
Foto BBC Mundo
Hay momentos, instantes en la vida, en los cuales es muy difícil no ser cursi, no hundirse en lamentaciones y presagios agoreros. Viene al caso esta reflexión cuando nos ocupamos del futuro de 80% de los niños venezolanos.
Además de la consternación que representa saber a ciencia cierta que una proporción de esta frágil población sufre de desnutrición y de atraso severo en su desarrollo, en un país que hasta hace poco se jactaba de su riqueza petrolera, significa también que inexorablemente sus potencialidades humanas han sido frenadas, mermadas con crueldad y que no existe posibilidad alguna de compensar la carencia de nutrientes que limitan su desarrollo físico. Expertos dedicados al tema que comparte la misma angustia en el ámbito educativo, señalan “1 de cada 3 venezolanos es parte de la llamada ‘población escolar’. Sin embargo, 31% de esta población no va a la escuela formalmente. Según la UCAB, más de 3 millones de venezolanos no han pisado jamás un centro educativo. Nuestro reto es grande para cambiar esta realidad”, no solo desnutridos sino también desescolarizados, sin saber cuál condición es peor.
Una realidad que en los últimos 20 años ha estado marcada por la violencia, la pobreza, el hambre, la mentira populista al tratar de acallar la protesta con bolsas de comida en mal estado y la peor de todas, la desintegración de los hogares por la separación de sus miembros que abandonan el hogar en búsqueda de medios para sobrevivir y apoyar a los familiares que dejan atrás. Una situación que excede a más de 20% de nuestra población.
Indudablemente estos elementos definen un periodo traumático en la vida de la nueva generación, marcada por la incertidumbre, miedo, angustia, inseguridad y abandono, sentimientos presentes en cualquier niño y adolescente de nuestros sectores populares – medios y pare de contar. Frente a este panorama surgen algunas respuestas que debemos intentar poner en práctica con prontitud, venidas de países que viven mejor, allí plantean la metodología de la resiliencia, definida como la capacidad de iniciar un desarrollo nuevo y distinto después de haber vivido una temporada traumática. Esta posibilidad depende del esfuerzo de los individuos, sus familias y de un entorno cultural que imperiosamente debe apuntalar principios distintos a la represión, el miedo, la soledad y la carencia de instituciones centradas en el bienestar anímico, espiritual de las familias y de sus miembros. La resiliencia está estrechamente vinculada al sentimiento de seguridad que alberga el individuo al saber que su familia existe, que sus miembros colaboran entre sí para lograr objetivos frente a un exterior que puede dejar de ser hostil y propiciar el apego al hogar, la comunidad, vecindad, la amistad, que practique deportes, valore el arte en su cotidianidad y todas aquellas manifestaciones y experiencias que llenaban nuestras vidas hasta hace pocas décadas.
Las tareas son inmensas, se trata de devolver a nuestra gente el placer de aprender, después de haber visto de cerca sus escuelas y sus maestros en un naufragio de pobreza y abandono. Conocer el fallo de un injusto Tribunal Supremo de Justicia que condena a los educadores y las universidades por defender la existencia de la educación. ¿de qué lado está la justicia, a quién protege? O, la dificultad para valorar las buenas conductas cuando saben o conocen el cuestionado y perverso éxito de una organización dedicada al crimen, el robo, el secuestro como el Tren de Aragua. Cuando se exhibe la corrupción con los recursos que son de todos por los responsables de administrarlos, sin pudor y hasta ahora sin castigos. Frente a esta adversidad hay que fortalecer el apego a la familia, a los padres, los maestros, vecinos, crear lazos, conocerse y lograr que estos sentimientos se conviertan en fortalezas para edificar el futuro, cimentar seguridad y confianza en las personas que les rodean como un valor imponderable. Tal como señalan los humanistas, la tarea es gigante, la meta es inculcar el sentido de paz y convivencia, aunque seamos distintos, vacunar a una generación para que deseche la violencia como manera de cubrir sus ambiciones y necesidades.
Hay que comenzar por reconocer la enorme vulnerabilidad que arropa a la mayoría de nuestros niños y adolescentes, lo cual nos enfrenta a una compleja situación, que obliga acumular fuerzas, energías frente a la tentación de las salidas fáciles, el dinero sucio del tráfico de drogas, la narco dependencia, la violencia contra las personas y sus bienes. Hemos vivido durante más de dos décadas en medio de la inseguridad e impunidad contra el crimen en todas sus facetas, la mentira como un escudo de conductas deshonestas de los que podrían hacerlo distinto, el irrespeto total a la vida e integridad de las otras personas, sus bienes, capacidades y su dignidad. La directora general Académica de la UCAB Guayana, Claudia Arismendi, destacó la importancia de repensar la educación en valores para la formación ciudadana desde las aulas.
“Creemos importante que buena parte de la tarea de la Escuela en la actualidad es repensar la educación en valores, entendiendo que la sociedad cambió, los jóvenes cambiaron. Hay unas nuevas configuraciones sociales a las que la Escuela tiene que estar atenta para ver entonces cómo se puede apostar a una educación que siga enfocada en el trabajo de la ciudadanía, la justicia, la paz, de los derechos humanos, pero que pueda conectar con el joven y el adolescente que está llegando a las aulas”.
Si bien se acostumbra a pensar en valores tradicionales como la tolerancia, la solidaridad o el respeto, es imprescindible ampliar la visión, apostar a una formación política imprescindible, entendiéndola “como una formación para crear un ciudadano que pueda entender que tiene deberes y que tiene derechos” y que los derechos comienzan por los deberes.
Estos problemas son tan importantes como la estrategia necesaria para recuperar la economía, el plan de construcción de obras físicas y las políticas públicas en todos los campos, no es esoterismo. Se trata de recuperar el futuro de una nueva generación con base en la responsabilidad con los otros, la convivencia entre distintos, respetando nuestras diferencias, un camino para recuperar el dominio de la ley, el Estado de Derecho y la posibilidad siempre anhelada de desarrollar al máximo nuestras potencialidades. El camino para lograrlo comienza por posesionarnos de la idea de que el ser humano es el único ente en el planeta Tierra con la capacidad de cambiarse a sí mismo y con ello lograr una superación y mejoría permanente de nuestra condición moral de seres humanos. No basta encontrar de nuevo el camino para crecer económicamente si no está impregnado de la aspiración de convivir en una sociedad de libres e iguales aun siendo distintos.
Manos a la obra sobre este trascendental tema desde siempre, no hay que esperar, las familias, las organizaciones civiles hoy amenazadas, los maestros, los religiosos, los estudiosos tienen el testigo en sus manos. Superar el trauma implica rehacernos moralmente, vivir con valores de responsabilidad, respeto y confianza en los otros. Como repite Rubén Blades: “De qué nos vale el tener inteligencia, si no aprendemos a usar la conciencia”.
Llegó el momento de reinventar papeles, con nuevas responsabilidades, necesitamos un abordaje distinto ante los retos y desafíos que plantea nuestro mundo. No podemos continuar entumecidos por los problemas que proliferan en todos los ámbitos de la sociedad y conformarnos, no resistir sin utilizar las potencialidades que tenemos cada uno de nosotros.
Tal como nos alienta Fernando Savater: “Después de tantos años estudiando la ética, he llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir, generosidad para convivir, y prudencia para sobrevivir”
Veamos una vez más el filme de Roberto Benigni La vida es bella o el coraje y el amor para sobrevivir.
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