El 10 de junio de 1941 Friedrich Kellner (alemán socialdemócrata que vivía en el Reich) escribe en su Diario sobre dos acontecimientos que están íntimamente ligados: el holocausto y la invasión de su país a la Unión Soviética, aunque sin total certeza. Ambos objetivos son preparados en secreto, pero las sospechas crecen y de esta forma señala que se han incrementado las muertes en las instituciones para enfermos mentales y “es un hecho que hemos concentrado muchas tropas en el Este, creo que es para presionar a Stalin (…) pero podría ser una invasión” (Friedrich Kellner, 2018, My opposition. The Diary of Friedrich Kellner – A German against of Third Reich). Otro germano pero judío (Victor Klemperer, al cual venimos dedicando varios artículos sobre su Diario en el WSI Magazine) relata el 21 de mayo una conversación que le permite conocer el crecimiento del reclutamiento de jóvenes y la persona que se lo cuenta concluye: “Todos van al frente oriental ¡A Rusia!” Al parecer mucha gente estaba informada de los planes salvo una persona: Iosif Stalin.
¡¿Cómo fue posible que el más interesado en conocer sobre la posible invasión de su país no lo sabía?! La verdad es que sí estaba enterado y tenía todos los datos que le probaban las intenciones de Adolf Hitler, pero ¡se creyó su propia propaganda y negaba la realidad de manera repetida! El historiador Anthony Beevor (La Segunda Guerra Mundial, 2002) habla de probablemente cien advertencias desde diversas fuentes. Algunas podría tildarlas de “conspiración”, porque sus países no habían negado el rechazo al régimen comunista e incluso podrían buscar su apoyo en contra de los nazis, como la de los embajadores de Estados Unidos y Reino Unido. Lo incomprensible es no creerle a todos sus espías y altos mandos del Ejército, empezando por uno de los más importantes: Richard Sorge, que hasta le dijo la fecha exacta de invasión desde el 30 de mayo (Owen Matthews, 2020, Un espía impecable). Fue tal su obstinación que amenazó con fusilar a cualquiera que le siguiera insistiendo en el asunto y llegó a hacerlo con un pobre soldado alemán de convicciones comunistas que desertó y cruzó la frontera un día antes. La explicación de todo esto la ofrece sir Winston Churchill en su obra La Segunda Guerra Mundial (1948-56) al darle al capítulo correspondiente (el XXII que es el último del Libro II. “Solos”) el nombre de “La némesis soviética”. Le dio ese nombre por ser el de la diosa griega que le daría el justo castigo a la vanidad y estupidez rusa en los dos primeros años del conflicto.
El historiador británico John Keegan (1934-2012), quien fue una de las mayores autoridades en historia militar de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI, advirtió en Barbarroja: Invasión de Rusia 1941 (1970) que era bien sabido (en especial por los servicios de inteligencia alemanes) que la URSS tenía el mayor ejército terrestre del mundo. Según los datos con los que contaba el Alto Mando alemán los rusos poseían 155 divisiones, de las cuales 30 eran mecanizadas (versus 134 con 33 mecanizadas), pero en números de soldados casi los duplicaban por no hablar de tanques, artillería y aviones, en los cuales la superioridad era de tres a cinco veces mayor, aunque sin duda no eran de igual calidad. Pero no solo era eso sino que la historia misma se había encargado de demostrar el fracaso de las campañas modernas sobre la Rusia europea: suecos y franceses habían padecido terribles derrotas. La razón, siguiendo al autor, era una combinación de “número, espacio, tierra arrasada, enero y febrero, a lo que se debía añadir el valor y la capacidad de sacrificio de sus soldados, todas ellas capacidades intrínsecas del país fuera cual fuera el régimen político”. No repetiremos acá lo que encegueció al Führer por haber sido tema de los dos anteriores artículos, sino recordar que él conocía perfectamente estos factores. Aunque nos faltó señalar otra errada percepción: el hecho de juzgar a la URSS por el desempeño del imperio zarista en la Primera Guerra Mundial. En ese momento Alemania impuso un tratado (Brest-Litovsk) al gobierno bolchevique y controló buena parte de Ucrania y la zona báltica, ¿no sería posible repetir la hazaña e ir un poco más lejos?
Los historiadores estadounidenses Williamson Murray y Allan R. Millett, en su obra La guerra que había que ganar (2001), explican las diferencias abrumadoras entre la Rusia de finales de la Gran Guerra (1914-1918) y la URSS de 1941 en lo que respecta a sus capacidades militares e industriales. Para 1939 había aumentado su producción de armas en más de la mitad y rebasaba en muchos aspectos a las de Alemania. Es por ello que era fundamental para la Wermacht capturar esas industrias, aunque una parte de ellas ya estaba más allá de los Urales. En lo que respecta a las nuevas ideas como el predominio del tanque, la mecanización, la velocidad en el ataque y la combinación de todo esto con la artillería y la aviación; a principios de los treinta el mariscal Mijail Tujachevski (1893-1937) era su gran promotor. Sus reformas dieron un cambio radical en las doctrinas militares soviéticas estableciendo los principios de la “ofensiva ininterrumpida” y la “guerra total”, en la que el tanque sería el gran protagonista (Douglas Orgill, 1973, T34 Blindado ruso). Pero él y sus discípulos fueron víctimas de las primeras purgas (1937-1938) de Stalin, por lo que sus ideas fueron abandonadas, mas no desaparecieron y el “fracaso” finlandés junto a los éxitos de los panzers en Francia llevó a retomarlas tímidamente por los generales (y después mariscales) como Simeón Timoshenko y Gueorgui Zhukov. Las mejoras tecnológicas también daban sus primeros frutos con tanques como el T34 y el KV1 adaptados al clima y la geografía rusa, pero había menos de 1.000 para 1941. El problema fue que Stalin colocó esta enorme fuerza de manera dispersa a lo largo de la frontera, de modo que si el enemigo rompía las defensas y avanzaba con rapidez podría rodearla y destruirlas.
Un último aspecto que no habíamos resaltado en la planificación de la “Operación Barbarroja”, que es parte importante de los cambios historiográficos, es que ahora se le reconoce como una guerra de exterminio. Tanto Hitler como los máximos comandantes establecieron normativas y exhortaron a sus oficiales a asesinar a los comisarios políticos y a todo el que sea sospechoso de resistencia. Al mismo tiempo planificaron la muerte por hambre de los prisioneros de guerra y la población local, por no hablar de los judíos que ya padecían esta política en los guetos polacos. No era solo una tarea de los Eisantsgruppen (escuadrones de la muerte) de la SS sino también de toda la Wermacht (ejército alemán). Este hecho haría del Frente Oriental la mayor tragedia de la humanidad y ni siquiera sumando todas las pérdidas en vida del resto de las campañas de la Segunda Guerra Mundial se superan sus cifras de muerte. La semana que viene se conmemora el 80 aniversario de esta historia.