Si bien el bárbaro ataque de Hamás a Israel ha vuelto a colocar Oriente Medio en primer plano geopolítico, la Unión Europea ya era consciente de la crucial importancia de Turquía como cabeza de puente en la región. Pero la política europea de vinculación con Turquía lleva tiempo pendiendo de un hilo.
La vecindad de Europa parece entrar inexorablemente en tiempos de caos. Proliferan los actores dispuestos a correr grandes riesgos con escasa atención a las posibles consecuencias. Ante la creciente obsolescencia de los actuales marcos de relación, serán esenciales la mediación creativa y la diplomacia imaginativa.
Pero no está claro que Europa esté a la altura de la tarea. La lista de desafíos geopolíticos que tendríamos que abordar es tan larga como carente de vigencia. La relativa pasividad de la UE en un contexto de golpes de Estado en África, volatilidad en el Mediterráneo o estallidos de violencia entre Kosovo y Serbia en los Balcanes (por mencionar algunos ejemplos) está debilitando la credibilidad de la Unión como actor geopolítico relevante. Incluso frente a la guerra que tiene lugar en su propia puerta (Ucrania), a la UE le falta a menudo iniciativa.
En cambio, Turquía ha demostrado ser un actor decisivo en una multitud de temas que son -deberían ser- competencia de la UE. Por ejemplo, su intermediación fue esencial para lograr el acuerdo de granos del Mar Negro que hizo posible la exportación de 32 millones de toneladas métricas de productos agrícolas ucranianos, hasta que Rusia lo derrumbó.
Turquía también ha tenido un papel importante en los acontecimientos recientes de Nagorno Karabaj. Aunque el presidente Recep Tayyip Erdoğan niega cualquier participación directa en la operación militar que en 24 horas devolvió el control azerí sobre el enclave étnico armenio, Turquía no ha dudado en proveer a Azerbaiyán apoyo significante, incluida la provisión de equipamiento y entrenamiento militares. Y es evidente que la determinación de Erdoğan dio sus frutos: el mes pasado, los azeríes y los armenios de Nagorno Karabaj mantuvieron sus primeras conversaciones de paz directas. No se puede decir lo mismo de los intentos de mediación de Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, hace unos meses.
Erdoğan ha aprovechado la ubicación estratégica de Turquía y sus capacidades militares para profundizar la relación en temas de defensa con los países del Consejo de Cooperación del Golfo (Bahréin, Kuwait, Omán, Qatar, los Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudita). Estos acuerdos son señal de una ampliación de la influencia financiera y liderazgo de Ankara, aunque también pueden limitar su margen de maniobra en teatros de conflicto armado activo. Sin lugar a dudas, Turquía está muy atenta a la guerra entre Hamás e Israel; buscará oportunidades de influir.
No conviene exagerar la fortaleza de Turquía. El país se encuentra en una posición muy delicada con Rusia -Erdoğan no consiguió disuadir al Kremlin de cancelar el acuerdo de grano-. Y con sus aliados de la OTAN, hay evidentes signos de tensión. Pero la decisión de Erdoğan de no tomar partido entre Rusia y Occidente ha generado innegables beneficios de estatura internacional y económica para Turquía.
La Comisión Europea parece reconocer la importancia estratégica de Turquía, y ha habido algunos avances en la relación bilateral. Después de los terremotos devastadores en ese país hace unos meses, Europa proporcionó a Turquía 400 millones de euros (423 millones de dólares) en ayuda. Por otra parte, la relación grecoturca ha comenzado a mostrar indicios de mejoría. Finalmente, el año pasado, la UE lanzó una plataforma de inversiones en Turquía.
Pero persisten numerosos puntos de fricción, sobre todo en el ámbito del respeto al Estado de Derecho en Turquía. Cuando Erdoğan intentó forzar a la UE a acelerar la paralizada solicitud de entrada de Turquía, usando como rehén la de Suecia en la OTAN, el Parlamento Europeo publicó un informe muy crítico del historial turco en materia de Estado de Derecho. El presidente turco respondió con amenazas de “romper” con la UE. Es probable que el informe anual de avances en las conversaciones de adhesión, que la Comisión Europea debe publicar antes de fin de año, provoque una reacción parecida.
El problema es que la relación bilateral sigue basada en la posible entrada de Turquía en la UE, sin alternativas a la vista. Dejando a un lado la tensa colaboración en la gestión de refugiados, hay poco que fomente una cooperación más profunda. -Por ello, dada la importancia estratégica de Turquía, es esencial que la UE adopte una postura más activa.
Afortunadamente, Europa tiene a su disposición buenas herramientas diplomáticas. La más evidente sería la modernización de la unión aduanera con Turquía y la eliminación de barreras comerciales; una medida que podría ayudar a que Turquía se una a la UE en las sanciones contra Rusia. La unión aduanera siempre se concibió como un primer paso hacia la adhesión a la UE. Hoy, esa adhesión está estancada, por lo que dicha unión no es para Ankara sino una obligación de respetar acuerdos comerciales de la UE en cuyo diseño no participa.
Para estimular el comercio, la UE también podría considerar la liberalización del régimen de visados para empresarios e inversores. Esto sería un avance hacia la eventual liberalización de visados para todos los ciudadanos turcos, siempre y cuando Turquía cumpliera con las condiciones pertinentes.
Por su parte, Ankara debe reconocer que sus intereses económicos están más alineados con la UE que con Rusia o el Golfo. Además, su capacidad para ejercer influencia global está supeditada a una vinculación sólida con sus aliados Occidentales. La eficacia diplomática de una Turquía marginada dentro de la OTAN sería muy inferior.
Hace unos meses, el ministro turco de Asuntos Exteriores, Hakán Fidán, denunció la «ceguera estratégica» de la UE; declaró que no puede ser un «actor global» serio sin Turquía. Aunque tales comentarios hacen poco para mejorar la relación bilateral, hay en ellos mucho de verdad. Lo que queda por ver es si la UE es capaz de equilibrar sus ambiciones geopolíticas con sus valores e intereses fundamentales.
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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