Transcurridos ya más de 24 años bajo el régimen político implantado por la llamada “Revolución Bolivariana”, muchas cosas han cambiado en Venezuela. Otras, en cambio, persisten en el tiempo. Una de ellas ha sido la idea de que la “Unidad” entre las fuerzas políticas opuestas al chavismo es absolutamente imprescindible para lograr la redemocratización de nuestro sistema político. En términos generales, la idea tiende a ser ampliamente aceptada, tanto por el “país político” como por el “país nacional”, y se corresponde con lo que la bibliografía especializada pregona como un factor esencial en las transiciones políticas desde regímenes autoritarios a regímenes democráticos.
No obstante, y a la vista de la situación actual, cabe preguntarse si el modo concreto en que se ha venido concibiendo y practicando la unidad de las fuerzas opositoras en Venezuela no merece ser revisado. Algunas preguntas que podrían ayudar en ese sentido son las siguientes: ¿Qué significa en concreto esta idea de “Unidad”? ¿De dónde nace? ¿Cómo se ha venido poniendo en práctica? ¿Hay acaso una serie de requisitos o precondiciones necesarios para su operatividad práctica? En caso de existir tales precondiciones, ¿se han cumplido en todos los casos? Es más, ¿pueden cumplirse en las circunstancias actuales? El presente ensayo no se propone dar respuesta exhaustiva a todas esas interrogantes; se limita a desarrollar un ejercicio crítico con la finalidad de alimentar un debate que, a estas alturas, luce del todo necesario para nuestra opinión pública.
Antecedentes: Puntofijo y la cultura política “unitaria” en Venezuela
La idea de “Unidad”, tal como suele entenderse a día de hoy en la política venezolana, cuenta con fuertes bases e importantes antecedentes en nuestra cultura política. El pacto de Puntofijo es, seguramente, el elemento más importante en este sentido. Los acuerdos alcanzados por Rómulo Betancourt, Rafael Caldera y Jóvito Villalba, líderes de los tres principales partidos políticos del país, facilitaron un manejo institucional de sus diferencias y establecieron las bases de un régimen democrático que duró unas cuatro décadas. Acuerdos paralelos que fueron sellados al calor de aquel “espíritu de Puntofijo”, como los de Avenimiento Obrero-Patronal, la Ley de Concordato Eclesiástico o distintos acuerdos alcanzados con las Fuerzas Armadas, también contribuyeron a sentar las condiciones necesarias para una progresiva consolidación democrática.
Durante varios años, el alcance de estos pactos interpartidistas llegó al punto de postular candidaturas concertadas, reduciendo la posibilidad de que fuerzas hostiles a la naciente democracia pudieran vencer en las urnas. La fórmula resultó notablemente efectiva, en tanto ayudó a asentar una cultura política de concordia y civismo que, a su vez, se convirtió en una marca nacional. Incluso los comunistas venezolanos, (auto)excluidos parcialmente de este entramado de pactos, terminaron asimilados tras la “pacificación” de los años sesenta y setenta, reconvirtiéndose desde entonces en destacados políticos, académicos o personalidades de la cultura.
El éxito de esta “democracia pactada” permite entender cómo y por qué los acuerdos de gobernabilidad adquirieron carta de naturaleza en nuestro país, al menos en lo que respecta a la coordinación de las diversas fuerzas que luchan contra el autoritarismo. Los modos de nuestra “democracia pactada” llegaron incluso a convertirse en una referencia ejemplar para otros países que atravesaban por tesituras similares, como por ejemplo España o Chile, y a ser tomados como un caso de estudio habitual en la bibliografía especializada en transiciones a la democracia.
Ahora bien, no cabe duda de que la renta petrolera –recurso estatizado a mediados de los setenta– fue determinante para que esa “democracia pactada” adquiriera tales niveles de funcionalidad y prestigio. El politólogo Juan Carlos Rey describió al régimen emergido al calor de dichos pactos como un “sistema populista de conciliación de las élites”, en donde los acuerdos interélites fueron factibles en gran medida gracias a la disponibilidad de una abundante renta petrolera con la que era posible satisfacer las demandas de los diversos sectores que suscribían los acuerdos, sin que ninguno de ellos se viera directamente obligado a sacarlos de su bolsillo.
