OPINIÓN

La trinchera política contra el desarrollo rural-agroalimentario

por Isabel Pereira Pizani Isabel Pereira Pizani

Después de sumergirme en los vericuetos de la crisis alimentaria, causa del empobrecimiento y sufrimiento de la gente que habita en esa región llamada mundo rural, concluyo que en Venezuela nunca ha privado el interés por lograr que en ese gran pedazo de nuestro territorio puedan generarse y existir condiciones que den ganas de vivir allí, de hacernos parte del mundo rural.

Vemos en sucesión y alternancia el efecto de las políticas públicas dictadas desde el poder por los regímenes de turno durante más de 70 años.

Una primera versión corresponde al arribo a nuestras costas de la riqueza petrolera, controlada por regímenes que, por su carácter de grandes propietarios de esta industria, centraban un interés obvio y vital en conservar el poder. De allí que el realismo político asentaba y practicaba la norma de que votante satisfecho y bien alimentado era seguridad de renovación electoral. Por eso en Venezuela se tomó el camino de satisfacer la demanda urbana de alimentos a través de importaciones masivas de esos productos, los cuales llenaban los estantes de las principales cadenas comerciales y de nuestras bodeguitas de pueblos. Podíamos comer manzanas, jamón Spam y cualquiera delicia que se nos antojara. El petróleo y la intención de los gobiernos de permanecer en el poder pagaban esas aspiraciones hasta en los sectores de menores ingresos. En muchas oportunidades vi en bodeguitas campesinas llegar personas con un sombrero lleno de huevos frescos para cambiar por una lata de jamonada importada.

Venezuela se convirtió en un importador eficiente de alimentos para cumplir con los requisitos de la seguridad alimentaria -el petróleo pagaba-, mientras en el mundo rural se desarrollaban políticas para mantener la pobreza tranquila. Una Reforma Agraria que entregó tierras a unos campesinos negándoles la posibilidad de ser propietarios de estas. La conclusión lógica, la gente no invierte en propiedad ajena y la tierra que entregaba la Reforma Agraria era del Estado. “Ahí queda eso”.

Esta realidad se acompañaba con la desidia oficial para alentar la educación rural, la formación del espíritu empresarial de los agropoductores, el aprendizaje permanente de nuevas tecnologías, la inexistencia de oportunidades de adquirir capacidades de la gente y sobre todo  la posibilidad de las nuevas generaciones de innovar, producir más y crecer económicamente. Los ejemplos de los lugares del mundo que se convertían en potencias agroexportadoras no eran conocidos ni difundidos. El caso de Nueva Zelanda u Holanda, sociedades sin tierras, pero con el afán de aprender y capacitar a su gente para producir y ser rentables no era considerado y ni siquiera estudiado entre nosotros.

Importar alimentos y todo lo conexo era la respuesta a los desafíos de la demanda agroalimentaria, por supuesto que no era una solución económica, buscando productividad y rentabilidad, era sobre todo un camino fácil y seguro para abastecer los centros urbanos, los grandes electores con el menor esfuerzo e ingeniosidad posible: reparto de tierras sin titulación y política comercial basada en el valor de bolívar para importar fueron las grandes soluciones. Para el campo migajas, créditos chucutos, condonación de deudas y nada más y a la vez importar todo lo que se pedía. Se entregaban tierras a los sectores más pobres sin vislumbrar la posibilidad de convertirlas en empresas rentables. Se financiaba a pequeños productores cuyo pago era condonado, porque que al final no representaba nada en el gasto público. Los créditos a los agricultores eran fútiles-maníes frente al maná petrolero. Y así todos tranquilos.

Pero como jauja no es eterno y las vacas flacas siempre vienen detrás de las gordas, llegó la tormenta, arribaron a nuestras costas épocas de caídas del precio del petróleo, no había suficientes recursos para abastecernos con importaciones. La solución era devolver la mirada a los olvidados sectores que producían alimentos e imponerles políticas de precios que regulaba a trancas y barrancas la adquisición de los bienes agrícolas/pecuarios. Comenzaron las rudas medidas de castigo a los comerciantes y el aplastamiento de los productores que enfrentaban dificultades insalvables para continuar produciendo con estructura de precios por debajo de los costos, precios diseñados por oficinas de políticos que habían encontrado nuevos culpables a las dificultades de abastecimiento de la población. El comerciante era un especulador y el agricultor un explotador. Fuenteovejuna, todos contra ellos, se cerraban comercios y se apresaban comerciantes considerados culpables. Todo porque el régimen de turno no podía sostener sus políticas importadoras y con ellos los grandes centros urbanos resentían la carestía y dejarían inmediatamente de apoyar al régimen en el poder. Un camino de las políticas gubernamentales impregnado ferozmente por la ideología, el enemigo eran los comerciantes, los productores y los propietarios de tierra que debían ser despojados por una justicia aniquiladora socialista que acabaría con el supuesto “robo” de la tierra a los campesinos y exterminaría la Constitución de empresas rentables en el campo, todos considerados grandes explotadores del tradicional “veguero” exaltado y admirado por Hugo Chávez. Una suerte de persona pobre, analfabeta tecnológica, sin ningún respaldo educacional sujeto a los vaivenes de la naturaleza: sembrar en sequía y pescar en crecidas.

Por supuesto estas trincheras contra el desarrollo rural compuestas por políticas anticrecimiento de la agricultura, robo de la propiedad de la tierra y desconocimiento de la potencia creativa empresarial de los individuos, tiene un colofón final, la aparición de hambrunas extendidas, la desnutrición infantil, el empobrecimiento de la gente, la caída de la producción de alimentos, el éxodo de la población rural a los suburbios marginales de las ciudades y la diáspora de grandes sectores de pequeños agricultores y técnicos del agro que se vieron con las manos vacías y que soñaron en algún momento que podrían recomenzar en otros mundos.

La lección de este pedazo de historia, quizás mal contado, es repensar ese tema tan importante del desarrollo rural de una forma integral y honesta. Se trata de una parte de la economía (en 16 estados del país la única actividad económica es la agroalimentaria). No se trata de imponer populismo repartiendo bolsas CLAP en los centros urbanos de electores, ni esperar el repunte de los precios del petróleo para comenzar de nuevo a importar indiscriminadamente, atacar a los comerciantes y productores eficientes, crear redes de bodegones como parte de una economía artificial, ni expoliar empresas agrícolas productivas. Hay que convencerse de que los agroproductores de todos los tamaños, los procesadores, pescadores, los industriales venezolanos pueden responderle al país si los consideran como son en realidad, ciudadanos con derechos y libertad para emprender, innovar, crecer, ser rentables, aprender, ser capaces tecnológicamente y respetados como seres humanos y no solo siervos de políticas de Estado diseñadas para mantener aprovechadores en el poder. La oportunidad es de oro, hay que acabar con la estatización indolente y avanzar, fortalecer la iniciativa de los empresarios, trabajadores y familias rurales. Hoy sabemos lo que no funciona, atrevámonos a emprender el camino de un desarrollo rural integral que respete la propiedad, a los productores y las familias que habitan en ese mundo rural, aparentemente tan lejano pero tan cercano e influyente en nuestras vidas.