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La sabiduría digital

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La ciencia, desde siempre, escruta hasta en sus profundidades a la naturaleza que nos rodea: a la madre tierra, para desentrañarla, para comprenderla mejor, tanto como persiste en su empeño milenario de ampliar la temporalidad de la vida humana.

De manos de las nuevas tecnologías ingresamos en una era que, además de conocer nuestro mapa genético, pone en entredicho el valor de los espacios territoriales y la misma materialidad, haciendo privar al imaginario humano, a la virtualidad, asumiendo como su paradigma la velocidad de vértigo.

No se trata del esfuerzo por dejar a la tierra y conquistar el espacio, que cristaliza con la llegada del hombre a la Luna hace 60 años ni de la posibilidad que se hace cierta, 60 años después, de viajar desde Pekín hasta Nueva York en dos horas con el IPlane chino. Se trata de lo dicho, de una era nueva, no de una simple estación o edad dentro de un ciclo histórico continuo, centrada aquella en la inteligencia artificial.

Hace 30 años, en 1989, se cae el muro de Berlín y predica el final de las ideologías –del comunismo y la sobrevivencia del capitalismo liberal– sin que se repare en lo dicho; salvo para repetir lo cosmético, como el renacimiento marxista bajo el socialismo del siglo XXI o el progresismo a ritmo de Twitter, para engaño de incautos mientras otros anuncian la llegada del posliberalismo: No habrían más piedras filosofales y aceptan que son recónditos los caminos por los que recorre la naturaleza del hombre.

Lo esencial, insisto, es que, el agotamiento de las repúblicas y la insurgencia de los fundamentalismos sociales o la vuelta a los enclaves primitivos es la consecuencia de la quinta revolución industrial, una de cuyas manifestaciones más populares es el mundo fragmentario de las redes sociales e Internet. En la medida en que diluyen los viejos lazos de la ciudadanía estatal fronteriza favorecen los nichos entre semejantes, excluyentes de los diferentes, quienes se relacionan entre sí dentro de cavernas virtuales y de corte platónico.

Las violentas manifestaciones en Cataluña, París, Hong Kong, Santiago, nada tienen que ver con las de hace 30 años, como el Caracazo o la masacre de Tiananmén, coincidentes, estas sí, en sus motivaciones: rechazo de la corrupción, rezago en el bienestar, agotamiento de los partidos políticos.

Las primeras proceden de una insatisfacción innominada, aguas abajo del fenómeno de desarticulación social señalado, del sentimiento de orfandad que sigue a la ruptura de la “amistad social” –fundamento de la confianza y de la política– entre los individuos. Se reacciona, entonces, contra los poderes más preocupados por lo abstracto del interés colectivo e indiferentes ante el enojo íntimo de cada internauta. Y así cada protesta se direcciona contra el único foco visible del Estado en agonía, su gobernante, sea de izquierda, sea de derecha, al que se le lapida por razones incidentales.

La cuestión es compleja. Hace relación, entre otros elementos, con ese cosmos que ha sido propio de la ciencia ficción y ahora es realidad cruda y muda. El Parlamento Europeo nos la describe:

“Desde el monstruo de Frankenstein creado por Mary Shelley al mito clásico de Pigmalión, pasando por el Golem de Praga o el robot de Karel Čapek —que fue quien acuñó el término—, los seres humanos han fantaseado siempre con la posibilidad de construir máquinas inteligentes, sobre todo androides con características humanas”; y “existe la posibilidad de que a largo plazo [¿?] la inteligencia artificial llegue a superar la capacidad intelectual humana”.

Las redes y su uso exponencial son, sin cortapisas, un logro civilizador que profundiza la experiencia de la libertad. Para su comprensión de nada sirven los símbolos y conceptos del siglo XX, menos los del XVIII y XIX, cuando ocurren las revoluciones que les dan textura a nuestros sistemas constitucionales.

Esta es mi apreciación y quizás la única, por lo pronto. Es bastante, si al menos sirve para aproximarnos, con humildad y sabiduría, a ese entorno inteligente y artificial ya instalado de modo terminante en el Occidente de las leyes y en el Oriente de las luces.

Que las nuevas relaciones y los actores emergentes dentro de este teatro novedoso de la ciudadanía digital se muestren con predominio y hasta desplacen a los rezagados, por carentes de sabiduría digital – por vivir en estado de vacuidad y como renegados hasta de sus propias raíces culturales, como los europeos – es lo inevitable, pero no son fatales sus amenazas.

Al cabo, el hombre —antes de que se vea sustituido por la robótica y la industria 4.0— es aún el mismo. Está a tiempo de servirse de estas y no de servirlas como esclavo, superando a la posverdad, es decir, rescatando a la razón y su relación con lo objetivo, sin que  signifique el abandono de su sensibilidad emocional, a fin de discernir sobre la manipulación de las realidades, mirando fuera de la cueva.

Hay, en suma, invertebración social, indignación, e inmediatez conductual, que siguen al debilitamiento del espacio público como armonizador entre las personas, como proyectos unos y únicos. En la incertidumbre media el instinto de la supervivencia, el preferir creer en lo que sosiega, por irreal que se le considere. Vivimos el desbordamiento de un río sin cauce que exacerba el pluralismo e infla los derechos de los dispersos, sin posibilidades de cabal garantía. A la inteligencia artificial debe acompañarla la prudencia digital del hombre, varón o mujer.

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