Aparte del problema específico del rentismo en Venezuela, diversos estudios han resaltado una serie de puntos débiles que parecen presentar las democracias pactadas. Uno de ellos es el hecho de que los acuerdos interélites, si bien en un principio propician importantes niveles de cooperación y estabilidad, con el tiempo tienden a favorecer nexos personales tan férreos que el sistema político termina por hacerse poco sensible a las demandas populares, privilegiando así los reacomodos de las élites en vez de priorizar la respuesta a las demandas de la ciudadanía. Clientelismo y “partidocracia” son, pues, algunos de los efectos no deseados de lo que en otros aspectos ha sido un mecanismo esencial para la democratización de Venezuela y otros países. No obstante, lo usual es que la inconveniencia de estas dinámicas poco saludables sólo comience a ser atendida, tarde y mal, ante la irrupción de alguna crisis general.
Años noventa: crisis de la “democracia pactada”, liberalización, subversión violenta y chavismo
La abundancia relativa de la renta petrolera fue mermando con el paso del tiempo. Al suscribirse el Pacto de Puntofijo, Venezuela contaba aproximadamente con 7 millones de habitantes y producía 3,5 millones de barriles diarios de petróleo. Tres décadas después, y tras la estatización de la industria petrolera, la producción de hidrocarburos no había aumentado, mientras que sí lo habían hecho la deuda pública y la población, que rondaba ya los 20 millones de habitantes: mientras los comensales se habían triplicado, su principal sustento se mantenía estable o tendía a reducirse.
Las tensiones inherentes a esta situación se incrementaron con el fin de la Guerra Fría y la apertura de fronteras comerciales en todo el planeta. Venezuela, alumno aventajado de la región bajo el modelo “cepaliano” de sustitución de importaciones, no se adaptaría bien a las nuevas reglas del juego. La sociedad en su conjunto se mostró reacia al Gran Viraje emprendido por Carlos Andrés Pérez en su segunda presidencia, al punto de que en menos de un lustro se produjeron un violento estallido social, dos golpes militares fallidos y la destitución del presidente de la República. A pesar de contar con un equipo de tecnócratas de primer nivel, Pérez cometió un pecado político mortal en la Venezuela de entonces: menospreció la importancia de los pactos políticos en un sistema de “conciliación de élites” al impulsar su proyecto liberalizador. Junto al país entero, pagó un enorme precio por ello.
La Agenda Venezuela impulsada por su sucesor Rafael Caldera procuró alcanzar diversos acuerdos intersectoriales para que las reformas necesarias no naufragaran como las de Pérez. Sin embargo, la inédita y variopinta coalición de gobierno encabezada por Caldera durante su segunda presidencia –por lo demás, el primer gobierno que sucedía al bipartidismo imperante desde 1958– no preparó una opción de sucesión en el poder. Así, la impopularidad de sus medidas económicas fue aprovechada por Hugo Chávez para hacerse con la victoria en las urnas. El régimen chavista, que no por casualidad se ha autocalificado siempre como “Revolución Bolivariana”, incurrió en la paradoja de romper frontalmente con la cultura política pactista que había imperado hasta entonces, pero bajo la promesa de restaurar el reparto estatal de la riqueza nacional, reparto que supuestamente era entonces impedido –en palabras de Chávez– por “la corrupción de las cúpulas podridas”.
1999-2013: la “Unidad” como recurso sistemático de lucha contra el autoritarismo de Chávez
Tras la derrota electoral de 1998, con el aluvión constituyente de 1999 y el retiro de los principales líderes históricos de la democracia venezolana, los partidos políticos que durante 4 décadas llevaron la batuta de la política nacional lucían desconcertados. Ante la deriva autoritaria y polarizadora que desencadenó el chavismo, y ante la patente inoperancia de los partidos tradicionales para hacerle frente, numerosas fuerzas políticas y sociales desempolvaron ese imaginario que parece bien afianzado en nuestro “ADN político” nacional, y de acuerdo con el cual los pactos intersectoriales constituyen el mecanismo necesario para para hacer frente a un gobierno autocrático.
Pero mientras unos lo concebían como un procedimiento orientado a respaldar candidaturas unitarias a cargos de elección popular, otros lo asumieron como la vía para propiciar un derrocamiento del gobierno que diera lugar a elecciones libres, al estilo de la junta de gobierno que se conformó tras la huida de Pérez Jiménez en enero de 1958. De este modo, la ineficacia de los partidos a la hora de contener la avanzada autoritaria del chavismo generó un vacío político que tendió a ser llenado por una masiva movilización ciudadana, liderada por Fedecámaras, la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV), diversas asociaciones civiles y ciertos sectores de la Iglesia Católica. Todo ello desembocó en los polémicos incidentes del 11 de abril de 2002.
