OPINIÓN

La semilla de la deslegitimación

por Lidis Méndez Lidis Méndez

En cualquier sistema político, la legitimidad es la base sobre la cual se sostiene el ejercicio del poder. Sin esta aceptación colectiva, el control de un gobierno se tambalea y su capacidad de mantener el orden se ve gravemente comprometida. Sin embargo, la legitimidad no es estática; está profundamente influenciada por las dinámicas sociales y económicas que moldean la percepción pública sobre la eficacia y justicia de las autoridades. En este contexto, los factores sociales y económicos desempeñan un papel crucial en la deslegitimación del poder, erosionando la confianza pública y, en muchos casos, precipitando cambios en la estructura de gobierno.

Uno de los factores más determinantes en el proceso de deslegitimación es la desigualdad económica. Cuando amplios sectores de la población perciben que el gobierno no puede o no quiere atender sus necesidades básicas —como el acceso a empleos dignos, servicios de salud y educación—, la legitimidad del régimen se pone en duda. Esta desconexión entre las expectativas sociales y la realidad económica genera frustración y descontento, elementos clave para alimentar movimientos de protesta y resistencia.

La historia está plagada de ejemplos donde las crisis económicas han precipitado la deslegitimación de gobiernos. La Gran Depresión en la década de 1930, por ejemplo, no solo debilitó regímenes democráticos, sino que también facilitó el ascenso de sistemas totalitarios en Europa, como el nazismo en Alemania y el fascismo en Italia. El descontento económico se canalizó hacia una profunda desconfianza en las instituciones políticas existentes, acelerando su desmoronamiento.

En América Latina, la crisis económica de la década de 1980, conocida como la «década perdida», llevó a la deslegitimación de varias dictaduras militares. El desmoronamiento de las economías nacionales y la incapacidad de los gobiernos para revertir los efectos de la hiperinflación y el desempleo resultaron en un amplio rechazo popular, que eventualmente facilitó la transición hacia democracias en países como Argentina y Brasil.

Los factores sociales, particularmente aquellos relacionados con la identidad y la exclusión, también juegan un papel crucial en la deslegitimación. Las sociedades no son homogéneas; están compuestas por múltiples grupos étnicos, religiosos y culturales que buscan representación y reconocimiento. Cuando un gobierno falla en incluir a todos estos sectores, o se percibe que privilegia a unos sobre otros, la legitimidad del poder es naturalmente cuestionada.

El ejemplo más claro de esto puede encontrarse en las tensiones étnicas y raciales que han alimentado la deslegitimación de muchos gobiernos. En Ruanda, por ejemplo, la exclusión y persecución sistemática de la población tutsi a manos del gobierno dominado por los hutus durante décadas llevó a una crisis de legitimidad que culminó en el genocidio de 1994. Aunque el conflicto tenía raíces económicas y territoriales, la falta de representación política para ciertos grupos exacerbó las tensiones, erosionando la confianza en el gobierno y desatando una tragedia humanitaria.

En otro contexto, las protestas por los derechos civiles en Estados Unidos durante la década de 1960 fueron una manifestación directa de la deslegitimación del sistema político que, durante generaciones, había excluido a la comunidad afroamericana de las oportunidades económicas y sociales. A medida que los movimientos sociales ganaban fuerza, la presión sobre el gobierno para cambiar sus políticas se intensificó, forzando reformas profundas en las leyes de derechos civiles.

La corrupción es otro factor crítico en la deslegitimación del poder, especialmente cuando la población percibe que las instituciones están al servicio de intereses privados en lugar del bien común. Los escándalos de corrupción a menudo provocan una erosión de la confianza en las autoridades y refuerzan la percepción de que el gobierno es incapaz de garantizar justicia y equidad.

Finalmente, en la era de la globalización y la hiperconectividad, los medios de comunicación y las redes sociales juegan un papel crucial en la formación de opiniones sobre la legitimidad o deslegitimidad de un gobierno. Si las narrativas que se difunden a través de estas plataformas pueden amplificar el descontento y acelerar la deslegitimación, la censura, bloqueo o limitación en el uso de las redes sociales resulta ser una avalancha donde el proceso de deslegitimación se ve reforzado.

En conclusión, los factores sociales y económicos son motores poderosos en la deslegitimación del poder que no se pueden tapar con un dedo, discursos sin sentido ó circos mediáticos. La incapacidad de los gobiernos para gestionar las desigualdades económicas, abordar la exclusión social y mantener un mínimo de transparencia y justicia en su funcionamiento conduce inevitablemente a la erosión de su legitimidad. En una era de creciente interconectividad, las dinámicas de poder son más frágiles que nunca, y la legitimidad de los regímenes depende de su capacidad para responder adecuadamente a las demandas sociales y económicas de sus ciudadanos. Solo aquellos gobiernos que logran adaptarse a estas presiones tienen la posibilidad de sobrevivir en el largo plazo.

 

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