No he dejado de pensar en aquella escena que le dio la vuelta al mundo en 1984 en la que el papa Juan Pablo II regañaba al sacerdote Ernesto Cardenal, ministro de Cultura en el primer gobierno de Daniel Ortega, por haberse distanciado de la Iglesia al haber abrazado (y puesto al servicio de) una ideología totalitaria que persigue la aniquilación del hombre.
A riesgo de ser mal comprendida, y sobre todo criticada por generaciones que fueron muy influenciadas por las corrientes de la época, aclaro que el debate no se centra en si humilló o no al sacerdote Cardenal, o si el Papa exageró en su cólera; el recuerdo viene a cuento porque en los últimos días hemos leído y escuchado críticas en las redes y medios de comunicación por el silencio del papa Francisco ante la persecución de la Iglesia Católica nicaragüense. Ese sólo gesto del papa Juan Pablo II, exagerado, humillante, soberbio, conservador o como quiera que fuese interpretado, envió un mensaje claro, inequívoco y sin ambigüedades al gobierno revolucionario nicaragüense y a la Iglesia tanto de ese país, como de toda la región.
Casi cuarenta años más tarde de aquel regaño televisado, el mundo es testigo de la intensificación de la persecución de la que son objeto los habitantes de Nicaragua por parte de quienes controlan el poder. Un recrudecimiento sin pudor ni cortapisas en un mundo en proceso de transición hacia un nuevo balance de poder.
Con la consolidación en 2021 de la dictadura de Ortega y Murillo, al hacerse con un cuarto mandato de manera fraudulenta a través de elecciones internacionalmente calificadas de no competitivas ni transparentes, la pareja dictatorial ha avanzado un paso más hacia una de las peores formas de totalitarismo. A sus anchas, se hacen aprobar leyes a su medida que les permita seguir violando de manera sistemática y generalizada todos los derechos humanos, y de esta manera subyugar a la población con las prácticas más sórdidas de control social.
Y es que, si bien el deterioro del espacio cívico y las violaciones de los derechos políticos han ido en aumento desde las protestas estudiantiles de 2018, luego de la entrada en vigor de la Ley sobre la Regulación de Agentes Extranjeros en 2020 y la Ley General de Regulación y Control de Organismos Sin Fines de Lucro en mayo de 2022, el acoso ha aumentado de manera exponencial. Hasta la fecha, se ha documentado la clausura de más de 700 organizaciones, 487 solo durante el mes de junio, según consta en la carta enviada al gobierno sandinista por 15 expertos independientes titulares de los mandatos de Procedimientos Especiales del Consejo de Derechos Humanos de la ONU hace un par de semanas, y que incluye al relator especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y asociación, la relatora especial sobre la situación de las personas defensoras de los derechos humanos, la relatora especial sobre la promoción y protección del derecho a la libertad de opinión y expresión, el relator especial sobre los derechos de los pueblos indígenas, el relator especial sobre el derecho a la alimentación, y la relatora especial sobre la promoción y protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales en la lucha contra el terrorismo, sólo por mencionar algunos.
Ya previamente, tanto la alta comisionada Bachelet como los expertos habían expresado sus preocupaciones y llamado la atención sobre el uso indebido de leyes antiterroristas y antilavado de dinero para restringir las actividades de la sociedad civil y las libertades fundamentales, amén de reprochar los engorrosos procedimientos administrativos, de registro y de divulgación de datos de los beneficiarios de los servicios proporcionados por las ONG. Pero el gobierno de facto del país centroamericano hizo caso omiso, porque de lo que se trata es de seguir una hoja de ruta claramente prestablecida.
Por eso, los acosos a los que son sometidos los miembros de la sociedad civil incluyen por supuesto a la Iglesia católica, porque su presencia contribuye de manera significativa a llevar a cabo labores que garantizan el derecho a la vida y la alimentación, al ser casi los únicos proveedores de comida en el país, o a la salud, porque se encargan del cuidado de los enfermos, o de los más pobres como es el caso de la recientemente cerrada (y sus miembros expulsadas) Asociación de las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta, dedicadas a atender un hogar para ancianos, una guardería para hijos de madres indigentes y un albergue para niños abandonados y víctimas de abusos. Estamos hablando no solo de religiosos, sino de muchos hombres y mujeres que trabajan en esas organizaciones y que aportan como defensores o proveedores de derechos, que asisten, que educan, que orientan.
De igual manera, hemos visto imágenes de iglesias incendiadas y otras profanaciones de lugares de culto. Y aunque la noticia puede ser efectista y buscar escandalizar a los cristianos allí y en otras partes del mundo, lo cierto es que más allá de ser una violación de la libertad religiosa, ese acto en sí mismo es también una violación de la propiedad privada, del derecho a la reunión pacífica y asociación, y del derecho a la opinión y libertad de expresión. Como también lo es la clausura de los canales de televisión manejados por las distintas diócesis.
En abril de este año Ortega cerró las oficinas de la OEA en Nicaragua y expulsó a sus funcionarios. Esto no es nuevo, en 2018 el régimen ya había expulsado a los representantes de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, y a otros organismos del sistema regional, así como a ONG internacionales. Con el tiempo ha ido deshaciéndose, sea por la vía del exilio, la expulsión o por la vía del encarcelamiento injustificado e ilegal, de todo aquel que represente o pueda representar una amenaza. Esto también es parte de esa hoja de ruta que lleva al país a un cada vez mayor aislamiento, para así lograr el sometimiento cada vez mayor de quienes quedan adentro.
A todos nos debe doler Nicaragua. A mí me duele. Al seguimiento del proceso de Contadora en mis años de estudiante y joven profesional, le fui sumando experiencias a lo largo de mi vida que me unen de manera especial a ese país. Antes de que llegara Daniel Ortega de nuevo al poder tuve la oportunidad de viajar allí varias veces como consultora internacional. Nunca me sentí tan en casa como en Managua, todo me traía recuerdos de infancia a pesar de nunca haber vivido en ese país. Más recientemente, como defensora de derechos humanos conocí a hombres y mujeres que desafían sin descanso a los perpetradores de las violaciones a sus derechos. Estudiantes, madres, esposas, abogados y activistas, luchando por las banderas de libertad, democracia y Estado de Derecho. Hoy, una nica recia y alegre cuida de mi madre en el ocaso de su vida, ambas en el exilio impuesto por las dictaduras. Nicaragua ha estado y está en nuestra consciencia colectiva, y en algunos casos, como el mío, en nuestra cotidianidad.
No podemos ser indiferentes ante el surgimiento de una “Corea del Norte” –aislada y despiadada– en nuestra región. Si no es por las 6 millones de almas que todavía allí padecen, que sea por el peligro geopolítico que representa este totalitarismo superlativo. Las dictaduras se retroalimentan y se emulan. Los actores claves del mundo no deben dejar que se sigan avasallando los derechos más elementales en ese país sin intentar hacer algo para detenerlo. Que sea un regaño público o una discusión tras bastidores poco importa. Pero ese mensaje sin ambigüedades es necesario ahora, aunque estemos en otros tiempos y el balance de poder esté en transición. O justamente debido a ello.