César Gaviria, a la sazón secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), impulsó en aquel momento una mesa de diálogo y negociación entre el gobierno de Chávez y la oposición política. Esta última requirió entonces un frente unitario capaz de actuar eficazmente en dicha instancia, y en julio de ese año se creó la Coordinadora Democrática, instancia que reunía tanto a partidos políticos como a organizaciones no gubernamentales. Con el gobernador de Miranda Enrique Mendoza a la cabeza, la Coordinadora se mantuvo vigente durante los dos años en los que se desarrollaron las negociaciones y la ruta hacia el referéndum revocatorio de agosto de 2004, primer proceso electoral que se celebró en Venezuela con la asistencia de máquinas de votación.
El resultado del referéndum, salpicado de dudas acerca de su pulcritud, hizo mella en la unidad de los partidos que integraban la Coordinadora, con lo cual se malogró la posibilidad de presentar candidaturas unitarias en las elecciones regionales que tuvieron lugar en octubre de 2002. Las dudas sobre la transparencia del sistema de votación se mantuvieron vigentes durante al menos un año, al punto de propiciar el boicot electoral en las elecciones legislativas de 2005.
Ante las elecciones presidenciales de 2006, Teodoro Petkoff, Julio Borges y Manuel Rosales protagonizaron los consensos necesarios para postular una candidatura presidencial unitaria que finalmente encabezó el gobernador zuliano. El mecanismo dejaba por fuera lo que desde los partidos se consideró siempre como un factor disruptivo: la presencia de organizaciones no partidistas en las estructuras unitarias. El factor ordenador introducido por este nuevo mecanismo unitario, unido a la presión que generaba la posibilidad de un nuevo boicot electoral de la oposición y a la creciente popularidad de Hugo Chávez, indujeron al chavismo a relajar en parte las cuestionadas condiciones electorales bajo las que se realizó el referéndum de 2004.
A pesar de su clara derrota electoral en diciembre de 2006, el nuevo mecanismo unitario de la oposición canalizó sus acciones por la vía electoral, apuntaló la legitimidad del sistema de votación y sentó las bases para una unidad más perfecta que se consumaría en los años venideros, bajo la nueva denominación de Mesa de la Unidad Democrática (MUD). Tras la sorprendente victoria opositora en el referéndum por la reforma constitucional en 2007, en un clima de cierto desahogo económico nacional, y ante la necesidad de enfrentar coordinadamente el referéndum por la enmienda constitucional en 2009 y las parlamentarias de 2010, la confianza del electorado opositor en el mecanismo electoral aumentó significativamente.
Tras el empate técnico registrado en las elecciones parlamentarias de 2010 emergió el nuevo reto de las presidenciales de 2012. Para afrontarlo, la MUD desarrolló unas primarias internas en condiciones muy complejas, pero que resultaron todo un éxito. Se logró así gestar una candidatura unitaria de gran solidez, encarnada en la figura de Henrique Capriles Radonski, quien no sólo compitió contra Hugo Chávez en octubre de 2012 –enfermo terminal de cáncer como era ya para aquel momento– sino también contra su sucesor Nicolás Maduro en abril de 2013.
Maduro y el tránsito hacia el autoritarismo hegemónico: dudas crecientes sobre la “Unidad”
Si bien la victoria de Chávez en octubre de 2012 no fue objetada, hasta hoy proliferan las versiones en torno a lo ocurrido el día en que Capriles y Maduro se enfrentaron en las urnas. Lo cierto, en todo caso, es que ahí se rompió la unidad de criterios con respecto al sentido de la vía electoral para enfrentar a la Revolución Bolivariana. Para ciertos sectores, la oposición perdió la elección y no había más nada que hacer. Para otros, la ganó pero la victoria fue desconocida por el gobierno autoritario, de modo que lo único que restaba por hacer era pasar la página y enfocarse en las siguientes elecciones: las regionales de finales de 2013. Y para un tercer sector de la oposición, se alcanzó una victoria que debía ser defendida, por lo cual no tenía ningún sentido seguir participando en elecciones si el chavismo no estaba dispuesto a reconocer su derrota en este tipo de procesos.
En diciembre de ese año, diversos sectores de la oposición, con Capriles a la cabeza, participaron en diálogos públicos con Maduro en Miraflores, dando la sensación de aceptar así el arrebato de su pretendida victoria en las presidenciales. La fractura dentro de la oposición seguiría incrementándose hasta consumarse en febrero de 2014, cuando se desató una oleada de protestas populares que se extendieron por casi 4 meses y que fueron ampliamente respaldadas y promovidas por tres líderes políticos en particular: Leopoldo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma. El ciclo de protestas, bautizado por estos sectores como “La Salida”, fue duramente reprimido por el gobierno de Maduro.
