Durante estas semanas de encierro, cada uno ha buscado alguna manera de emplear el tiempo. Unos, limpian y sacan brillo a todo; otros, beben lo que encuentran y otros, leen, escriben y cantan; no olvido a quienes se han enfermado y han tenido que vivir horas terribles; incluso, los que han perdido su vida y a quienes encomiendo en una oración cada anochecer.
En mi caso, leo, escribo y he aprendido a usar las plataformas digitales lo mejor que he podido para dar clases a mis alumnos. En ese trajinar con los libros, cayó en mis manos un viejísimo ejemplar, procedente seguro de la biblioteca de mi papá, Fábulas de Jean de la Fontaine. Como objeto físico es de una belleza única; edición de UTEHA, México, 1949, tapa dura, color vinotinto y arabescos dorados en la tapa frontal.
Jean de la Fontaine es un escritor del siglo XVII. Las publicaciones de sus fábulas han sido numerosas, con ilustraciones maravillosas, y este ejemplar que tengo en mis manos tiene las de Gustave Doré, quien, en 1867, le regala al mundo los espléndidos dibujos que acompañan a cada fábula de esa edición.
Por supuesto, leí todas las fábulas que pude; hay dos que tienen una peculiar vigencia en estos tiempos tormentosos que vivimos, no solo globalmente, sino de forma muy peculiar en esta aldea venezolana.
Una de las fábulas que quiero reseñar y comentar es la titulada “La Selva y el leñador”. En la página que precede al texto hay un extraordinario grabado en claroscuro, donde se ve al leñador sentado sobre un tronco en medio de la selva.
La fábula es corta, solo tiene once líneas y en ellas De la Fontaine narra cómo un leñador pierde el mango de su hacha y se ve impedido de trabajar. Este hecho tan simple y cotidiano le brinda a la Selva un ligero descanso. El leñador le suplica a la Selva que le permita tomar una sola rama para fabricar otro mango para su hacha, prometiendo que solo cortaría lo estrictamente necesario. La Selva se lo permite, pero el leñador inmediatamente comienza de nuevo a desforestarla. “Gemía la Selva a todas horas; su propio don era el instrumento de su suplicio”. Para finalizar, prosigue De la Fontaine: “Así procede el mundo: el beneficio se emplea contra el que lo hizo. Cansado estoy de decirlo. La ingratitud está de moda”.
En este confinamiento mundial no han faltado las alusiones directas e indirectas del respiro del planeta. Hemos visto videos de hermosos delfines disfrutando de la tranquilidad del mar; cerdos paseando por las calles de París; ciervos correteando en las orillas del mar; bandadas de pájaros, que ni siquiera conocíamos, visitan nuestros jardines. Incluso, hay memes muy curiosos en las redes sociales, aludiendo al confinamiento del ser humano y el disfrute de la naturaleza de esa ausencia. Leemos sesudas reflexiones al respecto, y, como el leñador de la fábula, aparecen las promesas, los propósitos de enmienda para cambiar el tratamiento dado a nuestro planeta. ¿Serán simples palabras que luego, como el protagonista de la narración, se volverá de manera inclemente a desforestar, a destruir? Este es un tema que requiere mucha discusión seria y sin palabras huecas. Bastaría con pensar por un momento en las aguas de Roraima, únicas en el planeta. O ver las terribles imágenes de la desforestación ocasionada por la minería ilegal en Canaima.
La segunda fábula que me robó la atención fue la llamada “El filósofo escita”. Es un poquitín más larga, son veintiún líneas. Cuenta que un filósofo, oriundo de Escitia, conocida por la vida austera de sus habitantes, decide viajar por Grecia y ve a un anciano que le hace recordar el Viejo del que habla Virgilio –refiriéndose al personaje anciano que describe Virgilio en Geórgicas IV, a orillas del mar, en Calabria, criando abejas y cultivando flores y legumbres–, que vivía feliz ocupándose de su jardín. Lo vio podar ramas inútiles y le pareció que no era sano mutilar de esa forma a los árboles. Al recriminarle al viejo personaje, le dijo fuertemente: “Dejad la cruel podadera; dejad obrar a la hoz del tiempo; demasiado pronto morirán”. Pero el sabio le respondió: “No corto más que lo superfluo; quitándoselo, prospera más el resto”.
El filósofo escita, al volver a su país, tomó la hoz y cortó a diestra y siniestra todo lo que pudo; no contento con ello, le pidió a sus amigos y vecinos que procedieran de igual manera. No respetó estaciones, ni lunas crecientes o menguantes. Resultado: Mató todo.
De la Fontaine nos deja su moraleja, tal como termina toda fábula: “Exacta figura es el escita de la fábula de un estoico escéptico. Este arrancó del alma deseos y pasiones, sean malos, o sean buenos, y hasta las inclinaciones más inocentes. Por mi parte, protesto contra esos filosofastros; quitan a nuestro corazón su principal anhelo y nos despojan de la vida antes de morir”.
Y esa ha sido la usanza en nuestra otrora Tierra de Gracia. Aves agoreras que, emulando grotescamente a los filósofos, matan de nuestras almas la esperanza, el anhelo de libertad.
De la Fontaine, hombre del siglo XVII, hoy, siglo XXI, da en la diana con dos de sus moralejas. Hay dos modas nefastas, y algunos, petimetres de este siglo, las siguen a rajatabla: ingratitud y despojo de los anhelos del alma.
@yorisvillasana