¿Qué será del concepto que la humanidad tiene de sí misma una vez que la inteligencia artificial llegue a ser mejor que nosotros a la hora de escribir poemas o hacer películas? A lo largo de la modernidad, la tecnología ha permitido a los humanos someter gran parte del planeta a su voluntad. En 1500, el planeta contenía menos de 500 millones de seres humanos. La superficie dominada por los asentamientos humanos seguía siendo una fracción de la tierra habitable. La esperanza de vida en las partes más ricas del mundo era muy inferior a los 40 años. Aproximadamente uno de cada dos recién nacidos no llegaba a celebrar su quince cumpleaños.
Medio milenio después, el hombre ha transformado radicalmente su hábitat. Ahora hay casi 8.000 millones de personas en el planeta. Aparte de los océanos y las selvas tropicales, de los desiertos y las cimas de las montañas, los asentamientos humanos dominan la inmensa mayoría de la masa terrestre. El número de bebés que sucumben a la enfermedad, el hambre o la violencia es una fracción de lo que era antes. Sin embargo, hay un sentido en el que la humanidad, durante sus 500 años de triunfo, se ha visto herida o humillada. Y es que los mismos conocimientos científicos que han permitido a los humanos someter la Tierra a su voluntad también les han demostrado que su lugar en el universo no es ni mucho menos tan central como habían supuesto. Como sostenía Freud, en medio de los estragos de la I Guerra Mundial, en sus ‘Conferencias de introducción al psicoanálisis’: «La humanidad ha tenido que soportar en el transcurso del tiempo y de manos de la ciencia dos grandes ultrajes contra su ingenuo amor por sí misma».
La primera humillación de la humanidad se produjo en el siglo XVI, cuando Copérnico sostuvo que el universo no giraba alrededor de la Tierra. Esto obligó a los seres humanos a lidiar, en palabras de Freud, con el hecho de que «nuestra tierra no era el centro del universo, sino solo una pequeña partícula en un sistema cósmico de una magnitud difícilmente imaginable». La segunda humillación de la humanidad llegó en el siglo XIX, cuando Charles Darwin descubrió la evolución. Tal como lo expresó Freud, esto «despojó al hombre de su peculiar privilegio de haber sido creado expresamente, y lo relegó a mero descendiente del mundo animal, lo que implica una naturaleza animal en él imposible de erradicar».
Freud también planteó una tercera humillación de la humanidad, que él consideraba la «afrenta más amarga» para nuestra especie. Afirmaba que su trabajo sobre el subconsciente demostraba a «cada uno de nosotros que ni siquiera es amo en su propia casa, sino que debe contentarse con las más mínimas migajas de información sobre lo que ocurre inconscientemente en su propia mente».
El reconocimiento de que el ser humano no es plenamente consciente de todos sus pensamientos y deseos es importante. Pero no se puede comparar con los descubrimientos de Copérnico y Darwin. Y en la forma en que Freud lo presentaba ha seguido el camino de muchas otras ciencias: desacreditado y desmentido por investigaciones más rigurosas. La tercera humillación de la humanidad aún no ha tenido lugar, pero puede que esté a la vuelta de la esquina. La primera vez que le pedí a ChatGPT que escribiera un poema, me asombraron sus habilidades. En unos segundos, fue capaz de responder a mi petición, rivalizando con la velocidad con la que hasta el poeta más experto podría haber realizado la misma hazaña.
Pero cuanto más utilizaba la tecnología, más consciente era de sus limitaciones. Sus resultados, aunque competentes, apestaban a mediocridad. La velocidad de su producción resultaba asombrosa, pero su calidad sigue siendo genérica. En su nivel actual de desarrollo, ChatGPT y otras formas de inteligencia artificial destacan en el cumplimiento de tareas básicas con solvencia, pero distan mucho de ser auténticamente creativas. También hay problemas peores. Los ‘bots’ de la IA siguen teniendo una preocupante tendencia a alucinar, inventando la información que dicen extraer de la web. Y llevan la marca de las preferencias y prioridades políticas de sus creadores, como demostró el desastroso lanzamiento de Google Gemini, con sus imágenes de papas asiáticos y nazis negros.
Pero, por preocupantes que sean estos problemas, son de esperar en esta fase de desarrollo. Los aviones solían estrellarse en un número demasiado elevado como para imaginar que algún día podrían servir como medio de transporte clave y asombrosamente seguro. Los usos prácticos de internet solían ser demasiado limitados como para que alguien, salvo algunos visionarios extravagantes, pudiera prever el impacto transformador que tendría en nuestras vidas. Juzgar el potencial de la inteligencia artificial por la calidad de los resultados que produce ahora, sobre todo teniendo en cuenta los enormes avances que la tecnología ha conseguido en el lapso de unos pocos años, es enormemente prematuro.
No sé si la inteligencia artificial transformará por completo nuestro sistema económico. Desde luego, no sé si algún día será capaz de rivalizar con los humanos en algunas de las actividades que hoy consideramos más características de nuestra especie. ¿Escribirá ChatGPT un soneto más elegante que los que compuso William Shakespeare? ¿Podrá Google Gemini producir un cuadro con la habilidad de Bruegel o Picasso? ¿Superarán los ‘bots’ aún desconocidos la capacidad de los escritores para contar una historia fascinante o la de Hollywood para hacer una película emocionante? En cualquier caso, sería absurdo descartar de plano estas posibilidades.
Cuando los ordenadores gigantes cuyos componentes físicos llenaban salas enteras empezaron a ser competentes en ajedrez, muchos expertos negaron que pudieran llegar a rivalizar con los conocimientos y la creatividad de los jugadores más hábiles; podían calcular, claro, pero también podían innovar. Kasparov supo por primera vez que estaba en apuros en su infame batalla contra Deep Blue cuando la máquina realizó una jugada muy contraria a la intuición. Por primera vez, una máquina había ideado, por pura fuerza de cálculo, una jugada que superaba la creatividad del humano más hábil. Hoy, la aplicación de ajedrez de nuestro iPhone podría vencer fácilmente al actual campeón del mundo.
Deberíamos empezar a plantearnos la posibilidad de que ChatGPT, o algún otro bot de inteligencia artificial, sea capaz algún día de hazañas similares, incluso en actividades que, a diferencia del ajedrez, no siguen reglas estrictas. Los cerebros humanos funcionan de forma diferente a los algoritmos predictivos que impulsan la inteligencia artificial. Pero esto no excluye la posibilidad de que las máquinas lleguen a ser mejores en las actividades que nosotros mismos inventamos siguiendo un camino diferente. Y si eso ocurriera, sería la humillación más trascendental que ha sufrido la humanidad hasta la fecha.
Nos hemos hecho a la idea de que la Tierra no es el centro del universo. Hemos hecho las paces con nuestros orígenes animales. Seguro que, de un modo u otro, podremos enfrentarnos al hecho de que las máquinas que hemos creado superan nuestras capacidades en algunas de las tareas artísticas que nos hacen ser nosotros mismos. Pero la afrenta, cuando llegue, y si llega, será la más dura que hayamos tenido que soportar hasta ahora.
Artículo publicado en el diario ABC de España