En contra de lo que a veces suele afirmarse, estas diferencias internas de la oposición fueron parcialmente subsanadas ante el siguiente gran hito electoral: las elecciones parlamentarias de diciembre de 2015. Las fuerzas integrantes de la MUD lograron ponerse de acuerdo para postular candidaturas unitarias que fueron capaces de revertir a su favor una de las medidas ventajistas que el chavismo había implementado en su ingeniería electoral: la sobre-representación que el sistema había otorgado a ciertos circuitos electorales que, hasta entonces, había tenido bajo su control. Como consecuencia de ello, la MUD se hizo con dos tercios de la Asamblea Nacional (AN), resultado que, en caso de haber sido respetado, le habría permitido modificar la composición del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) y del Consejo Nacional Electoral (CNE).
Al igual que en 2013, esta nueva victoria electoral de la oposición también fue conculcada. El chavismo se apresuró a nombrar a nuevos magistrados del TSJ por medios inconstitucionales, mientras desconocía la victoria de varios candidatos a diputados por la MUD en el estado Amazonas, negándole así los dos tercios alcanzados en la AN. Además, el TSJ procedió a vetar todos los proyectos de ley aprobados por el nuevo parlamento, mientras que tribunales regionales incompetentes para ello hacían lo propio con una nueva iniciativa de referéndum revocatorio convocada por la MUD en 2016. Además, en 2017 se instaló fraudulentamente una Asamblea Constituyente que, a pesar de haberse mantenido operativa durante más de 3 años, nunca produjo una nueva Constitución, ya que su único propósito fue torpedear la función legislativa de la AN.
Quedaba claro así que el problema para la oposición ya no era, como en tiempos de Chávez, el de articular una mayoría electoral, sino más bien el de hacerla valer ante un régimen autocrático que, a esas alturas, estaba dispuesto a asumir todos los costos políticos de desconocer los resultados electorales. O para decirlo con el léxico de moda en la ciencia política, con Maduro se consumó el tránsito de un régimen híbrido o autoritarismo electoral a un autoritarismo hegemónico, y así quedó registrado en índices como V-Dem o The Economist. Estas circunstancias, junto al súbito colapso de la economía nacional y al paso de una inflación galopante a una prolongada hiperinflación en 2017, detonaron un nuevo ciclo de protestas que también contribuyó a sembrar la discordia dentro de la MUD. Al languidecer ya este mecanismo unitario, a principios de 2018 se creó el Frente Amplio Venezuela Libre (FAVL), instancia que no ha generado resultados concretos.
Esta deriva autoritaria no ha hecho más que profundizarse con el tiempo, ya que Maduro consumó un nuevo y flagrante fraude electoral en las elecciones presidenciales de mayo de 2018. La propia compañía Smartmatic indicó que al menos un millón de los votos adjudicados por el sistema electoral al presidente candidato chavista eran falsos. Ante semejante panorama, ciertos sectores de la oposición concibieron una nueva vía de acción no-electoral: la AN que todavía controlaba la MUD declaró la usurpación del cargo de la presidencia de la República por parte de Nicolás Maduro y designó un gobierno interino encabezado por el presidente de la AN, el diputado Juan Guaidó del partido Voluntad Popular. El “interinato” fue respaldado por los gobiernos de casi 60 países.
A pesar de que el “G-4” –Primero Justicia, Voluntad Popular, Acción Democrática y Un Nuevo Tiempo, los partidos más votados en las legislativas de 2015– respaldó formalmente esa iniciativa, sus divisiones internas se fueron haciendo cada vez más patentes. Mientras ciertos sectores apoyaban las protestas populares y las iniciativas del gobierno interino, otros preferían participar en todo proceso electoral sin importar las condiciones en que tenga lugar, así como también en todos los diálogos en los que Maduro ha aceptado involucrarse –Miraflores, República Dominicana, Oslo, Barbados, México, Colombia–, incluso si éste nunca ha aceptado ceder en nada relevante.
Tras las embarazosas situaciones que tuvieron lugar en Cúcuta (22 de febrero de 2019) y Caracas (30 de abril de 2019), los escándalos derivados del manejo de activos del Estado venezolano por parte del interinato, las consecuencias de la persecución política y la estruendosa abstención popular en las elecciones regionales de 2021, el desgaste y el descrédito de buena parte del liderazgo que durante dos décadas ha conducido la oposición al chavismo son más que notables. Así lo confirman todos los sondeos de opinión. No obstante, la voluntad unitaria persiste, ahora bajo la nueva denominación de Plataforma Unitaria.
