que por momentos resulta por completo insoportable, mientras Claire grita, solloza y al final, solo permanece pasiva, sobrepasada por la violencia y el horror.

Sims-Fewer y Mancinelli hacen algo semejante, pero además utilizan las convenciones del género del terror  –al que la película podría pertenecer sin problemas–  para provocar, en una mezcla de lo profano y lo cruel que termina por definir el tono de la película. Violación no trata de ser un alegato, un paso adelante en la lucha de géneros o de protección a las víctimas, pero sí es un experimento desconcertante sobre cómo se percibe la violencia sexual en plena época del #MeToo. Una colección de horrores angustiosos que terminan por entremezclar la idea sobre la violencia, con algo más sutil que es quizás lo mejor de una película difícil de asimilar de inmediato.