“Un nuevo libro, Marcus, es una vida que empieza. Es también un momento de gran altruismo: ofrece usted, a quien quiera descubrirla, una parte de si mismo (…) no es para ellos para quien escribe, sino para todos los que, en su vida diaria, habrán pasado un buen momento gracias a Marcus Goldman”. (La verdad sobre el caso Harry Quebert. Joël Dicker ).
Es curioso. Yo siempre me he preciado de ser un gran lector. Una de esas personas ávidas de lectura que aprovechan cualquier tiempo muerto para aferrarse al libro que están leyendo y devorar unas cuantas páginas y, sin embargo, durante los tres meses que pasamos en cuarentena durante 2020, no leí ningún libro. Aún a día de hoy, me pregunto el por qué de esta extraña situación, este extraño comportamiento.
Y entre las pocas explicaciones que he encontrado a esta circunstancia, la verdad, es que, según mi criterio, uno de los motivos principales por los que leemos, o al menos por los que yo leo, es sin duda para escapar de la rutina, para encarar situaciones que te son ajenas y, por tanto, excitantes y motivadoras.
La pandemia y el encierro obligatorio que se derivó de ella fue, al menos para mí, una situación tan extraña, tan extemporánea, que ya de por sí me situaba en otro plano, muy distinto a la rutina que, en mis cincuenta años de vida, había podido conocer. Por tanto, la propia situación ya me ofrecía ese plus, esa diferencia que, habitualmente, busco en los libros.
No sé si ustedes recordarán su primer libro. El mío, como el de tantos chavales de mi generación, fue El principito. Me lo regaló mi tío Pablo. A lo largo de mi vida he releído ese libro en muchas ocasiones, llegando siempre a la conclusión de que, indudablemente, no es un libro para niños. La filosofía de la historia, lo que no cuenta pero subyace en el texto, es sin duda el mayor valor intrínseco de este texto de Saint-Exupéry.
Frases tales como “Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo” o “eres el dueño de tu vida y tus emociones, nunca lo olvides. Para bien o para mal sin duda son afirmaciones complejas que no alcanzas a comprender con diez o doce años.
En cierto modo, los libros tienen cualidades que también son atribuibles al la música y, según la sensibilidad de cada individuo, a todas las formas de arte. Sin duda, un libro tiene la capacidad de cambiarte el ánimo, de hacerte pensar y si eres un poco selectivo en tus gustos literarios y sabes discernir la realidad de la ficción, puede ser muy instructivo.
Yo, por ejemplo, aprendí detalles de la historia contemporánea gracias a la trilogía de La caída de los gigantes de Ken Follet. En esta trilogía, el autor hace un recorrido por los acontecimientos históricos que marcaron el devenir del siglo XX a través de la historia de cuatro familias que van evolucionando desde la primera guerra mundial hasta la guerra fría, culminando con la caída del muro de Berlín. Sin duda, aprendí más historia leyendo estos libros que en toda la EGB.
Pero no es la función de las novelas enseñarnos historia, ni geografía, si bien es, sin duda, un efecto colateral de la lectura en numerosas ocasiones. La función de las novelas ha de ser remover nuestros sentimientos, colocarnos en situaciones que nos son ajenas, introducirnos en el cuerpo de diversos personajes que nunca seremos.
Decía Marcel Proust que “el hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma “. Es cierto. A mí me ocurrió. No quiero resultar repetitivo, pero a mí, el libro Mientras haya bares de Juan Tallón me ayudó, más bien me obligó, a ponerme a escribir. La primera vez que leí este texto, que he releído en incontables ocasiones, comprendí que eso era, exactamente, lo que yo quería hacer y aquello para lo que estaba capacitado.
Hay quien piensa que todos tenemos cualidades para algo en concreto; cualidades incluso, para llegar al virtuosismo en determinada materia. Desafortunadamente, la gran mayoría no alcanzamos a descubrir, a lo largo de nuestra breve existencia, la materia para la cual estamos dotados. Yo descubrí la escritura gracias a Juan Tallón y, por tanto, a él le debo esta faceta en la cual vuelco mi creatividad, mis frustraciones y mis anhelos más profundos.
Según Willian Somerset Maugham, autor, entre otras obras, de Of human bondage, «adquirir el hábito de la lectura es construirse un refugio contra casi todas las miserias de la vida». Es cierto. Nada como un buen libro nos ayuda a ocupar la mente de tal manera que nuestras preocupaciones diarias se diluyan durante el periodo de tiempo que dedicamos a su lectura.
Quizá, solo por eso, merece la pena leer. Leer es viajar sin movernos del sillón. Leer es ocupar el lugar de otro sin abandonar nuestra cómoda existencia. Leer es enfrentar sentimientos que, no por pertenecer a otro nos son ajenos. Así pues, la lectura aporta algo que nunca podrá aportarnos la brevedad de una película, la contemplación de un cuadro, la fugacidad extrema de una canción. Vivan sus lecturas, aprovechen la oportunidad que les aportan de trasgredir su realidad. Lean, vivan.
Todos, en principio, somos un poco “voyeurs“. Todos, en principio insisto, disfrutamos de saber lo que habita en el pensamiento de otro. Sus anhelos, sus cuitas, sus divagaciones y sus obsesiones. Solo la lectura nos permite introducirnos en al alma y el corazón de otro. No del protagonista, sino del autor.
Así pues, aprovechen. Miren por la cerradura, rebusquen en los cajones, extraigan la realidad que otros quieren ocultar y, a un tiempo, quieren hacer pública a cualquier precio.
Miren por la ventana indiscreta. Lean.
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