Balance y perspectivas: ¿qué es lo que no funciona en la “Unidad”?
Con las páginas anteriores no sólo hemos querido mostrar hasta qué punto la idea de “Unidad” está sembrada en el ADN político venezolano cuando el objetivo es enfrentar a un régimen de fuerza, sino también las diversas formas en las que ha sido interpretada dicha “Unidad”, así como también las dificultades que ésta viene enfrentando. Durante dos décadas, la oposición política al chavismo le ha planteado al país una sucesión de mecanismos unitarios que, a pesar de sus resultados parciales, no han logrado consumar un cambio político. La Coordinadora Democrática, la Mesa de la Unidad Democrática, el Frente Amplio Venezuela Libre y la Plataforma Unitaria son diversas denominaciones para un mecanismo recurrente y un propósito general más o menos común, si bien no siempre existe unidad de criterios a la hora de avanzar hacia el mismo.
Ahora bien, ¿a qué se debe esta falta de resultados? Enunciaremos aquí algunas consideraciones al respecto, que en absoluto pretenden ser sistemáticas o exhaustivas.
1) División estructural entre dos líneas estratégicas ante el fluctuante grado de autoritarismo del régimen: tal como suele suceder al enfrentar regímenes dictatoriales, la oposición política en Venezuela se ha dividido entre los sectores que privilegian un entendimiento parcial con el régimen autoritario, en el entendido de que sólo mediante dicha cooperación es factible un cambio democratizador, y los que consideran que primero es necesario constituir una fuerza política capaz de propiciar un cambio general, asumiendo que el entendimiento con la autocracia sin la construcción de esa fuerza previa no la debilita sino que más bien la estabiliza.
Esta división de opiniones quedó temporalmente sellada durante el lapso 2006-2012, cuando el naufragio de otros medios de lucha, la bonanza económica de esos años, la victoria opositora en el referéndum de 2007 y las facilidades otorgadas por el chavismo a la oposición (menor persecución política; posibilidad de reelección indefinida desde 2019, no sólo para el presidente, sino también para gobernadores y alcaldes, etc.) fortalecieron la percepción de que el cambio podía ser gradual y electoral. Durante esa época, la población tenía opciones para desarrollar una vida relativamente normal mientras los partidos de oposición construían un piso político para el cambio.
Pero con Nicolás Maduro en el poder las cosas cambiaron drásticamente. Su desconocimiento sistemático de las victorias electorales de la oposición vino acompañado por una debacle económica reflejada en la contracción del 80% del PIB en 8 años, así como también en uno de los ciclos hiperinflacionarios más drásticos y prolongados que registra la historia económica moderna. Todo ello desencadenó una crisis humanitaria que propició el éxodo de más de 6 millones de venezolanos, para alcanzar un total superior a los 7 millones que hoy viven fuera del país. En semejantes condiciones, la necesidad de un cambio se ha incrementado y el debate acerca de las vías de lucha más oportunas en el seno de la oposición política necesariamente se ha reabierto.
En virtud de lo anterior, cabe señalar dos cosas en particular. En primer lugar, las consideraciones con respecto a la “Unidad” no pueden pretender ignorar las condiciones de vida que el régimen autocrático les impone a los venezolanos, ya que de ello dependerá el sentido de urgencia que deba asumir la acción política. 24 años de dominación chavista no sólo han devastado por completo al país y comprometido severamente el futuro de varias generaciones de venezolanos, sino que la posibilidad de ver sumido al país en un colapso crónico es cada vez más factible. En segundo lugar, el modo en que se asuma la vía electoral debe considerar los niveles de autoritarismo que está dispuesto a desplegar el régimen autocrático, ya que mientras un autoritarismo electoral es capaz de asumir algunas derrotas, un autoritarismo hegemónico no reconocerá ninguna victoria electoral que amenace su hegemonía.
2) Intimidación, extorsión y cooptación selectivas por parte del chavismo: mientras la Nicaragua de Daniel Ortega acapara todas las críticas hemisféricas por su evidente y burdo despotismo, a la Venezuela de Maduro parece otorgársele siempre un cierto beneficio de la duda en el plano internacional, terreno en el que no escasean los sectores que parecen más enfocados en pedir el levantamiento de las sancione foráneas (coincidiendo así con el reclamo del régimen autoritario en Venezuela) que en exigir la democratización del sistema político venezolano.
