Aletheia es la palabra griega de donde deriva nuestro vocablo actual de verdad, cuyo significado original era “lo que está patente”, es decir, la existencia de una conformidad entre lo que se dice, piensa o cree y la realidad, lo que es o lo que sucede, una relación directa en la que no hay contrapesos u contrariedades debido a que se correlacionan y lo pronunciado o lo pensado se sustenta en lo que acontece en la realidad.
Filosóficamente, desde los primeros pensadores hasta las propuestas más contemporáneas, han abordado la temática, desde la afirmación de que lo que se manifiesta realmente es lo verdadero, o que aquello que la mente produce, o más bien, es la verdad o que la palabra reflexionada es una sentencia verdadera. También posicionándose como una cualidad epistemológica o lógica, o un problema de certeza y de evidencia, o una noción de trascendentalidad, sugiriéndose que es la conformidad de la experiencia con los conceptos puros del entendimiento.
Sin embargo, la noción de verdad no sólo ha quedado a discusión en el ámbito de la filosofía y la ciencia, debido a una gran cantidad de sucesos vejatorios de la condición humana de ciertos grupos sociales. Se le ha incorporado a la jerga de los derechos humanos, desde donde se apela al derecho a la verdad, como parte de los derechos de las víctimas de una vulneración a sus derechos humanos, pues parte de los objetivos de los mecanismos de reparación de la situación es que la o las personas que hayan sido sujetas a algún abuso por parte de las autoridades gubernamentales puedan conocer la verdad de los sucesos.
Desde esta perspectiva, este derecho se entiende como “la respuesta ante la falta de esclarecimiento, investigación, juzgamiento y sanción de los casos de graves de violaciones de derechos humanos por parte de la autoridad gubernamental” y es pilar para “combatir la impunidad y constituye un mecanismo de justicia indispensable para todo Estado democrático, pues coadyuva a la no repetición de dichos actos violatorios”.
Ante este planteamiento, en la víspera del octavo aniversario de la desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero, ocurrida la noche del 26 de septiembre, cabe preguntarse en qué sentido se está cumpliendo este derecho a las y los familiares de estos alumnos deseosos de sumarse al sistema educativo de este país, pero cuyo devenir es incierto hasta el día de hoy.
Una realidad es que se han planteado varias verdades, incluso una que tuvo el rimbombante apellido de histórica, que en términos judiciales, implica reconocerla como la verdad absoluta, sustancial o material, plasmada en un espacio y en un tiempo determinado, y que, aludiendo a la historia, requiere de la investigación de los hechos desde una perspectiva minuciosa.
Pero, en realidad, dicha verdad ha sido contrapuesta con otra, recién dada a conocer, en la que la anteriormente denominada verdad histórica fue derrumbada. En esta nueva versión se alude a una gran complicidad de agentes gubernamentales en la desaparición, y muy posible asesinato, de casi media centena de jóvenes. A diferencia de la versión anterior, lo sucesos no fueron aislados ni azarosos, producto de confusiones o de unas cuantas mentes perversas, sino, más bien, producto de una gran orquestación.
Una intervención de muchos agentes del Estado, de diferentes niveles, en una maniobra, sugerente, de una planeación y de una ejecución calculada, en la que se pretendieron erradicar todas las posibles huellas de complicidad bajo el amparo de un aparente caos provocado por la inestabilidad de la región de donde ocurrieron los hechos, pero que, terminaron mostrando que dicho escenario caótico respondía a una clara maleabilidad de los hechos.
A casi una década de los sucesos, las preguntas continúan surgiendo. Darles respuesta es una de las urgencias de la administración gubernamental actual, pero, a la sociedad nos quedan muchas otras, pues debemos considerar inaudito e insoportable que se hayan fraguado este tipo de sucesos, esta maquinaria de erradicación de personas, de corte necropolítico, que nos refleja una frialdad y un olvido por la dignidad humana en aras de la prevalencia de ciertos tipos de intereses.
¡Uno, dos, tres… cuarenta y tres… cien mil personas desaparecidas¡ ¡¡¡Justicia!!!
Artículo publicado en La Silla Rota
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