
Foto: AFP
Las dictaduras convocan elecciones como quien monta un teatro de marionetas. Invitan a ser parte del espectáculo en la cancha que imponen, confiando en las reglas que quiebran a conveniencia. Entonces, la pregunta: ¿participar o no?, ¿legitimar el engaño o desafiarlo?
En regímenes autoritarios, la oposición enfrenta un dilema recurrente, pelear en arena movediza o ceder el terreno. Ambas opciones tienen costos, pero el mayor es la resignación. Si el autócrata quiere elecciones de utilería, los disidentes deben decidir si aceptan el papel de extras o convierten la farsa en trinchera de resistencia.
La reacción del demócrata cabal es la indignación. Aceptar la comedia y acatar un proceso contrario al deseo ciudadano sería inadmisible desde el pundonor. Pero la política, sobre todo en tiempos totalitarios, no es un juego de sentimientos, es de estrategia. Aquí surge el debate sobre la defensa de los espacios políticos.
Persiste, desde los sectores comprensivos, la idea de que en dictadura es posible obtener «áreas de influencia» como bastiones de lucha. Premisa repetida como mantra que perpetúa la ilusión de avance sin amenazar al poder real.
Las autocracias modernas no necesitan prohibir la oposición ni eliminar toda disidencia. Han perfeccionado la simulación de un pluralismo funcional que, en apariencia, permite participación electoral y debate. Sin embargo, cada «apertura» está diseñada para sostener el statu quo. Elecciones con resultados prefijados, parlamentos con minorías decorativas y una sociedad civil asfixiada -pero tolerada- son piezas del ajedrez que el absolutismo mueve para cumplir dos objetivos; proyectar normalidad ficticia y distraer a los rivales ingenuos que creen ganar terreno mientras los conducen como borregos dentro de los límites impuestos.
En Venezuela, el 28 de julio se intentó ejecutar una estafa electoral, que fue descubierta y probada con las actas emitidas por el poder oficialista y denunciada globalmente. Ahora se emplaza a un nuevo simulacro el 25 de mayo, en un intento desesperado por renovar su fachada de legitimidad. El dilema no es solo participar o no, sino cómo hacerlo.
El despotismo es consciente de que no puede gobernar solo con represión, requieren una oposición domesticada que valide su narrativa de tolerancia. Para ello, aplican la «estrategia del ring»: permiten a los actores políticos subir al cuadrilátero, pero con guantes de seda, sin posibilidad de golpes certeros. Esta oposición complaciente -voluntaria o no- se convierte en engranaje del régimen. Recibe migajas de poder local, dádivas mediáticas y participación en votaciones negociadas, siempre que no trascienda los términos pactados.
El costo de jugar bajo reglas amañadas es claro, quienes creen vencer desde adentro terminan absorbidos, anulados o instrumentalizados. Participar sin garantías, dialogar con quienes no cederán el poder y defender cuotas simbólicas, solo legitima al sistema. Además, la obsesión por «defender espacios» desvía la atención de la lucha real. La ciudadanía, dispuesta a la confrontación pacífica, es conducida a un ciclo de falsas expectativas. Cada elección viciada o negociación fallida clava un nuevo sufrimiento en el ataúd de la resistencia.
El manual de la ilusión política bajo dictadura se aplica desde el chavismo en Venezuela, castrismo en Cuba y sandinismo en Nicaragua. Se admite a los adversarios un rol testimonial -visible para aparentar pluralismo-, pero insuficiente para poner en jaque al poder. Internamente, no hay justicia imparcial ni garantías procesales. Y la diplomacia -salvo excepciones- prefiere la indiferencia y declaraciones protocolarias, optando por una estabilidad predecible antes que apoyar un país en resistencia.
La historia señala que quienes pretenden «ganar espacios» finalizan contrarrestados, encarcelados, exiliados o convertidos en piezas del sistema que decían combatir. Defender cuotas políticas dentro de la dictadura no es estrategia de lucha, sino colaboracionismo disfrazado. Los autócratas caen por fracturas internas o presión externa, no por concesiones calculadas. La entereza de la verdadera resistencia no consiste en ocupar guaridas permitidas y madrigueras adjudicadas, sino en desmantelar los cimientos del arbitrario y déspota. Y para eso, hay que dejar de juguetear con sus reglas. No se degrada a un tirano con presencia, figura y apariencia, se hace confrontando con astucia sosegada, raciocino pensativo y talento agudo.
@ArmandoMartini
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