OPINIÓN

La verdad «oficial» no sirve para nada

por Carlos Alberto Montaner Carlos Alberto Montaner

No tiene sentido revisar la historia. En esta etapa de estatuas derribadas, incluso la del pobre Colón, un navegante que murió hace 500 años, y cóleras traídas de los cabellos, vale la pena revisar lo que ha sucedido en España.

Llegué a España en 1970 a hacer el doctorado. Me acompañaban mi mujer y mis dos hijos. Estaba psicológicamente preparado para encontrarme con una sociedad herida y pobre, pero no fue así. Salvo en la universidad madrileña, que era un foco apasionado del izquierdismo, la sociedad corriente y moliente veía el futuro con optimismo y ya había alcanzado 80% del per cápita de la Comunidad Económica Europea. La sensación que tuve es que era una sociedad alegre y laboriosa en la que había mucha gente que respaldaba al gobierno.

Allí estuve hasta 2010. Cuarenta años. Me tocó un periodo apasionante. Luis Carrero Blanco, el designado sucesor de Franco, fue asesinado por ETA a fines de 1973. Su auto voló por los aires cuando iba o salía de misa. A los dos años murió el propio Franco en su cama. Le falló el corazón, pero padecía de Parkinson, entre otras dolencias, lo que le confería a su rostro una total inexpresividad. Tenía 83 años. Había gobernado con mano de hierro y voz aflautada desde 1939 hasta noviembre de 1975.

Lo sucedió en el poder, como jefe del Estado, el rey Juan Carlos. Si Franco creyó tener el futuro de España “atado y bien atado”, se equivocó. Los cambios comenzaron a los pocos meses de su muerte. La intención de Juan Carlos era crear una monarquía constitucional dentro del amplio espectro de la “democracia liberal”, como sucedía en buena parte de Europa occidental. El franquismo era una rémora del conflicto entre fascismo y comunismo de los años treinta y cuarenta. Carecía de sentido continuar arrastrando esa visión a mediados de los setenta.

Dentro de la “democracia liberal” cabían todos. Desde las repúblicas presidencialistas, como la francesa, hasta las monarquías parlamentarias, como la sueca o la británica. Cabían los socialdemócratas, los liberales, los conservadores y los democristianos. Cabían los creyentes en la trascendencia del alma y los ateos y agnósticos. Cabían hasta los totalitarios comunistas y fascistas, siempre que respetaran y acataran la legalidad vigente.

Primero continuó gobernando Carlos Arias Navarro, designado por el Caudillo tras la muerte de Carrero Blanco, pero solo por pocos meses. Se trataba de un hábil abogado al que le tocó anunciar por televisión la muerte de Franco. Lo hizo con voz temblorosa y los ojos aguados. Tan pronto Juan Carlos se sintió fuerte en el cargo, le pidió la renuncia y llegó el turno de Adolfo Suárez, un joven franquista que, como Juan Carlos, no era responsable del desastre español. Había nacido en 1932, cuatro años antes de la guerra.

Con Suárez y su Unión de Centro Democrático comenzó la verdadera transición. Era un partido de centroderecha formado por diferentes grupos políticos, aunque dominado por tres familias que acabaron distanciadas: los franquistas reformistas, los democristianos y los liberales. Eso le dio paso a Leopoldo Calvo-Sotelo, quien gobernará un par de años, tras la renuncia de Suárez, hasta finales de 1982. Fue un cambio «de la ley a la ley», como entonces se dijo.

Ahí quería llegar. Fue a finales de ese año que Felipe González, como cabeza del PSOE, seguido de cerca por Alfonso Guerra, asumió la jefatura del gobierno, y allí estuvo hasta que José María Aznar lo derrotó en 1996.

A González, que tenía mayoría absoluta en las elecciones de 1982, le hubiera sido fácil decretar la revisión de la historia y pasarle la cuenta al franquismo por su mano dura durante la larga época de la posguerra civil, pero afortunadamente se abstuvo de hacerlo.

Felipe sabía que en las dos Españas que se habían enfrentado de 1936 a 1939 había habido crímenes terribles. Y sabía que Franco, nada generoso, siguió matando y encarcelando después de la guerra. Pero también sabía que lo verdaderamente importante era superar el pasado, y no detenerse a hurgar en él, porque lo vital era salvar el futuro y esa tarea inclinaba a una especie de amnesia oficial.

A mí me pareció una actitud brillante por parte de todos. La derecha oficialmente olvidaba los miles de crímenes cometidos en Paracuellos del Jarama, y la izquierda no invocaba los miles de fusilamientos cometidos en la plaza de toros de Badajoz por las fuerzas nacionalistas. Era verdad que los falangistas rabiosos le habían arrancado la vida a Federico García Lorca. Como también lo era que los rojos rabiosos habían hecho lo mismo con Ramiro de Maeztu y con Pedro Muñoz Seca.

Lo trascendente era pasar la página y dejar a la sociedad civil examinar los hechos. Cosa que hicieron sin tregua y sin consecuencias penales en los diarios y revistas, en las editoriales y en el cine, porque había una absoluta libertad de prensa, pero no se estableció una “verdad oficial” porque eso era destapar el avispero y era, además, inútil. En la vecina Francia, modelo de España, habían visto como Napoleón había pasado de canalla asesino a gobernante ilustre venerado por las masas. Cada generación trae con ella una visión diferente del pasado.

No obstante, ese clima de cordialidad cívica terminó en España en la época de José Luis Rodríguez Zapatero, con su Ley de la Memoria Histórica, y se ha vuelto a ella en el gobierno de Pedro Sánchez y del nefasto Pablo Iglesias, su vicepresidente, un leninista confeso que tiene a la Venezuela de Chávez y Maduro como un modelo, según declaró ante las cámaras de la televisión caraqueña.

Es una lástima que no hayan entendido el mensaje de la transición: lo que importa es el futuro. La “verdad oficial” estorba. No sirve para nada.