En la más reciente manifestación de la tragedia de quienes huyen desde el Medio Oriente y África a través del Mediterráneo para llegar a Europa se mostraron sin disimulo las trabas políticas cada vez mayores que imponen gobiernos que, como el italiano, se niegan a recibir refugiados; también la lentitud de las respuestas de otros, que resultan de la falta de acuerdos y procedimientos para atender una emergencia, ya crónica.
En nuestro lado del mundo, las restricciones impuestas y pretendidas por el gobierno de Estados Unidos no solo se expresan en el discurso de rechazo al inmigrante y la obsesión por la construcción del muro fronterizo, sino en la de forzar acuerdos de “tercer país seguro” -para hacer de sus vecinos centroamericanos improbables diques a la afluencia de los migrantes forzada por la violencia y la pobreza- mientras suspende la asistencia a los países donde se originan los desplazamientos.
Desde otro ángulo, es también trágico en muchos sentidos el caso de los millones de venezolanos que en busca de alimentos, medicinas, seguridad y trabajo siguen movilizándose a países vecinos, pero que después de tres años de intensivo fluir se agolpan en las fronteras con Ecuador, Perú y Chile sin poder cumplir con las exigencias de pasaportes y visados. En todos los casos el éxodo no cesa mientras que sus condiciones y causas se siguen agravando.
En 2018 se alcanzó el número sin precedente de más de 70 millones de desplazados forzosos en el mundo. El impulso más notable fue la gran ola, entre 2012 y 2015, en buena medida originada por el conflicto sirio pero alimentada también por las crisis en Irak y Yemen, en la República Democrática del Congo y Sudán del Sur, por el masivo movimiento de la etnia Rohingya desde Myammar hacia Bangladesh, y en 2018 con el aumento de los desplazamientos en Etiopía y el flujo incesante desde Venezuela. Así lo registra la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, para la que el de los venezolanos es “el mayor éxodo en la historia reciente de la región y una de las mayores crisis de desplazados en el mundo”.
El problema de los desplazamientos forzosos debe ser atendido humanamente, pero en el trato al desafío que plantea la movilización de masas de población que emigran huyendo de situaciones críticas -por desastres naturales, hambrunas, epidemias, guerras y persecución política, étnica o religiosa- se manifiestan cada vez más visiblemente otras razones, que no por comprensibles excusan la incomprensión de la situación del emigrado.
Los compromisos internacionales que protegen a los migrantes incluyen la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados (1951) y el Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados (1967); en el ámbito americano, la Declaración de Cartagena sobre Refugiados (1984) y la Declaración de Brasil (2014). En esta última se afirma que “la responsabilidad primaria en la protección de las personas refugiadas, desplazadas y apátridas es de los Estados, y que la cooperación internacional y la solidaridad son fundamentales para responder a los desafíos humanitarios”. Pero esos compromisos internacionales se han vuelto frágiles en un mundo en el que cada vez más gobiernos alientan la pérdida de conciencia y de responsabilidad compartida ante una cantidad creciente de problemas que no pueden aislarse geográfica, política ni humanamente. Así se acumulan acciones y omisiones que complican, limitan y hasta obstruyen los empeños humanitarios de organismos especializados como Acnur y la Organización Mundial de Migraciones, entre muchos otros, y por numerosas organizaciones e iniciativas no gubernamentales. Entre tanto, se va confirmando una preocupante tendencia en el orden mundial: la peligrosa fantasía, por irreal e inhumana, de que los países pueden encerrarse -o encerrar a otros- en una burbuja.
La salida de venezolanos no cesa y crea problemas a los países vecinos, como lo registra en detalle y analiza en toda su gravedad el reciente Informe preliminar de la OEA, que también reconoce la solidaridad regional prevaleciente. En efecto, no es el caso negar la preocupación demostrada regionalmente ante el éxodo que ya suma más de 4 millones de venezolanos, tampoco las iniciativas para atenderlo y los planes para coordinarse y obtener recursos para la atención a quienes llegan en condiciones de extrema precariedad. También es cierto que el flujo de salida -200 venezolanos por hora en 2018- ha ido haciendo cada vez más difícil asumir esa carga, pero la imposición de restricciones a la entrada dista de ser una solución.
Para América Latina es una necesidad, más allá de la solidaridad hasta ahora demostrada en el marco de los consensos que se han ido fraguando en el Grupo de Lima y en el Proceso de Quito, asumir integralmente el reto que plantea la crisis venezolana, sus efectos y sus causas: con el debido apoyo humanitario a quienes justificadamente buscan refugio, pero también con coherente y decidido respaldo regional a la búsqueda nacional del urgente cambio necesario.
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