OPINIÓN

La Tumba, memoria de la soledad

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

Todo libro, al igual que las obras de arte, pierde unidad y se multiplica tanto como distintos sean sus lectores. Sin escribirlos, al aproximarse al texto o al escrutar a su artífice, crean estos el suyo propio. Pueden llenar los anaqueles infinitos de una biblioteca, como la de Babilonia. Podría decirse, entonces, que en cada escritor hay un pequeño dios. Su creación, al objetivarse, suscita conocimientos y admiraciones varias, exponenciales, como en una réplica terrenal de los espacios siderales.

Al acercarme al libro reciente de Antonio Ledezma, de título fúnebre, La Tumba, en el que disecciona el secuestro de Venezuela y la maldad radical que se posa sobre ella, trato de sacar lo bueno. ¡Y es que al digerir los párrafos en los que se habla de dolor y de soledad, de poco sirve y se nos volvería tragedia por falta de solución si no le dejamos alguna rendija a la esperanza!

“Un preso tiene que prepararse para vivir con la soledad”, dice Antonio. Seguidamente, nos traslada la rutina del pueblo sufriente de Caracas en las calles aledañas a ese Helicoide que le ofrece hospedaje provisional como preso de la dictadura. Es “la rutina del dolor que se inicia preparando el alma para pasar el primer aguijonazo una vez que se recibe la trágica noticia”, cuenta, para recrear la circunstancia del deudo que no encuentra ataúd para enterrar a su ser querido, acaso asesinado por la violencia social que anega.

Si nos detenemos en el oprobioso contexto que le da origen al libro, primero la cárcel injusta que sufre durante su estadía en Ramo Verde Antonio y al término la casa por cárcel, de la que se fuga –pues “la casa por cárcel es enmarañar un lugar sacrosanto”, sumar a la familia a la prisión arbitraria, lo explica este– puede que caigamos en lo que previene Hannah Arendt luego de conocer la banalidad del mal durante la Alemania nazi: “La política moderna –señala– gira en torno a una cuestión que, hablando estrictamente, nunca debería entrar en la política, la cuestión del todo o del nada: del todo que es una sociedad humana dotada de posibilidades infinitas, o de la nada exactamente, o sea el fin de la humanidad”; o, mirando a Venezuela, diría yo, el fin del sentido de lo humano y la pulverización de la nación como ha sucedido, sin la cual se vuelve falaz e imaginaria la experiencia de lo social y de lo político.

Encontrar al autor, por ende, es la otra cara de la moneda de una buena lectura, que ilumine caminos en el presente y para forja de utopías realizables. Acompañar a Ledezma durante su cárcel y en su soledad descrita, como único ángulo, es lo peor. Encerraríamos su cuerpo sin aproximarnos a su alma. “La sombra de un árbol en una cárcel no es placentera, es como un escondite que te saca sin liberarte del recinto donde te cubren las sospechas que te aturden”, desgrana este.

En él quien sí sabe, y más que nosotros, de adversidad y sobre cómo enfrentarla cuando llega nutrida de enconos, de miserias por quienes predican anatemas e imponen penas vicariantes, como el mundo medieval. Descubro en Antonio al hombre que cultiva lo trascendente. No abandona la trinchera de lo humano –es una suerte de Agustín de Hipona – y poseedor de una acendrada visión antropológica, obra de sus duras vivencias. “Más allá de esa cerca que limita tu libertad, hay una tierra prometida a la que llegarás más rápido si abres tu mente y tu corazón para captar los mensajes de Dios”, escribe.

En este punto, pues, como explicación del saldo venezolano –pasamos a ser la diáspora más grande del planeta– no huelga traer a escena la otra perspectiva; la que nos cosificó e hizo de nosotros piezas de descarte, amnésicas, sosteniéndose nuestra frágil memoria sobre los tricolores que abrazamos. Lo refiere Antonio en ese maravilloso canto de su libro: “Venezuela se va también en los morrales de los desterrados… y con la luz del sol cada harapo tiene los colores de nuestra bandera y cuando llega la noche arriamos los pendones para arroparnos con su calor”.

He aquí la contraimagen. “Aquel quien aduce que la mujer se va a poner brava conmigo o los hijos se me van a alejar, el que tenga esos temores no puede ser un revolucionario. No sirve para ser nada”, espeta el padre de la destrucción de Venezuela, Hugo Chávez, en 2004. No por azar confiesa, antes de perder la vida en La Habana rezándole a Nietzsche, que “yo a veces entro en conflicto tremendo con Dios”.

En fin, en su tránsito desde la noche hacia el amanecer, aceptando que la Providencia y en sus inescrutables designios también obsequia a sus hijos nubarrones, para que mejor apreciemos la luz del sol cuando alcanza su plenitud, celebro que Antonio, autor de La Tumba, con su“memoria de la soledad” haya descubierto que la adversidad cede ante las raíces, cuando volteamos la mirada hacia el Génesis. Mientras avanzaba en su odisea Ulises mantuvo el recuerdo de Ítaca y de su Penélope, y de su hijo, encontrando en ellos las fuerzas para lograr el regreso.

“Mitzy no es la típica mujer que está detrás del esposo, ni la que se distrae con el ramo de flores que la distingue” … “Ha sido la compañera siempre a mi lado, como yo junto a ella tanto en los momentos difíciles como en los placenteros: como cuando, por ejemplo, nacieron nuestras hijas”.

Con ganadas razones, sabiendo que al igual que los caminantes del Darién transitamos por veredas desconocidas, sin saber hacia dónde nos llevan, Antonio Ledezma hace visible, lo expresa con sinceridad, que tenemos una sola opción: ¡Avanzar, avanzar! “La esperanza inventa derroteros”.

asdrubalaguiar@gmail.com