Hasta el siglo XX, desde mucho antes de que se produjese el gran quiebre de la historia en 1989, cuando se derrumba la Cortina de Hierro y emerge con fuerza inusitada la inteligencia artificial, los Estados territoriales –ahora piezas de museo– si eran democráticos se organizaban sobre la base de la división del poder, del ejercicio de contrapesos entre sus distintas manifestaciones: la legislativa, la judicial, la administrativa o de gobierno. La elección de sus titulares, por ende, si bien implicaba el otorgamiento de un voto de confianza, se dispensa a beneficio de inventario, no es total. En las cabezas de la política y de la ciudad se confía, por ende, pero no tanto como para dejar de vigilarlas.
La democracia, siendo sustancialmente representativa, expresa así un modelo o sistema de desconfianza constante. Para mantenerla, dentro de límites razonables y a fin de asegurar la gobernabilidad, se predica la participación en las tareas de control, sea por los propios ciudadanos; sea, en nombre de estos, por los demás poderes del Estado distintos del controlado.
El espacio público, en suma, es una casa de cristal cuyo interior lo observan todos, las 24 horas del día.
¿A qué viene todo esto?
Más allá de las conjuras –que las hay y toman cuerpo desde el Foro de São Paulo y la sede de su casa matriz, La Habana– la violencia popular destructiva y sin destino que se aprecia en la región, no solo en la América hispano-lusa sino igualmente en el Occidente, cuyas raíces culturales y cristianas están siendo vapuleadas por la onda de relativismo y amoralidad que ahora se expande como pólvora encendida, refleja desconfianza, un estado de incredulidad suma por parte de la gente hacia el poder político. Lo hace precario.
No se trata, como lo afirman los reduccionistas, de un quehacer irresponsable por la supuestamente antipolítica sociedad civil, pues, así como nuestras sociedades se están parcelando y pierden sus texturas, la idea de la política, en lo adelante incluye al mundo de la intimidad, el de los enojos personales, ahora transformados en cuestión pública. Esto es así, así resulte absurdo. Cabe entenderlo, si el propósito es reconducir ese fenómeno con sabiduría y espíritu abierto, en procura de renovar el sentido de la política, afirmado en raíces y el servicio a la verdad.
La cuestión es que quienes, asumiéndose como líderes y además considerándose con derecho de usufructuar, a su arbitrio, el Internet y las redes “sociales” para su oficio y la práctica cotidiana del narcisismo digital, parecen no digerir las reglas de este cosmos. Luego se rasgan las vestiduras cuando al quedar al descubierto sus abusos de confianza o su falta de pudor ante la orfandad existencial de los internautas, estos se vuelven en su contra.
César Cansino, lucido teórico del tema de la posverdad –que deja de lado los hechos objetivos al momento de incidirse sobre la opinión pública, apelando más a las creencias y sentimientos personales– destaca, entre otros, dos efectos de este inédito panorama que presenciamos: Uno, el paso de las sociedad de masas –con una cultura unitaria, atada a visiones compartidas– a la individualización de la sociedad, que hace reparo difuso y diversificado contra todas las versiones oficiales de quienes se consideran detentadores del poder. El otro, el tránsito desde una sociedad de confianza hasta otra de desconfianza.
Si bien en la confianza, incluso relativa, ayer radicó la unidad social bajo un orden político dado y compartido; ahora, mediante la inevitable práctica de la ciudadanía digital y mientras logra educarse ella para atajar las irrealidades que se construyan como verdades, por lo pronto rige una “sociedad de distanciamientos”, de seres aislados, prevenidos. Unidos todos, eso sí, al momento de expresar sus indignaciones y drenar sus desconfianzas, no solo entre ellos mismos sino fundamentalmente contra quienes no reparan en los ánimos predominantes en las redes y los desafían con desparpajo.
Cabe, pues, separar la paja del trigo. El problema no radica tanto en la práctica del periodismo digital que trabaja en línea inversa, por lo explicado, al periodismo profesional. Cada internauta parte de su estado de ánimo o aspiración y va en búsqueda solo de aquel pedazo de la realidad que le serena y le valida su convicción personal; así no muestre toda la realidad, pues no le importa. La cuestión es que quienes usan las redes para las fake news y a tal propósito disponen de bots para hacerlas correr con destino a centenares de miles de internautas, creando hechos falsos para estimular la crispación o para dividir y sembrar mayor desconfianza entre la gente, son esencialmente los actores políticos; quienes se han corrompido al medrar en las aguas cenagosas de la mendacidad, tanto a la derecha como a la izquierda, y los grupos que los financian, para beneficiarse, unos y otros, del caos constitucional de transición.
Cabe ser conscientes de que, si al Homo Videns de Sartori se le podía acusar de estúpido y pasivo, el Homo Twitter de Cansino racionaliza el discurso con aguda inteligencia. Es capaz de crear metáforas de la realidad con apenas 140 caracteres, y de atarlas a lo que ve, evitando que las imágenes hablen por sí solas o confundan.
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