Una constante del progresismo cultural es la autocomplacencia en su pretendida superioridad moral. Es frecuente que auténticos bodoques del pensamiento te miren con condescendencia, cuando no tienen respuesta ante argumentos razonables imposibles de rebatir. Su convicción de que están en el lado adecuado de la historia y de que en ese lado se asientan tanto la razón como la bondad moral es inasequible a la presencia de cualquier duda. Incluso la comprobación inobjetable de hechos y situaciones con motivaciones dudosas o resultados siniestros les resulta indiferente.
La recién estrenada película Nefarious, supone una inteligente y devastadora crítica de esa «superioridad moral» porque pone al progresismo frente a sus tremendas contradicciones. No se trata de una película más de presencias aterradoras y exorcismos estremecedores. La presencia del diablo no resulta excesivamente invasiva y solo la resalta la magnífica actuación del protagonista. Bastaría para recomendar su visualización en la pantalla de un buen cine. Son los geniales diálogos y las impresionantes actuaciones las que introducen al espectador en esa tensión entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, que el buen cine tiene capacidad de transmitir.
Frente a esta soberbia interpretación su contraparte, el psiquiatra que debe decidir sobre su destino, parece inicialmente desvaída, informe, plana. Su presencia física es tediosamente tranquilizadora, su tono monocorde refleja el cansancio despectivo del que tiene que afrontar una tarea aburridamente secundaria. Sus archiconocidos argumentos refuerzan la sensación de encontrarse ante un alumno poco aventajado del catecismo progresista.
Solo conforme la trama va avanzando se percibe que tan aparentemente prescindible actuación encierra mucho más de lo que aparenta. No es una actuación secundaria. Probablemente es la principal porque está magistralmente diseñada para poner al personaje ante sus propias contradicciones. Para hacer evidente que entre sus argumentos bien pensantes y humanitaristas, se esconde la banalidad del mal, que tan genialmente denunció Hanna Arendt.
Para muchos de los que creen en el demonio, supongo que la película puede haber resultado equívoca. Al final el diablo parece tener argumentos más potentes que el psiquiatra. En cambio puede resultar más esclarecedora para los que no creen en esta existencia pero perciben la importancia del conflicto entre el bien y el mal. Porque se pone de manifiesto la debilidad de las proclamas progresistas y la malignidad, el egoísmo sórdido y la cobardía que pueden envolverse con hermosas palabras. Para los que creemos en el demonio pero dudamos de que este pueda atravesar con facilidad la barrera de discreción que impone Dios a la acción de lo sobrenatural, el film puede resultar apasionante por lo que tiene de calidad y de denuncia de la imposición cultural progresista.
Una imposición que se manifiesta desde el principio en la actitud soberbia del psiquiatra que comienza haciendo ostentación de su condición de ateo. Una condición que le autoconcede una superioridad intelectual sobre las mentes débiles distorsionadas por la creencia misteriosa en lo metafísico. Y se afirma en un monólogo sobre las bondades de la sociedad moderna y progresista que se yerguen triunfantes sobre las tinieblas del pasado oscurantista.
Las palabras del poseso construyen una tremenda respuesta, que acorrala a su oponente contra la inconsistencia de sus convicciones. Cada aspecto de la vida analizado supone un varapalo para su moralidad. Empezando con la eutanasia de su propia madre, disfrazada de compasión ante el sufrimiento, pero que esconde el cansancio ante una enfermedad de larga duración que, además, resulta sumamente costosa. Y el deseo sórdido de anticipar una copiosa herencia.
También el entusiasmo del diablo con el tremendo dolor que cada aborto de un niño provoca a quien se denomina sardónicamente «el carpintero». Las patéticas justificaciones del psiquiatra que está afrontando un embarazo no deseado son las que pueden escucharse en cualquier patético defensor es esta terrible práctica.
Solo esconden egoísmo y cobardía.
Pero la dialéctica diabólica llega a lo sublime cuando el profesional introduce entre los avances más significativos del mundo la creación del delito de odio. El diablo considera que con este delito parte la humanidad ha superado a los poderes satánicos en su capacidad de inventar ideas malignas. Una consideración que permite silenciar a los discrepantes desde las alturas olímpicas de la «superioridad moral».
Hay un tercer personaje, de aparición más breve, que merece la pena reseñar, y es el capellán. No dicen si es católico o no (los protestantes también practican exorcismos), pero todo hace pensar que lo es. Su actitud, más que desdeñosa ante la posibilidad de encontrarse ante un espíritu del mal, es temerosa: ya lo hemos superado, estábamos engañados y no se hable más. No se sabe si teme más el odio del diablo o la burla del mundo. Su persona, más que desdén, como es el caso del psiquiatra, rezuma bobaliconería acomplejada.
Es una película que hay que ver porque es una gran película. Y hay que verla en un buen cine por los elaborados matices que ofrecen las interpretaciones. Pero también hay que verla para recordar el combate eterno entre el bien y el mal. Y para que pierda validez la observación del gran poeta Baudelaire: «El mejor truco que el diablo inventó fue convencer al mundo de que no existía».
Artículo publicado en el diario La Razón de España