El mérito, como la sabiduría, responde a un conjunto de aspectos en los que el esfuerzo, la educación y las circunstancias tienen una importancia capital, pero también han de considerarse los que tienen que ver con la clase social, la solidez económica, la existencia de oportunidades y en último término con la suerte, cuya etimología nos remonta a los lotes de tierra con que se premiaba a los soldados romanos.
Si consigo llegar arriba, si me hago rico o triunfo en la universidad o en la vida… es a causa de mi esfuerzo y mi inteligencia. Esta afirmación y sus secuelas ideológicas, sociales y políticas, se combaten hoy precisamente en que todos analizamos los resultados de las elecciones norteamericanas, donde este aspecto, como en la anterior elección, ha sido trascendental.
Sin embargo, el mérito constituye la base fundamental para la elección de los servidores públicos. Por ello se hace tanta insistencia en el mérito y la capacidad, aunque pueda discutirse, con razón, que ambas cualidades estén muy relacionadas con las posibilidades reales de las personas de acceder a estudios u oportunidades profesionales.
Un libro reciente de Michael J. Sandel desgrana estas cuestiones y sirve de explicación en buena medida a la elección primera de Donald Trump, donde un porcentaje del electorado vio como una agresión que se considerara su propia situación económica o social como responsabilidad personal. El recurso a la igualdad de oportunidades no colma todas las expectativas, pues en determinadas clases sociales o territorios, no logra de ninguna manera satisfacer las necesidades.
El mundo actual registra un importante aumento de la desigualdad, menor que en otras épocas de la historia, como señala Pinker, pero el aumento de la educación no ha logrado hacerla descender significativamente en los últimos años. Por otra parte, resulta evidente que la distancia entre los más ricos y los más pobres se ha agrandado en todo el mundo. Voces insistentes llaman la atención sobre este incremento de la desigualdad contra el que hay que reclamar en todos los campos, porque reducir las desigualdades es uno de los grandes desafíos del Siglo XXI (Adela Cortina,2019).
La educación tiene también mucho que ver con la clase social y la potencia económica familiar, así como igualmente con las oportunidades profesionales en la vida de los individuos. Como ejemplo, se estudia desde hace muchos años en Europa la desigualdad en el acceso a la función pública, que a pesar de señalar el mérito y la capacidad como elementos capitales para lograr acceder a la condición de funcionario, registra un porcentaje ínfimo de aspirantes procedentes de los sectores sociales de menor renta, a pesar de que se debería promover a quienes son merecedores y talentosos (Acemoglu y Robinson, 2020)
Las políticas públicas correctivas (becas, bolsas de estudio, contratos temporales de formación)han dado sólo resultados marginales, que no han modificado la composición esencial de las cohortes funcionariales, ancladas en los aspirantes procedentes de las clases medias y altas de la sociedad. Refiriéndonos al caso español, se mantiene en lo fundamental el modelo de extracción social de los empleados públicos de hace más de cinco décadas (Arenilla, 2019).
Este hecho, predicable además de Francia (¿quién supera los exámenes para entrar en la École Nationale d´Administration (ENA)?), Reino Unido o Alemania, aleja la alta función pública de su tradicional rol de ascensor social y reproduce obviamente la ideología dominante del estrato social de origen. Son múltiples las causas (económicas, de habitación, de cultura transmitida por los progenitores, de opciones territoriales…)y abundantes las dificultades (tiempo de preparación, financiación de los estudios especiales, necesidades familiares…).
Precisamente los años de estudio, en ocasiones más de seis, necesarios para superar un proceso selectivo, constituyen igualmente una barrera que impide el acceso a la alta función pública de talentos muy necesarios en esta época, donde la innovación es el factor fundamental del progreso económico y también de las administraciones públicas del siglo XXI.
En definitiva, el mérito debe ser primado, pero sin barreras insuperables que limiten las posibilidades de quienes por razones económicas o sociales, no pueden superar los obstáculos que , por otra parte, son menores para los que proceden de otros estratos sociales más privilegiados. Como escribe Sandel: La historia atestigua un nexo bastante endeble entre la posesión de prestigiosas credenciales académicas, por un lado, y la sabiduría práctica o el instinto para apreciar el bien común aquí y ahora, por el otro. (Sandel,2020).
Los servidores públicos administran los bienes de todos y debemos seleccionarlos por sus méritos que no son de carácter político o sindical, sino por su talento y competencias (y no tanto por los conocimientos, cada vez de más fácil acceso por la inteligencia artificial), que hay que premiar, teniendo en cuenta la procedencia social de los aspirantes.