OPINIÓN

La Venezuela profunda

por Vicente Carrillo-Batalla Vicente Carrillo-Batalla

Los adalides de la Venezuela profunda, aquella que despliega una esencia distante de la gran metrópoli y que mantiene un ritmo de actividad deslastrado de las congojas que absorben al poder económico y político nacional, vienen dando la talla en los diversos campos de la producción agroalimentaria –entre otras áreas de ocupación–. Ello no quiere decir que las cosas vayan enteramente bien, como señalan algunos analistas políticos y económicos usualmente movidos por intereses particulares; la nación sigue sumida en una profunda crisis política y la falta absoluta de visión de largo plazo, de un manejo profesional y ante todo responsable de la economía, no favorecen el restablecimiento de los equilibrios fiscales ni la recuperación de la confianza.

Recientemente estuvimos con productores locales en zonas cacaoteras del Táchira, en el sur del lago de Maracaibo y cafetaleras de Mérida–Zea, Tovar y la Mesa de las Palmas en Santa Cruz de Mora–, donde hombres buenos se consagran con alma, vida y corazón a labores de cultivo y transformación industrial de productos del campo muy apreciados por consumidores nacionales y extranjeros. Son de aquellos que, a la manera de decir del maestro Gallegos, aman y sufren el país de horizontes abiertos como la esperanza, que igualmente provee –como la voluntad– incontables caminos que pueden llevar a la prosperidad que todos quisiéramos. Para ellos, lo sustancial sigue siendo señalar un rumbo de oportunidades y trabajar con entusiasmo y honradez en función de objetivos y metas realizables.

El cacao venezolano suele clasificarse como fino de aroma gracias a sus notables cualidades que desde hace siglos se valoran en los mercados más refinados de américa y Europa –en Japón también obtiene elevadas calificaciones–. Se trata de singulares características de sabor y aroma, que confieren al chocolate de origen venezolano esa notoriedad altamente apreciada por chocolateros a nivel mundial. El nuestro es uno de los países que dispone de la mayor variedad de esta especie; también suele atribuírsele su origen remoto, específicamente al sur del lago de Maracaibo, donde pueden encontrarse los cacaos criollos andinos –Merideño y Lobatera–y porcelana –con sus características diferenciadas entre sí, como recientemente nos decía la profesora Irama Chacón–. Los terrenos cálidos y húmedos de aquella prodigiosa cuenca favorecen el cultivo del cacao y afianzan esa cultura y patrimonio nacional que a su vez aportará beneficios económicos a sus pobladores y al país como un todo. Naturalmente y como apuntaba la citada profesora, cada región del país donde se cultivan las distintas variedades, aportará sus notas características según la localidad –los aromas y sabores que transfieren las tierras de cultivo–.

A diferencia del cacao en tiempos de la Colonia, el café es un cultivo republicano cuyo auge se manifestó desde mediados del siglo XIX y sostuvo un crecimiento ininterrumpido de las exportaciones hasta mediados de la década de 1930. Para entonces el país ocupaba uno de los primeros puestos, no solo en la producción mundial del grano, sino además en la calidad del café que mereció numerosas premiaciones en exposiciones de Chicago, Liège, Hamburgo y la Iberoamericana de Sevilla de 1929 –en ésta última, las muestras galardonadas fueron aportadas por el doctor José Tomás Carrillo Márquez, desde sus fincas de Trujillo y Agua Fría en el Estado Miranda–.

Para los merideños de antaño, el café contribuyó poderosamente al cambio en las condiciones de vida de los pueblos andinos, coadyuvando en la creación de nuevas infraestructuras viales y de servicios, a lo cual se añadió el auge del desarrollo urbano y de la cultura. Para sus descendientes–hombres y mujeres de buena voluntad–, el café sigue siendo un cultivo de particular importancia social, económica y cultural; es creciente el número de familias que se reincorporan o avanzan en la producción de este rubro, para lo cual vienen acogiendo innovadores procedimientos y técnicas avanzadas que buscan mejorar la eficiencia de las plantaciones. A ellos se añade la industria transformadora del producto primario. No tenemos ninguna duda de que triunfarán en sus propósitos.

La Venezuela profunda que puede reencontrarse en los Andes tachirenses y merideños, así como también en otros confines de nuestra exuberante geografía nacional, se desdobla en el país de perspectivas discretas que nos exhortan a trabajar honradamente por un mejor porvenir para todos. Un optimismo consciente, genuino, con los pies en la tierra pródiga que tantas bondades nos depara como nación de posibilidades, frente al facilismo rentístico de unos cuantos aprovechados, la especulación artera de algunos comerciantes inescrupulosos –sin que ello desmerezca la renta bien habida y el razonable arbitraje comercial–, el valimiento de quienes prosperan al amparo de prerrogativas derivadas del poder público, o el “no hacer nada” de quienes asumen que la nuestra es causa perdida.