Los libros de Freud son una invitación a pensar a mente abierta. Invitan, molestan, desasosiegan y es que en cada texto «psicoanalítico» siempre hay algo íntimo y secreto de cada uno. La infancia, la sexualidad, traumas, manías, obsesiones, patologías, la propia locura.
Es sabido que para Freud la «normalidad psíquica» absoluta «no existe”. Sólo nos quedamos en la exterioridad de los individuos, sus máscaras y disfraces sociales e ignoramos o preferimos ignorar abismos, fantasmas, angustias y agonías que nos identifican íntimamente. Al ignorarlo, negarlo o reprimirlo a nivel racional y consciente, todo termina en esa «caja de Pandora» que llamamos inconsciente e incluye sueños y pesadillas. El gran mérito de Freud es que se atrevió a descorrer la cortina de los secretos de la alcoba y del confesionario.
El psicoanálisis no es propiamente una ciencia, es un saber, un conocimiento, por algunos muy cuestionados, pero que a mi juicio ha sido útil. No tanto para «curar» como para profundizar en la condición humana, siempre compleja y contradictoria, y que sigue siendo nuestro principal desafío antropológico y epistemológico. El «conócete a ti mismo» sigue siendo una tarea pendiente en la mayoría de las personas. Y en nuestra época confusa se ha acentuado porque tendemos a creer y sentir más que a pensar.
Nos jactamos de nuestra modernidad tecno-racional y descreemos de casi todo, tradiciones y religiones; practicamos un agnosticismo y un relativismo según el que «todo está permitido», y lo único importante para mi «yo-yoico» es mi felicidad: al costo que sea, no hay barreras ni límites, y nos creemos “libres». Nada más falso: cualquier publicista manipula nuestros gustos y consumo. Cualquier demagogo se apropia de nuestro voto. Los algoritmos «sirven» el menú mediático y, así, todos vemos lo mismo, nos divertimos en lo mismo. Nunca más esclavos y alienados en la medida que nuestra relación con la realidad está mediatizada por el poder como nunca antes.
La crisis histórica en curso lleva un siglo, y más, en desarrollo. Hemos pasado de un mundo predecible a un mundo impredecible. Y releyendo a Freud, pienso que sigue siendo útil en esta agónica des-identidad posmoderna.
Para Freud la catarsis fue su primer «método o técnica» como psicoterapeuta. Como muchas otras cosas, la palabra es de origen griego y la usa Aristóteles para expresar la idea de una especie de camino para expulsar o liberar una carga emocional particularmente fuerte, y lo asoció a la reacción que producía en el espectador las obras trágicas del Teatro Griego.
Freud, se sabe,estudió lenguas clásicas, fue un aventajado alumno de griego y su examen final fue sobre una traducción de un texto del Edipo de Sófocles. Todos conocemos la influencia de esta obra y su temática en el psicoanálisis freudiano: el tema central de la relación del hijo o hija con los padres.
La mitología griega le «abrió los ojos» a Freud, además de su mentor inicial Bauer, que ya desde 1880 aplicaba la catarsis a algunos de sus enfermos. La mitología era directa y explicita en el tema del «parricidio» (Zeus castra a su padre Cronos quien, a su vez, ha matado a su padre Urano).
La literatura se ha planteado este tema de manera genial: con la obra citada del Edipo, y con Hamlet y Los Hermanos Karamazov. Obras que Freud conocía y, concienzudo y acucioso como era, habrá estudiado. Edipo es víctima de su destinovaticinado. Hamlet duda en su venganza, porque el asesino de su padre y usurpador de la corona de pronto podría ser su verdadero padre como amante antiguo de su madre, esposa infiel. El padre de los hermanos Karamazov, una poderosa sombra sobre cada uno de sus hijos.
La catarsis, en el mundo moderno y en la cultura contemporánea, se vuelve una palabra polisémica, de múltiples sentidos y significados. En relación con el arte y la literatura, en el ámbito religioso y político; en el espectáculo de masas, en la sala oscura del cine y en la propia intimidad: la catarsis libera del peso de lo reprimido, de lo «oscuro y nos devuelve a la luz». Y a nivel emocional nos permite «trascendernos», por así decirlo, para facilitar nuestro «paso» a un estado de tranquilidad, placer o felicidad.
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