Nada de esto es casual. El chavismo supera al sandinismo actual en su capacidad para ejercer un control realmente hegemónico. Dicho control no se ejerce sólo mediante el primitivo empleo de la violencia aplicada por cuerpos represivos estatales y paraestatales, sino que desde años viene desplegando ingentes esfuerzos de división y cooptación de sectores enteros de la oposición política, buena parte de los cuales se ha convertido en una antena repetidora del discurso oficial del régimen autoritario. Mientras que para frenar las protestas callejeras el chavismo se ha visto obligado a emplear la represión masiva, para combatir a los partidos de oposición ha solido valerse, no sólo de amenazas selectivas que pueden llegar al extremo de emplear cualquier tipo de violencia, sino también de formas más sutiles de acción, tales como el chantaje, la extorsión y la cooptación.
Durante años, importantes sectores del “país político” negaban vehementemente que múltiples figuras políticas, militantes en las filas opositoras, hubieran sido cooptadas por el régimen chavista. Pero al destaparse públicamente la cuestión de los llamados “alacranes” estas dudas han quedado más que despejadas. A ello cabe sumar las enormes dificultades impuestas para el libre financiamiento y la acción de las organizaciones de oposición. El papel de la llamada “boliburguesía”, así como de connotados testaferros del régimen imperante, se ha ido haciendo cada vez más evidente en este sentido, poniendo en duda así el verdadero interés que se esconde tras la acción de múltiples organizaciones políticas “opositoras”.
A fin de cuentas, en una sociedad tan atemorizada y depauperada como la venezolana la resistencia indefinida se hace extremadamente costosa. Todo ello repercute en la estabilidad, transparencia y propósito de los mecanismos unitarios, donde a veces no están todos los que son y muchos de los que están no son.
La “Unidad” corre el riesgo de convertirse así, en el peor de los casos, en un mecanismo de camuflaje de acciones que, en realidad, son impulsadas desde la propia autocracia.
3) La “vida secreta” de los partidos políticos: quienes de forma acrítica pregonan la “Unidad” como fórmula necesaria, infalible y suficiente para la lucha contra el autoritarismo suelen –voluntaria o involuntariamente– desviar el foco de la atención de un factor crucial: ¿quiénes son y qué hacen los que se unen? Más allá de la retórica acerca de la unión de los venezolanos ante la dictadura, la “Unidad” propugnada es, en concreto, un mecanismo generador de candidaturas unitarias a cargos de elección popular, postuladas por determinados partidos políticos con el propósito de capturar todo el rechazo popular al chavismo. No obstante, uno de los temas que menos se analiza es el del funcionamiento de los partidos políticos que participan dentro de dicho mecanismo.
Por definición, un partido político representa a una parte de la población. La democracia representativa moderna funciona con base en partidos políticos porque reconoce la pluralidad intrínseca de toda sociedad. Los partidos captan esa pluralidad mediante sus ofertas diferenciadas, en donde las diferencias –se supone– estriban en razones de carácter doctrinal: quienes abogan por un mismo tipo de ideas se reúnen para apoyar al partido que las propugna, y habrá tantos partidos como conjuntos organizados de ideas sea necesario defender.
Esto no es así en la Venezuela de hoy. La gran cantidad de partidos y personalidades que se oponen al chavismo no suelen integrar organizaciones políticas distintas en atención a sus diferencias doctrinales o programáticas. De hecho, la inmensa mayoría de ellos apuestan por un ideario sustancialmente similar, de raigambre socialista o socialdemócrata. ¿Por qué no integran entonces una única gran organización política socialdemócrata, tal como lo fue Acción Democrática en el siglo XX? En primer lugar, porque desde que se inició la descentralización en los años 90 proliferaron los líderes que vieron en la elección directa de gobernadores y alcaldes la oportunidad para montar tienda aparte, y segundo, porque desde hace muchos años los partidos tradicionales no fueron capaces de ir facilitando adecuadamente el relevo generacional de sus principales liderazgos.
En otras palabras, buena parte de la dispersión que impera entre las fuerzas políticas de oposición no obedece a la confrontación entre valores o ideas distintas con respecto a lo de que debe ser el país –asunto que debería ser absolutamente central en el debate público–, sino simplemente a un choque de aspiraciones particulares incapaces de manejarse bajo una misma disciplina de partido. En consecuencia, la “Unidad” se dedica en la práctica a resolver diferencias personales y no doctrinales que, en buena lid, deberían ser gestionadas dentro de una misma tolda política. Por otro lado, siguen presentes las problemáticas derivadas de la corrupción, el clientelismo y el persistente hábito de capturar renta pública. Y si ya de por sí existe una tendencia inherente en los partidos políticos a operar como grupos de interés –en vez de actuar sistemáticamente en representación de los intereses de amplios sectores de la población–, en las condiciones que privan dentro del sistema de partidos en la Venezuela de hoy estas tendencias se incrementan mucho más.
