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La soledad no es sólo un tema de boleros

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La soledad política es cosa seria, en especial cuando es sorda, no tanto por fallas del tímpano, sino por decisión personal. Cuando el indiferente a las súplicas es vecino, pariente o amigo, es posible suministrar exhortaciones y recomendaciones, hacerle sugerencias, evadir los obstáculos de convicciones que asume como propio. Sin embargo, aconsejar a un obcecado en tener siempre la razón, es arduo y peliagudo con los “sí, pero…”, aun suplicando vigilancia médica de psiquiatra o psicólogo. Y si no hace caso, aunque mucho se insista, que se joda.

Cuando el impedido auditivo es selectivo de un político, algún dirigente o, aún peor, del presidente de un país, el asunto es de alarma, sobresalto y cuidado, a fin de cuenta los fregados, somos los mandados.

Sucede que no se trata de un sordo voluntario sino de quien comenzó escuchando, pero a quien la fuerza del poder ha rodeado de putrefactos ambiciosos y sumisos corruptos, que levantan una muralla de ruidos, adulancias y delaciones, conformando un griterío que no permite escuchar, al punto ensordecedor, de convertir el órgano sensorial que percibe sonidos, y en mamíferos, equilibrio, en la música placentera que se desea. Aún peor, alcanza un momento en el cual, sin esa resonancia de alabanza servil, no reacciona.

Ocurre en la sordera testicular de majestades, excelsitudes, gobernantes y quienes le pretenden suceder, líderes carentes de principios y ética, opresores y arbitrarios, cercados por murmullos y repertorios que se convierten entre el político y la ciudadanía, en sorpresa de cuando saludaba con simpatía, estrechaba manos, besuqueaba hipócrita a la edad avanzada y cargaba con fastidio a los miados carajitos; recibiendo y dando abrazos sudorosos; ha desaparecido. Pero, tiene igual cara, aparece cada vez más en los medios de comunicación, pero ya no es el mismo. Es la misma fisonomía que sonreía, con ceño abierto y cordial mueca generosa, que miraba sin preguntar, con afecto y cordialidad, frente a frente, lado a lado.

Ahora, custodiado de cómplices y amigos de confianza, en la pared del halago y huestes vigilantes que ven a un enemigo en cada quien. Cuando el popular engorda en los rendibúes del poder, tan presumidos como nauseabundos, ya no se ve de cerca ni siquiera para manifestarle simpatías que pagadas, son fingidas e interesadas. Es sordo a las voces de la ciudadanía y ciego de pueblo; no atiende clamores ni encargos, tampoco observa fracasos ni contrariedades. Y, aún peor, olvida tiempos anteriores, a viejos conocidos, incluso a sacrificados.

La sordera prostática, que es sordidez de pensamiento y actitudes, de no estar al corriente cuándo hay honestidad y sinceridad, en quienes lo envuelven, en autoconvicción de los que ahora pululan a su lado son los mismos vicios y lacras de antes.

Ésa es la tragedia, y por eso la poderosa magnificencia se desploma, pierden contacto, son beduinos que olvidan los caminos del desierto, finalmente derribados del camello mientras la caravana continúa su destino, y nadie se detiene a darle un sorbo de agua al nómada errante que hasta su dromedario deja solo.

Por eso, los todopoderosos se hunden en el retrete del olvido, sin vaciar penas o despechos, borrando de la memoria lo desolado, pero también la ubicación del oasis, terminando con la cara enterrada en la arena, desgastados, consumidos en la soledad del rechazo y desprecio. Porque el que no se extingue, ni de noche, es el sol expectante del pueblo.

@ArmandoMartini

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