La mitad de las empresas balleneras americanas llegó a estar basada en New Bedford, Maryland. Gran parte de sus propietarios eran cuáqueros y bastante endogámicos: la austera frugalidad cuáquera y el casarse entre sí condujo indefectiblemente a una gran acumulación de capital.
Considerada per cápita, New Bedford se convirtió en la ciudad más rica de Massachussets y una de las más ricas de los Estados Unidos. Y la mayor de sus empresas balleneras fue la fundada por Isaac Howland Jr, en 1817.
En los siguientes 45 años, la casa Howland patrocinó 175 expediciones balleneras. La empresa creció al paso que los matrimonios trajeron nuevos socios a la red familiar. Uno de ellos, y al cabo de los años el más importante de los dueños, se llamó Edward Robinson, padre de Hetty, quien murió en 1865, luego de amasar casi 6 millones de dólares. Dejó a su hija 1 millón de dólares y la renta vitalicia que pudieran rendirle los otros 5.
Semanas más tarde falleció el último vástago de los socios originales, Sylvia Ann Howland, la tía solterona de Hetty. Su testamento estipulaba que la mitad de su fortuna fuese a manos de algunas personas a quien quiso beneficiar. El resto, 1.100.000 dólares, debía fundar la renta vitalicia de Hetty. Al morir ésta, el capital debería pasar a los descendientes directos del abuelo de Sylvia. Tom Mandell, hombre de toda su confianza, sería el albacea.
A los 30 años que por entonces tenía, y aún soltera, Hetty había sido de jovencita una de las mujeres más bellas de Nueva York. Y aunque ahora tenía en el banco 1 millón de dólares y gozaría toda su vida de la renta generada por más de 6 millones, se sintió, sin embargo, ¡despojada! y demandó al albacea y los demás fideicomitentes: nada de réditos vitalicios, dijeron sus abogados: Hetty quería todo el dinero ahora.
Para ello mostró un documento hasta entonces desconocido que se convertiría en el elemento novelesco del juicio: la prensa sensacionalista pronto lo llamó “segunda página”.
La segunda página que se añadía al testamento original de la tía Sally había sido notariado en 1863 y venía firmado por ella. En él dejaba establecido: «Revoco todos los testamentos dejados por mí antes y aun después de este que dejo a mi sobrina para mostrarlo, si fuere necesario, ante cualquier otro testamento que apareciese luego de mi muerte». Hetty alegó que la segunda página expresaba un acuerdo secreto, pactado privadamente entre tía y sobrina, al que llamó “testamento mutuo”. Su tía, contó a los jurados, se había distanciado de su padre y, antes de morir, quiso asegurarse de que ni un solo centavo de la fortuna Howland cayese jamás en manos de Edward Robinson.
En consecuencia, pidió a Hetty que redactase ella misma el testamento y que guardase precavidamente esa segunda página o codicilo. Hetty debía comprometerse a excluir a su padre de su propio testamento. A cambio, la tía Sally le cedería en herencia la totalidad de su fortuna. Si ya con todo esto el caso acaparaba la atención de la prensa, lo que vino luego entró en los anales del género norteamericano por excelencia: el dramón de tribunales.
El desfile de testigos expertos que orquestaron los abogados de Hetty y el albacea Mandell fue el primer torneo de pruebas técnicas que se vio en los Estados Unidos, más de un siglo antes que los defensores de O.J.Simpson expusiesen ante el jurado y millones de telespectadores la circense controversia entre el ADN del acusado en la ensangrentada escena del crimen y el guante que no calzaba bien en las manos de Simpson.
Esta primera muestra de la experticia forense como espectáculo trajo a la corte un batallón de grafólogos que, sirviéndose de gigantografías de la firma de la tía Sally, agotaban argumentos en favor de la ambición de Hetty. Los abogados del albacea Mandell trajeron, a su turno, un testigo estrella: un afamado matemático de Harvard que, con argumentos probabilísticos desmenuzados en un pizarrón concluyó, sin persuadir a nadie, que la posibilidad de que la tía Sally pudiese haber firmado la segunda página era de “una vez en dos mil seiscientas sesenta y seis millones de millones de millones de veces”.
Al cabo de muchas agotadoras sesiones de un jurado confundido e indeciso, el juez falló que el testimonio de Hetty violaba una olvidada ley federal que traía consigo el tecnicismo con el que se cerró la causa, sin decidir a favor de Hetty.
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En el curso de su vida, Hetty Green hizo crecer su patrimonio con atinadísimas inversiones financieras que fueron elogiadas por los mismísimos John D. Rockefeller y J.P. Morgan. De hecho, inyectó recursos en la petrolera de Rockefeller que en 1907 le permitió capear una fuerte recesión.
Al mismo tiempo que manejaba personalmente su firma de inversiones, Hetty crió fama de roñosa: cuáquera al fin, se alimentaba casi exclusivamente con atol de avena, vistió toda su vida de negro mientras el traje y la cofia características de su fe religiosa soportasen una lavada más. Así ataviada acudía a las rondas de la Bolsa de Nueva York. Así la captan fotos de la época, como un avechucho codicioso del sur de Manhattan.
Vivió gran parte de esa vida en un apartamento arrendado, en Hoboken, New Jersey, y en al menos dos ocasiones, destacadas por la prensa de su tiempo, se fingió indigente para obtener atención médica gratuita en un hospital para pobres. Hetty se casó eventualmente con un hombre de negocios apellidado Green a quien Hetty hizo firmar un acuerdo prenupcial que la eximía de responsabilidades por las deudas de su marido.
Igual que el excéntrico Howard Hughes, Hetty Green desarrolló una paranoia que, por un irracional miedo a los envenenamientos, la llevó a desconfiar de toda comida que no hubiese visto preparar. Los Green tuvieron varios hijos a quienes Hetty Green legó todo su patrimonio de 95 millones de dólares.
En 1906, con la aparición del aro de acero flexible, el mercado del hueso de ballena colapsó definitivamente y con él desapareció para siempre la que aún quedaba de la otrora gran industria ballenera americana.
Hetty Green falleció en 1916, el mismo año en que una corte federal ordenó a la poderosa Standard Oil de Nueva York desagregarse en virtud de las leyes federales contra los monopolios. Paradójicamente, esa medida precipitó el desarrollo de la primera gran corporación contemporánea que, un siglo más tarde llegaría a llamarse Exxon Mobil.
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