Físicamente ocupamos y vivimos un espacio, pero sentimentalmente somos habitados por una memoria, memoria de un espacio y un tiempo. Rememorar el pasado próximo gracias a los recuerdos personales, agradables o no, es una condición de vida de todo ser humano. Pero para navegar en el mar del pasado remoto tendremos que usar las memorias acumuladas en el tiempo. Ocupamos, vivimos y compartimos parte de nuestras vidas con algunos contemporáneos en un espacio común que crea una afinidad y un parentesco no sanguíneo. El lugar está ahí, la persona aparece, luego la persona se va, el lugar continúa, el lugar afecta a la persona, la persona transforma el lugar. La Victoria de mis recuerdos fue siempre amigable, fresca, amplia, la de los barrios pobres, y cuando, mucho más tarde, las circunstancias me llevaron a otros ambientes, la memoria que prefiero guardar es la de La Victoria de mis primeros años, La Victoria de la gente de poco tener y mucho sentir, todavía rural en sus costumbres y en la comprensión del mundo.
Hubo un tiempo en que La Victoria no tenía ese nombre. El insigne historiador Luis G. Castillo Lara nos informa: “Los datos que conocemos referente a su fundación no señalan el lugar, pero tampoco hubo mudanzas posteriores del pueblo. De manera que su punto exacto fue aquí, entre el Calanche y el Aragua, recostado a sus cerros espalderos. El nombre del sitio tampoco se menciona, pero en documentos posteriores lo nombran Tucúa y Rincón de Tucúa” (Lucas G. Castillo Lara, Nuestra Señora de La Victoria, 1978).
Desde su fundación, el 18 de noviembre de 1620, por el teniente Pedro José Gutiérrez de Lugo, junto con el padre Gabriel de Mendoza, dada la importancia de las misiones para el momento, han sucedido grandes y pequeños hechos históricos. Allí nació el padre del Libertador, Juan Vicente de Bolívar y Ponte, el 15 de octubre de 1726; se liberó la Batalla de La Victoria, el 12 de febrero de 1814; fue la primera capital de Aragua como provincia desde su fundación en 1848, y en 1917 Maracay se establece definitivamente como capital del estado por el general Juan Vicente Gómez (Pedro Modesto Bolívar, La Victoria, Ciudad Heroica de Venezuela, 1983).
Estos detalles históricos pueden fascinar y atraer así como interesar poco o no interesar, según la persona. A mí, en lo particular, que llegué a La Victoria en mi niñez, me interesaría mucho, no solo saber, sino ver, en el exacto sentido de la palabra, cómo ha venido cambiando La Victoria desde aquellos días. Qué fascinante sería ver las mil y una transformaciones por las que pasó La Victoria a lo largo de estos cuatro siglos que se cumplirán el próximo año. Deleitarse viéndola crecer y moverse como un ser vivo, como esos videos que muestran las flores abriéndose en pocos segundos, desde el capullo aún cerrado hasta el esplendor final de los colores y las formas. Creo que amaría más a La Victoria, sobre todo, y no es por lo agradable que me resultaría sino todo lo contrario, por las escenas finales que muestren la deplorable condición actual de La Victoria, de anarquía y descuido, cual huérfana abandonada y a la deriva.
Quizás no es posible hablar de una ciudad sin citar unas cuantas fechas notables, que fueron mencionadas anteriormente; sin embargo, es justo mencionar ciertos hechos que destacan la trayectoria de una ciudad especial. Arturo Uslar Pietri se inspiró en la batalla de La Victoria para recrear sus Lanzas coloradas, el general Santiago Mariño fundó en 1854 una de las principales logias de la Masonería en Venezuela, que entre otros aportes impulsó la creación del instituto universitario en 1976. Serían muy numerosos los hechos dignos de mencionarse.
La Victoria se ha transformado en lo últimos años, impactando a los de identidad victoriana, y ha sido capaz de despertar en la conciencia de sus ciudadanos el anhelo ferviente de resurgir y salir de la maleza en la que ha caído. En nombre de la conveniencia colectiva se han establecido normas que han afectado la convivencia, la seguridad, la salud, la circulación de personas y vehículos, eso hablando de lo tangible, que directa o indirectamente afectan al estado anímico, psicológico del individuo y la sociedad.
Pero el espíritu de La Victoria sobrevive; es el espíritu que hace eternas a las ciudades. Arrebatado por aquel loco amor y aquel divino entusiasmo que habita en los poetas, hoy más que nunca está vigente lo que escribió el victoriano Sergio Medina: “Yo cultivo mi campo, un aragüeño/ campo que es un ensueño de victoria/ y en secreto cultivo una esperanza”. Quienes anhelamos que nuestra ciudad resurja del barullo somos los llamados a elevar nuestros espíritus para lograr que La Victoria sea simplemente lo que debe ser: culta, moderna, limpia, organizada.
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