A ello cabe sumar la enorme reticencia que muestran muchos de nuestros políticos a la hora de entender que la economía política nacional ya no puede, materialmente, seguir funcionando como lo hizo durante la segunda mitad del siglo XX. Los modos característicos de una economía rentista y de un “sistema populista de conciliación de las élites”, que mucho influyeron en el declive de la democracia venezolana, ya no son viables en un país cada vez más parecido a los centroamericanos, donde la devastación post-conflicto, la violencia endémica, la debilidad de las capacidades estatales, la economía puramente extractiva, el reducido PIB y el gran peso proporcional de los ingresos aportados por una enorme diáspora a menudo son rasgos característicos y decisivos.
En resumen, parece poco probable que la “Unidad” pueda gozar de una naturaleza sustancialmente distinta a la de los sectores que la integran. Y sin embargo, el estudio serio y metódico de dicha naturaleza es uno de los problemas sobre los que más escasean los análisis críticos en Venezuela, posiblemente porque los mecanismos de “conciliación de las élites” –políticas, económicas, académicas, etc.– siguen operando tras bastidores.
4) El desdibujamiento de la vía electoral y la desnaturalización del propósito de la “Unidad”: en democracia, cuando la población se siente defraudada por sus representantes políticos, se mantiene abierta la opción de cambiarlos en el siguiente proceso electoral. Sin embargo, desde que Nicolás Maduro llegó al poder, esa opción ha sido conculcada: su gobierno no reconoce las derrotas electorales que lo conducirían hacia una legítima y pacífica salida del poder. Esta situación ha perjudicado también, de retruque, la legitimidad de las propias fuerzas políticas de oposición, en tanto las obliga a confrontarse con una serie de dilemas que están concatenados:
Si el desconocimiento de las victorias opositoras por parte del chavismo impide que éstas posibiliten el cambio político, ¿cuál es el sentido de seguir votando bajo las mismas condiciones electorales, sin elevarle de algún modo a la dictadura el costo político de actuar fraudulentamente?
Si ante cada victoria conculcada, el mensaje del liderazgo opositor es el de evitar el conflicto y concentrarse en la siguiente elección, generando así los incentivos para que una nueva victoria también sea desconocida, ¿qué función cumple ese liderazgo opositor a ojos de la gente?
Si el mensaje de la oposición coincide con el del chavismo, y si los candidatos de oposición que logran ser electos alcaldes o gobernadores sólo reciben recursos del erario público en la medida en que acatan las directrices del régimen autocrático, ¿cuál es la diferencia sustancial, para el votante que espera una gestión de gobierno, que existe entre votar por la oposición y votar por el chavismo?
Si en semejantes circunstancias la “Unidad” opera, no tanto como una comunidad de propósitos trascendentes sino más bien como un cartel, acaparando toda la oferta disponible para convertirse en la única opción disponible ante el chavismo pero sin esforzarse en responderle a la gente, e impidiendo que el mecanismo del voto le sirva al ciudadano para expresar su descontento y para elegir una opción en particular, ¿realmente está esa “Unidad” al servicio de los venezolanos? ¿No se convierte así la “Unidad” en un mecanismo de autopreservación de los partidos políticos ante el rechazo popular que contribuye a impedir la expresión ciudadana y a la desilusión por la política?
A modo de conclusiones: ¿qué hacer?
El Pacto de Puntofijo, piedra fundacional sobre la que se edificó el principal período democrático de nuestra historia, fue acordado después de que tuvo lugar la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, entre un número reducido de líderes altamente representativos, cada uno de los cuales se encontraba a la cabeza de organizaciones políticas con idearios claros que gozaban de una importante legitimidad. Suscribieron acuerdos mínimos con respecto a las reglas de la convivencia política, así como también de cara a las tareas de gobierno, en un país que por aquel entonces disponía de una boyante industria petrolera que permitía impulsar un notable gasto público.
