OPINIÓN

La vida es el viaje

por Julio Moreno López Julio Moreno López

Los viajes que trajeron a otros, vistiendo nuestros cuerpos”. (“Ahora”. Ismael Serrano).

En esta etapa de la madurez, divina y maldita, en la que unas veces no reconozco al hombre del espejo y otras estoy encantado de haberme conocido, he de decir que, haciendo balance, no volvería atrás. Es cierto que la juventud implica ventajas, como no levantarte como si en vez de dormir hubieras estado descargando un camión, con dolores que te cuesta inventariar, pero por contra la madurez te permite no despertar con la cabeza llena de metas lejanas a las que llegar, de objetivos por cumplir.

Es cierto que objetivos se tienen a cualquier edad, o se deberían tener, pero los objetivos en la madurez suelen ser más banales, como llegar al verano con cinco kilos menos o, simplemente, llegar vivo. Una vez, en mi lejana juventud, conocí, precisamente en un viaje, a un mexicano bastante mayor, con esa sobriedad que da el haber llegado a la meta, que me contó que en su país no se daban los buenos días, sino que se saludaban con un “¿cómo amaneciste?”, pero que había notado que para él, últimamente, el saludo había cambiado por un “¡cómo!, ¿amaneciste?”. Un matiz somero, la entonación, pero contundente como una sentencia.

Es una de esas cosas que se aprenden en los viajes, si tienes la suficiente lucidez para entender que el viaje no consiste solo en kilómetros, paisaje, gastronomía y arte, si no que lo importante es lo que no se refleja en las fotos, aquello que queda solo para uno mismo, en la memoria y en el ánimo; como dijo Marcel Proust, “el único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Y es precisamente el cambiar de destino, de lugar, de cultura, de sociedad, lo único que puede hacernos entender que el mundo no consiste en nuestra zona de confort, que Occidente es solo una parte nimia de nuestro gran planeta y nuestro pequeño mundo; y a veces, solo a veces, cuando vuelves del viaje, tu mundo ha cambiado para siempre, del mismo modo que tú no volverás a ser el mismo.

Ahora que regreso a los lugares a los que quise huir, y nadie me espera allí”. (“Ahora”. Ismael Serrano).

Es cierto lo que dice Ismael Serrano en este tema, “Ahora”, como también lo es otra frase de don Joaquín Sabina, en su canción “Peces de ciudad”, cuando dice que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver. Muchas veces, cuando tras un largo periodo, volvemos a aquellos lugares en los que fuimos felices, descubrimos que algo ha cambiado, que el recuerdo que habíamos atesorado estaba condicionado, transfigurado, hasta que somos conscientes de que en realidad somos nosotros los que hemos cambiado, que nuestros ojos no son los ojos con los que antaño mirábamos y, por lo tanto, lo que vemos no es lo que esperamos ver.

Esto no tendría por qué ser negativo, sino fuera porque, al menos en mi caso, la madurez ha traído asociada la pérdida de la ilusión, de la incertidumbre que me producía el viaje, de la impaciencia y la expectativa. Es cierto que he dicho que no volvería atrás, pero sin duda esa ilusión dormida es uno de los grandes inconvenientes de la madurez. Daría cualquier cosa por volver a sentir esa ilusión, no ya por el viaje, sino por cualquier motivo, que se ha ido apagando con los años y que ya no es sino el rescoldo de la hoguera que fue un día.

De cualquier modo, sin duda el mejor destino es la vuelta, esa vuelta que nos hace mirar, en el más deseable de los supuestos, nuestro mundo con los ojos de quien ha aprendido algo que no sabía antes de partir, si ha tenido la lucidez necesaria para hacerlo. Y digo yo que con los años, además de criar canas, algo habremos aprendido.

La vida es el viaje.

Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. (Fernando Pessoa).