Un grupo de venezolanos, obviamente inmigrantes, se reúne en un restaurante llamado Abasto, el último sábado de cada mes, en Bogotá, con un toque de alegría melancólica, a conversar sobre textos publicados en La Vida de Nos.
Abasto es un espacio muy grato. Abierto. Transparente. Esos lugares que por su diseño fresco y su luminosidad interior comunican de inmediato lo que un amigo muy emotivo llamaría tan buena energía como excelente comida.
Abasto está ubicado en Quinta Camacho, una zona muy amable de la capital colombiana que cada vez se hace más rica en gastronomía, cafés, salas de música en vivo, cervecerías artesanales y buenas librerías. Lo que en muchas ciudades se llama una zona rosa.
La Vida de Nos también es de muy buenas energías. Se trata de una plataforma dirigida por dos profesionales venezolanos de la escritura y el periodismo, Albor Rodríguez y Héctor Torres. Como ellos mismos lo definen en su presentación web, es un espacio referencial de historias que “busca ser puente en el que se encuentren las mejores expresiones del arte de contar con un objetivo específico: compartir historias que conecten y conmuevan al lector común”.
Y lo que nos resulta más elocuente, se proponen mostrar el país plural en la singularidad de sus historias. “Contar la vida y contarla con gusto”, agregan. Y lo logran. Es un ejemplo de las nuevas maneras de cómo el periodismo, la literatura, la memoria y el testimonio sencillo se reúnen en esta época de cambios, sufrimientos, resistencias y alegrías, que estamos viviendo.
Una de las muchas ideas buenas de La Vida de Nos ha sido crear lo que ellos llaman “embajadas”. Es decir, extensiones del proyecto para que comunidades de la migración venezolana puedan conversar presencialmente, saludándose, abrazándose, mirándose a los ojos, sobre las crónicas producidas dentro y fuera de su país. Ya hay embajadas en Bogotá, Buenos Aires, Madrid y Ciudad de Panamá.
La “embajadora” en Bogotá es Luz Marina Rivas, una académica extraordinaria, nacida en Colombia, formada en Venezuela, egresada de la UCV, donde ha dirigido maestrías y doctorados; una estudiosa serena, laboriosa, modesta y brillante que hoy dirige la maestría de Literatura y Cultura en el Instituto Caro y Cuervo de Bogotá.
El sábado pasado, último de octubre, la “embajadora” Rivas mezcló dos formatos. Primero el grupo –siempre lúcido, sereno y cariñoso– conversó sobre un texto titulado “Dejar el Caribe, buscar sosiego, emigrar erráticos”, de Johanna Osorio Herrera. Luego, me invitó a hablar sobre el exilio.
En mi caso no revisamos un texto ya publicado. Fue una conversación libre a partir de la experiencia personal de perseguido político desde el día cuando el presidente espurio declaró en cadena nacional que mi persona y el conocido y apreciado comunicador César Miguel Rondón deberíamos estar presos.
Una conversa muy animada por los principios narrativos de La Vida de Nos, en la que abordamos temas tormentosos que por primera vez me animé a tratar en público. Primero hablamos de la diferencia entre ser inmigrante y ser exiliado. La idea, certificada por los organismos internacionales, de que el inmigrante siempre puede regresar a su país, nada se lo impide, mientras que el exiliado lo tiene prohibido, ya sea porque su libertad y su propia vida corren peligros potenciales, o porque sobre él pesan amenazas concretas de cárcel. O incluso de muerte.
La segunda idea que trabajamos ese día es que el exilio político es una forma de cárcel al revés. Si eres un preso político, por ejemplo en Venezuela, no puedes salir ni de la celda ni del país. Pero si estás en el exilio no puedes entrar porque puedes terminar igual en una celda. En este caso el extranjero es tu cárcel, de la que no puedes salir.
El otro aspecto que surgió fue analizar colectivamente por qué el tema del exilio político es tan poco abordado entre los venezolanos. Que mientras se habla, escribe y se investiga copiosamente sobre la migración y sus consecuencias, sobre esa cifra descomunal que algunos consideran que llega ya a los poco más de 8 millones de migrantes esparcidos por el mundo, el exilio es en cambio un fenómeno invisibilizado.
Un tema sobre el cual se escribe poco y se estudia menos. No conocemos, dijimos, literatura reciente sobre el mismo y, a menos que exista y no lo sepamos, tampoco tenemos siquiera una cifra aproximada de cuántos exiliados políticos se han acumulado fuera del país en estos casi 25 años de dominio absoluto del llamado “socialismo del siglo XXI”.
Así que para reivindicarlo un poco conté, como si fuese una historia más de La Vida de Nos, el día que atravesé –huyendo del gobierno rojo–, un corto puente sobre un río de aguas marrones que une a dos pequeños pueblos. Uno se llama Boca de Grita, Venezuela, el otro Puerto Santander, Colombia. Estado Táchira de un lado, departamento de Norte de Santander del otro.
También compartí cómo ese día crucé la frontera con solo un carry on, sin tener que mostrar documento alguno, confundido entre centenas de venezolanos que, con rostros de angustia, iban con maletas vacías para regresar con ellas cargadas de café, leche, harina pan, vegetales, preservativos y medicamentos que por entonces en Venezuela no se conseguían o resultaban muy costosos
Concluimos que es esa una asignatura pendiente. Contar el exilio político venezolano de este casi cuarto de siglo. Abordar de manera sincera el sufrimiento humano que el exilio genera a sus víctimas directas y sus familias. Denunciar el abuso de poder y la violación de derechos humanos que el fenómeno implica. Y contar las pequeñas y grandes epopeyas que tantos hemos tenido que vivir al momento de huir del país para impedir un carcelazo arbitrario o quizás algo peor.
Así fue fluyendo esa conversación, mientras alguien amable sin interrumpir para nada las voces serenamente emocionadas traía cachapas, empanadas, jugos naturales y café ofrecidas por este lugar llamado Abasto que se ha convertido en sede de la embajada de La Vida de Nos en Bogotá.
Al final recordamos una frase de la filósofa española María Zambrano, quien pasó cuarenta años en el exilio, después de la guerra civil, y al regresar a España luego de la muerte de Franco escribió que aún retornando agradecida a su tierra natal se consideraba, “para siempre, habitante del país interminable del exilio, sin reino, sin himno y sin bandera”. Conclusión contundente producto de una larga experiencia personal.
Artículo publicado en el diario Frontera Viva