No es necesario explicar en detalle que de los elementos destacados en el párrafo anterior, la mayoría –por no decir todos– se encuentra ausente en la Venezuela de hoy. ¿Quiere esto decir que la “Unidad” actual es una vía incorrecta para afrontar la lucha por la democratización del país? Quiere decir, más bien, que es mucho lo que hay que hacer para que nuestras organizaciones políticas actuales recuperen las condiciones necesarias para desplegar un eficaz mecanismo unitario, honrando así nuestra tradición política de pactos y acuerdos ante las amenazas autoritarias. Ese enorme quehacer pendiente no es una responsabilidad que recaiga úni- camente en manos de los políticos profesionales; es también una responsabilidad de la ciudadanía en general.
Por una parte, si nuestro liderazgo político quiere recuperar la confianza de la gente, y si se quiere que la “Unidad” adquiera su máxima eficacia para confrontar al régimen autocrático, sería altamente recomendable que, en primera instancia, los debates públicos mantenidos por los partidos y líderes políticos giren en torno a principios doctrinales, propuestas programáticas y temas de interés general, en vez de privilegiar las rencillas más o menos encubiertas que se fundan en antagonismos personales. Asimismo, sería sumamente sano que las organizaciones que no tienen mayores discrepancias ideológicas pudieran unirse bajo un mismo partido, evitando divisiones que para el ciudadano resultan inútiles desde todo punto de vista.
De igual modo, la depuración interna y el oportuno relevo generacional ayudarían a aumentar la credibilidad de dichos partidos ante el electorado. El mecanismo unitario no debería servir como excusa para postergar la necesaria rendición de cuentas ante la ciudadanía, ni para bloquear todo intento de renovación del liderazgo partidista. El hecho de que la dictadura desvirtúe los procesos electorales que controla el Estado no debería impedir que las fuerzas de oposición celebren sus propios procesos electorales internos para garantizar la renovación y legitimidad de sus líderes ante los ciudadanos venezolanos. En la coyuntura actual, unas primarias unitarias celebradas sin el control del Consejo Nacional Electoral que tutela el chavismo serían un paso muy positivo en tal dirección.
Está claro que la división estructural de la oposición –entre los sectores que tienden a privilegiar algún tipo de acción cooperativa con el régimen imperante y los que tienden a rechazar tal cooperación– complica su acción mancomunada. No obstante, es importante no perder de vista que dicha división obedece a una natural pluralidad de perspectivas, cada una de las cuales refleja un aspecto de la realidad. Y a pesar de que cada sector de la oposición venezolana acusa al otro de falta de resultados, lo cierto es que ninguna vía de acción intentada hasta ahora ha alcanzado plenamente el objetivo final, si bien cada una de ellas pueda hacer gala de haber obtenido ciertos resultados parciales.
En realidad, siempre ha terminado existiendo algún nivel básico de cooperación entre los distintos sectores de la oposición, en parte porque existe –o eso queremos creer– un gran objetivogeneral en común, y en parte porque esa difícil cooperación no necesariamente se ha dado como consecuencia de la convicción, sino de la necesidad: la realidad ha tendido a demostrar una y otra vez que la lucha contra un régimen autocrático como el que hoy impera en Venezuela no parece tan factible, ni cuando se desarrolla bajo las directrices de los apóstoles del voto acrítico, obediente y silencioso que no atiende a las condiciones en las que se desarrolla, ni desde los postulados de quienes consideran que toda iniciativa de carácter electoral es absolutamente inútil, apostando por vías de acción que tampoco han sido capaces de construir en la práctica. Al menos desde nuestro punto de vista, la realidad parece aconsejar una difícil combinación de medios de lucha, mediante la construcción política de una fuerza que sólo será factible si las organizaciones políticas son capaces de articular el anhelo de cambio urgente y profundo que aqueja a la enorme mayoría de los venezolanos.
En cuanto al ciudadano que no milita en organizaciones políticas, éste tiene la responsabilidad de participar activamente en diversos planos de la acción política, cada quien en la medida de sus posibilidades, exigiendo el respeto a sus derechos humanos y constitucionales, procurando obtener la información más fidedigna posible acerca de los asuntos públicos, incorporándose al debate nacional y velando para que la acción de los representantes políticos se apegue tanto como sea posible a sus exigencias ciudadanas. En el contexto de la Venezuela actual, ello implica vigilar al máximo la pulcritud del mecanismo unitario, ya que si bien se trata de un recurso político cuya existencia se justifica por principio ante un sistema autocrático, también se presta, lamentablemente, para perpetuar en el ejercicio a políticos poco representativos, así como para defender intereses sectoriales de diversos sectores de las élites políticas y económicas.
Artículo publicado en la revista Democratización de la red Forma
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