Las amnistías han de servir para que al amnistiado se arrepienta, pida disculpas, haga propósito de enmienda, renuncie a los objetivos que le llevaron a saltarse la legalidad y, obviamente, deje de ser una amenaza para el resto.

Más allá de la legalidad de la ley presentada por Sánchez a punta de pistola, antes de que acabara el ultimátum que le dieron para hacerle presidente, lo indecente de su decisión es que invierte el sentido político de la medida, transforma un acto de generosidad en otro de rendición y allana el camino para que el beneficiario persista en su desafío, esta vez con menos obstáculos.

La ley sanchista, que es una capitulación jurídicamente chapucera y políticamente indecente, atiende a lo contrario: el firmante renuncia a la ley y refuerza a quienes la desafiaban para que, a cambio, le preste su votos para conservar el poder, de nuevo alcanzado por métodos torticeros.

Porque Sánchez llegó a la Moncloa con una moción de censura nefanda, lo conservó con un acuerdo con aquellos que, cinco minutos antes de votar, consideraba incompatibles con los estándares democráticos y ahora aspira a mantenerlo de por vida por el curioso método de hacerse cómplice imprescindible de la conspiración separatista contra España.

Que en el viaje derribe al Estado de derecho, devalúe la Constitución, reforme el Código Penal al dictado de los delincuentes, consagre el principio de insolidaridad fiscal y económica en favor de la comunidad rica y provoque la mayor confrontación social desde 1936 le parece poco al inmoral felón si con ello alcanza su meta, al precio que sea y con las terribles consecuencias que vengan.

Sánchez siempre ha logrado el poder por métodos legales, pero comenzó con una tara de origen que, lejos de compensar con un ejercicio extra de probidad, ha aumentado con un despliegue pavoroso de indecencia y una ausencia insólita de los principios y valores presentes hasta en un humilde cefalópodo.

En la cadena trófica que es la política, el renovado presidente in pectore es una mezcla de hiena y buitre que aguarda su momento para lanzarse sobre la carroña, sin otro objetivo más allá del estrictamente alimentario.

Su sistemática supervivencia es, sin embargo, la típica del virus y de los blatodeos, capaces de adaptarse a cualquier ecosistema y de pervertir los códigos de conducta humanos si con ello obtienen una bola extra de vida.

Y a pesar de las múltiples ocasiones en que ha demostrado su naturaleza, el sistema no ha encontrado el tratamiento oportuno para combatirlo, quizá porque a la gente civilizada, y a los sistemas democráticos, les cuesta acostumbrarse a especies como ésta.

Pero algún día habrá que aprender, y quizá haya llegado el momento: a Sánchez se le perdonó su tesis plagiada, su suicida gestión de la pandemia, su intromisión caciquil en cada rincón del Estado, su ruinoso populismo económico, su extravagante elección del verano para acudir a las urnas o su sospechosa decisión de colocar a dos peones en Correos e Indra, entidades clave en el recuento electoral.

La custodia de la democracia, como un bien común, exige siempre la asunción de unos límites infranqueables, por elevada que sea la tentación de rebasarlos para obtener un beneficio. Y Sánchez se ha lucrado con la educación ajena, convirtiendo la mesura de sus rivales en un trampolín para su ausencia de fronteras morales.

Llegados a este punto, sus rivales habrán aprendido la dura lección y procederán en consecuencia: nunca es tarde, hay que desechar el pesimismo y proceder, desde la política y la sociedad civil, con vigor y contundencia democrática.

Porque o se mueve por tierra, mar y aire, incorporando a la pelea a una ciudadanía que o se sigue manifestando masivamente o se acabará el partido, o al final quienes acabarán en una celda, un juzgado o un frenopático serán los buenos. Sánchez no hace rehenes, y sus rivales han sido hasta ahora hermanitas de la caridad ingenuas ante semejante monstruo. Ni un paso atrás y, a ser posible, dos más para adelante.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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