Las superpotencias ya no son lo que eran antes. Hoy cuestan menos.
Una superpotencia es capaz de proyectar su poderío militar a grandes distancias y, de ser necesario, hasta combatir en más de una guerra al mismo tiempo, y en distintos continentes. Eso cuesta mucho dinero: hay que invertir en bases, buques, aviones, tanques, cañones, misiles, medios de transporte y comunicaciones. También requiere de una fuerza expedicionaria formada por decenas de miles de efectivos preparados para participar en campañas militares en cualquier parte del planeta. Y, por supuesto, tener armas nucleares.
Esos requisitos siguen siendo vigentes. Pero ahora hay atajos que le permiten a un gobierno intervenir en otro país, o en más de uno, debilitando a sus adversarios internacionales –o dominándolos– sin tener que hacer inversiones masivas. Rusia es el mejor ejemplo. Vladimir Putin ha demostrado ser un virtuoso en esto de proyectar poder en otros países a bajo costo. Entendió que su país no puede competir militarmente contra sus archirrivales, Estados Unidos y China. También sabe que la economía rusa y su capacidad de innovación tecnológica tampoco están a la par de sus competidores. Y es obvio que las armas nucleares solo pueden ser usadas en casos extremos. No son útiles, por ejemplo, en conflictos armados como los de Siria, Ucrania o Libia, en los cuales Rusia participa.
Putin no fue el único líder que entendió las limitaciones del país que gobierna. En 2014, el entonces presidente Barack Obama se refirió desdeñosamente a Rusia como “un poder regional, que solo puede amenazar a sus países vecinos”. Obama también opinó que los ataques de Rusia a países en su entorno geográfico “no eran una muestra de fortaleza, sino de debilidad”.
Se equivocó. Dos años después, ese “poder regional” cuyas agresiones internacionales eran, según el presidente americano, un “signo de debilidad” intervino en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, enredando la política de ese país. Y todo indica que Rusia intentará hacer lo mismo en las presidenciales estadounidenses del año próximo. Hemos visto como hackers rusos, o patrocinados por Rusia, han aprendido a sembrar confusión en otras sociedades, crear dudas acerca de qué o a quién creer, profundizar las diferencias y conflictos que ya existen o inventar unos nuevos, promover a algunos actores políticos y destruir la reputación de otros.
Todo esto lo pueden hacer –y lo hacen– no solo en sus países vecinos sino en cualquier otro. Hackers y bots rusos han intervenido en el conflicto separatista de Cataluña y en el brexit del Reino Unido, en las elecciones en Alemania y Francia, así como en Estonia, Georgia y Ucrania.
Pero no es solo el uso avanzado de lo que el gobierno ruso llama “tecnologías políticas”. También tienen la capacidad de usar armas cibernéticas para atacar las redes eléctricas, las telecomunicaciones, el transporte o la infraestructura financiera de otro país.
La renovada capacidad de Rusia para influir sobre la política mundial no solo se debe a su dominio de las tecnologías de información. El Kremlin no tiene reparos en usar armas tradicionales. Putin a Siria no mandó bots de Twitter sino soldados y pilotos y a Venezuela envió misiles antiaéreos. Esos son dos países en los cuales Rusia hoy tiene una influencia definitoria. El Kremlin tampoco duda en usar asesinos profesionales, venenos radioactivos, francotiradores, drones armados, y demás técnicas “tradicionales” para eliminar a sus enemigos dondequiera que estén. Sabe usar Facebook, Twitter e Instagram, pero también usa la Unidad 29155, al Grupo Wagner y a la Internet Research Agency.
La 29155 es el nombre de un secreto cuerpo de inteligencia ruso cuyo objetivo es desestabilizar a Europa a través de asesinatos y otros medios. El Grupo Wagner es una empresa militar privada rusa que cuenta con mercenarios que operan en los conflictos que interesan a Rusia. La Internet Research Agency es otra organización privada rusa que se especializa en usar Internet para apoyar los objetivos mundiales del Kremlin.
Claramente, Rusia tiene una influencia mundial desproporcionada con respecto a su precaria situación económica y social. A pesar de tener el territorio más grande del mundo, su economía es más pequeña que la de Brasil o Italia. Su crecimiento económico es anémico. 70% de sus exportaciones son gas y petróleo y no ha logrado diversificarse. Según el Banco Mundial, la riqueza per cápita en Rusia es solo 20% del promedio de los países miembros de la OCDE y, de seguir las tendencias actuales, tardaría 100 años en equipararse. Además, 10% de los rusos más ricos son dueños de 85% de la riqueza del país. La población de Rusia ha venido declinando y se estima que para 2050 tendrá 32 millones menos de habitantes, lo cual es un síntoma de otras graves debilidades, tales como un pésimo sistema de salud.
Este no es el perfil de una superpotencia. No obstante, a pesar de estas debilidades, la Rusia de Putin es hoy protagonista central de los conflictos más espinosos de este siglo. Y no solo le va bien sino que además le sale barato.
Twitter @moisesnaim