La Operación Barbarroja (invasión alemana a la Unión Soviética desde el 22 de junio hasta el 5 de diciembre de 1941) en la Segunda Guerra Mundial fue explicada la semana pasada en lo relativo a las motivaciones míticas y tradicionales (mentalidades y creencias que configuran una utopía). Ahora nos centraremos en los factores políticos, económicos, militares de tal decisión; junto a los planes de ataque siguiendo la perspectiva del Tercer Reich. Al mirar los hechos desde sus consecuencias es fácil afirmar que era una locura destinada al fracaso ¡¿Acaso no aprendieron la lección de Napoleón Bonaparte?! Pero hace ochenta años la Alemania de Adolf Hitler solo había conocido victorias salvo la resistencia británica: el fracaso de la Batalla de Inglaterra (para un análisis de la misma pueden consultar nuestra serie de diez artículos en esta misma columna desde agosto del año pasado). El Alto Mando Alemán se convenció no solo de su invencibilidad, sino del hecho de que el Reino Unido luchaba porque creía que la URSS entraría en la guerra como uno de sus aliados. Si la Wermacht destruía esta esperanza nadie detendría el Imperio nazi en su camino para ser la primera potencia del mundo. E incluso la intervención de Estados Unidos llegaría tarde porque ya Europa –en palabras de Hitler el 9 de enero de 1941– sería una fortaleza “inexpugnable”.
Esta tesis es explicada por varios historiadores, entre ellos Ian Kershaw en su libro Decisiones trascendentales (2007), en el capítulo “Hitler decide atacar la Unión Soviética”. El epígrafe del mismo comienza con una cita del 13 de julio de 1940 del Diario del jefe del Estado Mayor del Ejército alemán, el general Franz Halder (quien será el encargado de diseñar el plan de invasión, aunque lo terminaría delegando en el general Marcks):
El Führer está sumamente desconcertado ante la persistente negativa de Gran Bretaña a tratar de lograr la paz. Él cree (al igual nosotros) que la respuesta está en la esperanza depositada por Gran Bretaña en Rusia, y por tanto piensa que tendrá que obligarla por la fuerza a aceptar la paz.
De esta forma se generó muy temprano un argumento que superaba el dogma de la tradición militar alemana: no desarrollar una guerra en dos frentes de manera simultánea debido a la posición de Alemania en el centro de Europa. Se debía primero cerrar el Frente Occidental y para ello había que llegar a un acuerdo con el Imperio Británico. El general Heinz Guderian advirtió este peligro al Alto Mando “de manera vehemente”, como señala en sus memorias Recuerdos de un soldado (1950), e incluso se extrañó de que Hitler y las máximas autoridades militares propusieran violar un principio que todos ellos había considerado como el gran error del liderazgo germano de la Primera Guerra Mundial. Pero agrega la explicación de tal actitud: “La velocidad sorprendente de nuestra victoria en Occidente había confundido tanto la mente de nuestros comandantes supremos que habían eliminado la palabra ‘imposible’ de su vocabulario”.
El general J. F. C. Fuller en su obra Batallas decisivas del mundo occidental (1961) señala una estadística sorprendente al respecto. La Blitzkrieg o guerra relámpago permitió lo que antes nunca había ocurrido: el dominio de países en pocos días: Polonia: 27, Dinamarca: 1, Noruega: 23, Holanda: 5, Bélgica: 18, Francia: 39, Yugoslavia: 12, Grecia: 21, Creta: 11. El mayor impacto fue Francia porque jamás la habían logrado doblegar durante cuatro años en la Primera Guerra Mundial y ahora estaba derrotada en las primeras semanas de mayo de 1940. El año pasado cuando tratamos este tema en nuestra serie respectiva (“El 80 aniversario de la invasión de Francia”, mayo a julio de 2020) afirmamos que se había creado el mito de la Blitzkrieg. Pero muchos generales advirtieron que las distancias de Rusia eran inmensas y que esto generaría graves problemas logísticos, por no hablar de que la población superaba a la alemana, era un país industrial y en muchos aspectos su ejército era más grande. El argumento en contra fue una vez más las cifras en lo que respecta a desempeño de cada ejército. El general Fuller señala que a la URSS le costó ¡100 días vencer a los finlandeses que tenían pocos soldados y sin tanques o aviación! en la Guerra de Invierno (diciembre de 1940 a marzo de 1941). La explicación era evidente para la mentalidad nazi: los eslavos eran seres inferiores y las purgas de Stalin (fusiló o envió al Gulag a más de 60% de su oficialidad) habían dañado su capacidad militar.
Otras críticas a los planes vinieron de la consideración de los pactos que se tenían con la URSS y que permitían obtener recursos económicos (carbón, cromo, níquel, petróleo, trigo, etc.) tan necesarios para Alemania (y que lo siguen siendo hoy en día en cierto modo). Nos referimos a: Rapallo, 1922; Neutralidad (Berlín, 1926 y 1931) y Molotov-Ribbentrop, 1939. Este último facilitó la repartición de Polonia, establecer las zonas de influencias respectivas y una mayor cooperación; pero a su vez incrementó las tensiones entre ambos cuando Stalin cada día exigía mayor espacio en Rumanía, Finlandia, el Báltico y los Dardanelos. En noviembre de 1940 se intentó limar estos desacuerdos con la visita del ministro de Relaciones Exteriores ruso, pero fue imposible. Hitler al tener en sus manos los planes de invasión que en julio había mandado a diseñar y que fueron reformulados por el Alto Mando tomó la decisión de que cambiaría la historia de la humanidad. Era la Directriz N° 21 del 18 de diciembre de 1940, la cual bautizó con su mítico nombre de Operación Barbarroja. Tres ejércitos tomarían respectivamente una ciudad y su región estratégica: al norte el objetivo ideológico: Leningrado, el centro con el político: Moscú y el sur el económico: Kiev. Esto supuestamente haría colapsar tanto el ejército como el gobierno enemigo.
El Führer con su voz estridente y en pleno éxtasis sentenció lo que ya creía que era un hecho consumado: “Solo hay que dar una patada en la puerta para que el podrido edificio soviético se venga abajo”. La semana que viene analizaremos si dicho edificio estaba tan podrido como pensaban los que venían a derribarlo antes del fatídico 22 de junio de 1941.
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