Muchos profesores universitarios opinábamos al final de la era democrática, sobre todo a los que nos llegaba la hora de la jubilación y el otoño de nuestras vidas, que había decaído mucho el nivel de esas casas mayores de estudio. A lo mejor una cierta dosis nostálgica tenía lo suyo en esa valoración, la universidad en que nos habíamos formado correspondía a la primavera de nuestras juventudes, veinticinco abriles, y de la democracia misma.
Pero no, también, se podían aducir razones muy objetivas. Para empezar el crecimiento cuantitativo que fue muy grande, muy democrático, de un par de decenas de miles a más de 1 millón de estudiantes en 4 décadas y que si bien éste fue un logro de los más loables socialmente de la época, no podía dejar de hacer resentir, inevitablemente, la calidad educativa, propio además de economías inestables e insuficientes, tercermundistas. Y también de políticas nacionales envejecidas y, propiamente universitarias, no siempre acertadas. En ese ámbito a ratos politización excesiva o gremialismo o derroche improductivo cuando había para derrochar.
Pero en todo caso ese crecimiento numérico y su espíritu democrático y el de las clases medias que generaba, su muy decente ubicación en el ranking de las universidades del subcontinente y el mantenimiento de su autonomía a todo trance, seguía siendo la posibilidad de enderezar el camino, de no amedrentarse, de pensar en un mañana muy posible y mejor. Claro, unas zonas o facultades mejores que otras. Unos años más próspero que el resto, seguro que con los compases de los precios petroleros. Las universidades seguían siendo, a presar de los pesares, órgano fundamental del país deseado.
Entonces llegó el apocalipsis, la tiranía que incapaz de hacer suyas con su mentalidad cuartelera y populista, esos refugios del saber -estudiantes y profesores- decidió masacrarlos, descerebrar el país, le patearan el alma y las neuronas. Lo hicieron con saña. Desde aplastar sus plantas físicas y su seguridad hasta los sueldos reducidos a limosnas que hicieron minimizar bárbaramente su personal más calificado, patear la ley de universidades y la autonomía, entre otras bloquear las elecciones por un decenio y hasta los alumnos comenzaron a desertar por las imposibilidades institucionales y el achicamiento de todos los mercados de trabajos por la desoladora destrucción de la economía.
Se llegó no hace mucho, por fin, a un arreglo que no hay que aplaudir, pero arreglo al fin, y se pueden realizar las ya postergadas elecciones, algún día tenía que ser. Quizás sea el comienzo de algo positivo ese refrescamiento. Y sorprende y en algo entusiasma, que se haya movido bastante gente con ánimo electoral. No hay que hacerse grandes ilusiones, al parecer tardará tiempo para volver al punto de partida democrático y nuevos avances sobre todo económicos.
Pero, para empezar realmente, para pensar en esos primeros pasos vitales, se necesita un pensamiento altivo sobre el destino universitario que supere estás décadas sucias, un discurso tan noble y sabio como la esencia universitaria. Digo por último, ya lo he señalado, que no encuentro ningún otro tan elaborado y brillante para la máxima autoridad que el de Víctor Rago, por notoria distancia. Extraordinariamente elocuente, argumentalmente brillante, tanto que me hace recordar aquellos primeros rectores de la era democrática, magníficos.