La lectura de un reciente informe de la Comisión Económica para América Latina -Cepal-, titulado “La institucionalidad social en América Latina y el Caribe. Eje central para avanzar hacia un desarrollo social inclusivo” (2023), me sirve como punto de partida para reflexionar sobre las dificultades insalvables que constituyen la realidad dura y cada vez más hostil de millones de familias venezolanas que viven en condiciones de pobreza y de pobreza crítica. Quiero advertir que este artículo no es una reseña del mencionado documento (de lectura muy recomendable). Me ha servido para pensar en un tema del que apenas se hace mención en el espacio público: qué recursos e instrumentos institucionales son imprescindibles para que la acción del Estado dirigida a reducir la pobreza sea real, sistemática y efectiva.
El pasado 22 de octubre, mientras miles de personas hacían la cola para votar y elegir al candidato presidencial de la oposición democrática, en distintas partes del país, especialmente en zonas populares, funcionarios del Sebin, policías de civil, coordinadores de los CLAP, hicieron fotografías, filmaron y elaboraron listas de quienes fueron a votar. Días antes, por las redes sociales, coordinadores zonales del PSUV hicieron circular audios en los que se amenazaba a los usuarios de las bolsas del CLAP: si iban a votar perderían el beneficio de recibir esos alimentos (por cierto, cada vez de menor variedad, de menor cantidad y de peor calidad).
¿Qué significa -tenemos que preguntarnos- que frente a la entrada de un centro electoral, una señora de franela y gorra rojas, con un megáfono en la mano, se atreva a amenazar a los electores, por ejercer un derecho establecido en la Constitución, central en la historia política venezolana? ¿A qué nos remite la frase, pronunciada con énfasis, “después no se quejen”? ¿Cómo puede ser que votar se constituya en una causa para ser sujeto de una política de exclusión?
La escena de la señora del megáfono constituye la negación de todos los principios que deben regir los programas de acción contra la exclusión y la pobreza. Demuestra, sin atenuantes, la politización extrema de los deberes del Estado. Más grave aún: revela, con luz inequívoca, que los bonos, las bolsas de alimentos, el reparto de algunos beneficios, son, por encima de todo, herramientas de chantaje. Coacción ejercida sobre la base de este dilema: o nos entregas tu lealtad política o pasas hambre.
¿Y a quién le plantean semejante disyuntiva? En la revisión cuidadosa de las estadísticas disponibles está una parte sustantiva y dolorosa de la respuesta: a una madre con varios hijos menores, sin empleo ni ingresos, miembro de una familia igualmente pobre, que vive en un barrio en cualquier región del territorio, donde no hay instituciones a las que apelar, mientras la vida mengua hora tras hora. Salvo algunos barrios -pocos, en realidad, dada la vasta extensión del hambre y la enfermedad- en los que, a veces, un pequeño porcentaje de estas familias encuentran alivio en las escuelas de Fe y Alegría, o en los comedores comunitarios de Alimenta La Solidaridad o en la acción humanitaria de la Iglesia Católica, el panorama institucional venezolano tiende a cero.
Lo que subyace en el trasfondo de las ayudas que provee el régimen -precedidas de un discurso que niega la existencia de una crisis humanitaria- es el despojo total de los derechos políticos de los venezolanos: hacia ese objetivo está dirigido el establecimiento de redes comunitarias para distribuir alimentos (a menudo, alimentos en mal estado), que son en realidad, unidades de vigilancia, comisarías políticas, expertos en la elaboración de listas, funcionarillos a los que se exige la práctica de la delación.
¿Existe alguna política social en el régimen de Chávez y Maduro que no responda a la lógica de la extorsión política? No. De hecho, el más importante legado, la más duradera de sus prácticas de gobierno, ha sido justamente liquidar la institucionalidad gubernamental, creando una suerte de para-Estado que, materializado en un conjunto de “misiones sociales”, eludiera los controles legales, prescindiera del deber de la rendición de cuentas, facilitara la corrupción y sometiera a los beneficiarios a las exigencias de sus benefactores. Sin planificación, sin estudios previos, sin metas, con la única excepción de censar al mayor número de personas, para dar inicio al objetivo de vigilancia político-policial, político-paramilitar. En efecto, en la frase de “Chávez vive” hay una verdad: está vivo en la vigencia del método de la extorsión política fundamentada en el hambre.
La lectura detallada del informe revela que la aparición de Venezuela en el mismo es irregular, incierta. No podría ser de otro modo: la nuestra, como tantas veces he dicho en estos artículos, es una nación sin datos, sin cifras oficiales. Una nación cuyo Estado solo existe para reprimir y perseguir. Que invierte en armas y tecnologías de espionaje, pero ni un bolívar en el diseño de una institucionalidad, con la operatividad adecuada y las capacidades técnicas necesarias, para evaluar la gravedad de la crisis humanitaria que está arrasando nuestro país, y comenzar, de inmediato, con una amplia acción social no politizada, no extorsiva, estrictamente humanitaria, que salve las vidas de millones de familias que viven en estatuto de riesgo extremo. Una verdadera política, inclusiva y de respuesta a la pobreza, que acabe con el mandato, el poderío de la señora del megáfono.