Temprano en la mañana debía atravesar media Caracas para llevar a mi hija Valentina al Montecarmelo, el reconocido colegio de Josefina Urdaneta, pero al doblar la esquina de casa veíamos el Ávila y le decía a mi hija de apenas cinco años: «Detrás de esa montaña está el mar, ¿por qué no vamos a saludarlo? Secretamente era como si quisiera encontrarme con Vicente Huidobro porque siempre llevo en mi memoria la inscripción que su hija y Eduardo Anguita pusieron en su tumba: «Aquí yace Vicente Huidobro. Abrid su tumba. Debajo de esta tumba está el mar». Por eso sabía que en el mar estaría esperándonos el poeta chileno. Y regresábamos a casa, buscábamos nuestros trajes de baño y cogíamos camino por la autopista de La Guaira y llegábamos a playa Pantaleta, más allá de Naiguatá y de Camurí, una playa salvaje, sucia y oceánica, con gente balurda, grosera a indecente que cocinaba mondongos en latas de manteca y escuchaba áspera música en enormes radios portátiles.
Era insólito que el padre y la hija se jubilaran en alegre complicidad de sus respectivas obligaciones; uno, de la Cinemateca Nacional y la otra, de la tabla pitagórica o del descubrimiento de América. Pero íbamos a esa playa porque yo necesitaba una dosis de vulgaridad que equilibrara la fragilidad de mi propia sensibilidad y para que mi hija tomara contacto con la autenticidad de la verdadera vida venezolana en aquellos lejanos años descuidados y groseramente populares que vivían en esa playa.
Mi hija es hoy una bella y madura mujer que vive en Los Ángeles y estuvo de visita en Caracas para festejar mi avanzada edad y quiso y pidió volver a la memoria de playa Pantaleta y allí fuimos. Teníamos al menos cuarenta años de haber estado en ese lugar y nos esperaba una sorpresa del tamaño de una torre de iglesia: la playa seguía siendo la misma, salvaje y oceánica, pero limpia, organizada, con salvavidas que dan pitazos cuando los bañistas se adentran demasiado en el mar y era la misma gente con feos cuerpos pero en grupos familiares armoniosos y sin estridencia. Nadie cocina en latas de manteca y tampoco estremecen al aire salado del mar con radios estrepitosos. Y me dije: algo ha ocurrido acá, pero no en el país; algo ha cambiado en la conducta de quienes hoy vienen a playa Pantaleta. Parecían ser aquellos que por razones personales y misteriosas tolerábamos hace cuarenta años cuando mi hija y yo nos jubilábamos de tanto Bergman y Antonioni y de tanta suma y resta y de tanto Almirante creyendo haber llegado a Catay cuando en realidad a quienes estaba mirando era los que se bañaban en playa Pantaleta. Parecían ser los mismos, pero eran otros.
Limpieza y organización; serena conducta y desconcertante esmero y atención en un trozo de playa de frecuentación popular, pero en un país sucio y deshecho por el deshonesto apremio de un régimen intolerante y militar. Parecía ser un soberano despropósito, una lúgubre risotada. ¡Pero no! ¡La presencia de ese trozo de playa es un glorioso ejemplo de resistencia, es el aire salado del mar que nos devuelve a la vida que anhelamos. Si es mérito del poder municipal, obligación suya es mantener limpio el lugar; si es acción comunitaria van los aplausos míos y de mi hija con el vivo deseo de que sea todo el país el que vuelva a ser puro, natural y si se quiere, libre de toxinas ideológicas y nos devuelva la vida limpia y espléndida que tanto admiró aquel desorientado Almirante y que todos nos merecemos.