OPINIÓN

La sota de espada

por Antonio Guevara Antonio Guevara

La nación reclama cada cierto tiempo un momento de caballo de espada. Eso está sembrado en el cromosoma de cada venezolano por encima de cada prejuicio mínimo contra los cuarteles. Este, generalmente anidado de manera gratuita en el resentimiento de un grupo pequeño de compatriotas que lo manifiestan hasta niveles de referencia en expresiones de milico donde el prefijo refuerza al sufijo, tanto en significante como en significado, como en la ofensiva palabra de veneco. Mas allá de lo parroquiano de la expresión el punto es que en todos los momentos de crisis política hay un llamado. Solo hay que revisar la historia de Venezuela a partir de ese momento en que Francisco Salías tiempla por el brazo al capitán general Vicente Emparan y lo saca de la catedral de Caracas hasta el ayuntamiento ¡A cabildo! Desde allí se han escrito muchos capítulos con el caballo de espada. Todo el siglo XIX en el país se escribió con la tinta de los sudores de las cabalgaduras y de las espadas desenvainadas de un general que cada cierto tiempo, después de una rápida campaña, iba a amarrar su caballo en las rejas del palacio de gobierno. Esa es la historia sucinta de la nación con Simón Bolívar, con José Antonio Páez, con los hermanos Monagas, con Antonio Guzmán Blanco, con Joaquín Crespo, con Cipriano Castro y con Juan Vicente Gómez. Cada uno arriba de su rocín y con la tizona blandida. Después del hombre fuerte de La Mulera y la batalla de Ciudad Bolívar en 1903, Gómez se apropia de la expresión El General y Castro era disminuido en las referencias de los pasillos de Miraflores simplemente con don Cipriano. Cuando finaliza el régimen de ¡El General! los gobernantes que ocupan el palacio de Miraflores se bajan del caballo, cambian la guerrera y el quepis por el traje de paisano y se dedican a gobernar de civil; pero en la mente, la imagen que se proyectaba en el venezolano común y de a pie, en su propia semiótica construida para el héroe y el triunfador era la del general con su brioso caballo parado en dos patas, magnificado en su  uniforme de parada y desfile, con su majestuosa cachucha, sus botas pulidas hasta el delirio, su capa y su espada en alto apuntando al cielo de los libertadores. Eso ocurrió con López Contreras, con Medina Angarita y con Pérez Jiménez. Más de la mitad del siglo XX.

Cuando se inicia el periodo democrático en 1958 se arrastra en una mínima proporción una cierta animosidad corporativa que en nada correspondía con las simpatías que fueron creciendo en competencia con la iglesia, las universidades y los medios de comunicación en la sociedad venezolana. A medida que la democracia se erosionaba con los tiempos y se escurría institucionalmente en su lógica demanda de cambios, de reformas y de ajustes en el estado iba creciendo en un sector de la sociedad la demanda de un momento de caballo de espada a la que no se le dio la debida atención. La corrupción de las altas magistraturas políticas y la incompetencia de los altos mandos militares de la época sirvieron de puente y de mampara a la vez, para facilitar que se recogieran los caballos, se plancharan los uniformes, se pulieran las botas y se desenvainara el acero esperando el momento oportuno para enhebrar la historia nuevamente con el pasado cuartelero de Venezuela. Esa solicitud solo vino a conocerse en una estadística de la vista, después del 4 de febrero de 1992 en la reacción electoral del pueblo 6 años después. La gente estaba pidiendo un caballo de espada y en la distribución de las cartas le correspondió una sota de espada cuando se voltearon los naipes. Como el 11A.

El teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, a quien la narrativa oficial trata de enmascarar en una épica de anime y una gesta de papier maché construida artificialmente con el colosal aparato comunicacional del Estado al servicio de la revolución bolivariana, es la más viva representación en pensamiento, palabra, obra y omisión de la imagen en la baraja de la sota cuando se contrasta con las otras figuras del mismo palo. A pesar de haber ocupado la presidencia de la república –la más alta magistratura del Estado – quiso asumir un desempeño de monarca limitado por su propia constitución y animado por los eternos jalabolas y cortesanos de palacio que le carcajeaban y respaldaban las gracias con el lamesuelismo de bufones. El tiempo y el destino le abrieron el camino de la muerte de un sueño de cetro. No pudo llegar a coronarse como rey de espada. Sus fracasos militares sellados en el estandarte del 4F solo tuvieron respaldo y oxígeno, en la complicidad de generales y almirantes de la época que lo empujaron y alentaron desde el vivac de sus propias carencias personales, en el puesto de comando de sus privaciones profesionales y con la marcha de aproximación de las insuficiencias institucionales de sotas de espada que no calzaban las puntuaciones de coraje, de visión, de patriotismo y de intereses por la nación, y a espaldas del juramento ante la bandera nacional. Ni ellos ni el comandante se acuñaban para ungirse como caballo de espada en ese momento… menos 25 años después.

La revolución ha cortado un pedazo de la tela histórica del país representada en los 40 años de democracia y de Estado de Derecho –con sus normales capítulos de excepcionalidad– y ha tratado de enhebrar con un mal zurcido estos últimos 25 años con un nivel de protagonismo de los miembros de la institución armada que le han servido de sostén y en estos últimos tiempos, de cogobierno. Los resultados a la vista dejan expuestas las gruesas y palpables costuras. Narcotráfico, terrorismo, corrupción, y graves violaciones a los derechos humanos hacen del actual estado venezolano en una calificación de forajido. La diáspora venezolana en casi un tercio de su población grafica a la migración criolla como una de las más importantes a nivel mundial; mención adicional de las carencias de quienes permanecen en el país bajo los asedios del hambre, de las enfermedades, de la inseguridad y de las privaciones. La esperanza de un cambio político en el voto, que pendula emocionalmente con cada temporada electoral se eclipsa cada vez que la mente se pasea por las cuarenta cartas de la baraja y la vista se posa fijamente en el caballo de espada.

Los prejuicios de quienes levantan las banderas del resentimiento y la tirria a los milicos en una ojeriza gratuita fundamentada en un cadete que le birló la novia, la reprobación en los exámenes de admisión en la Escuela Militar o la Escuela Naval; o simplemente el desconocimiento del papel fundamental que aportan los militares en las sociedades con una sólida arquitectura del Estado de Derecho, con una maciza vigencia constitucional, con instituciones consistentes y con una jerarquía política centrada en los altos intereses de la nación. Nada de eso les coloca sordina a los llamados al caballo de espada ni borrará la fijación en ese panorama con El General en su nerviosa montura que tiene sembrada el venezolano. El tiempo no la ha diluido.

Mientras eso viene, permanecemos en tiempos de sota de espada.