Entré temprano esa tarde al bar en Sabana Grande a beber una fría y encontré en un extremo de la barra a Ludovico Silva, es decir a Luis Silva Michelena, mi esclarecido amigo, poeta, filósofo y acreditado bebedor, unos seis años menor que yo pero mucho más adulto en el dominio del lenguaje y de las ideas. Jamás logré explicarme cómo podía Ludovico armar sus concepciones filosóficas capaces de hacer aportes culturales al marxismo siendo como era un bebedor persistente. En mi caso, la resaca me despedaza y no atino a recordar siquiera el número de mi cédula o se me olvidan los nombres de mis nietas.
Al vernos, nos saludamos con gran afecto, pero permanecí en el otro extremo de la barra respetando su deseo de rumiar sus tragos sin compañía alguna. Ya estaba allí, solo, trasegando lo suyo antes de que yo entrara buscando los míos. Resultaba lógico y razonable el mutuo respeto a la privacidad. Además, el bar estaba desierto a esa temprana hora de la tarde. ¡Éramos dos solitarios dromedarios sedientos!
De pronto, veo que el barman se acerca y sin decir una palabra me tiende una servilleta doblada y mueve los labios en dirección a Ludovico, quien sonríe. Al desplegar la servilleta encuentro una frase espléndida, el iluminado inicio de un poema de antología. Comprendí que se trataba de una invitación: era, en efecto, un juego que el propio Ludovico llamó La Ronda de la Damajuana. El juego consistía en construir. frases de perfecto equilibrio poético. Y a partir de ese momento, ocasionalmente, comenzamos a cruzar en silencio breves textos que exigían o no ser continuados. Era devolvernos él y yo a los ingeniosos y espontáneos cadáveres exquisitos de los surrealistas franceses que llegaron también a entretener a los integrantes de Sardio, particularmente a Adriano González León, a Luis García Morales y a mí mismo, entre otros aspirantes literarios. En las noches, nos reuníamos allí donde vendieran cervezas y con nuestras volcánicas discusiones sobre literatura y las apasionadas lecturas de los grandes autores y los elogiosos comentarios que provocaban nuestros magistrales textos, exorcizábamos la dictadura del ordinario fascista que era Pérez Jiménez. Durante el día cada uno cumplía con sus responsabilidades políticas actuando en la clandestinidad. De eso no se hablaba en el bar con aserrín en el piso, fuerte olor a cerveza de sifón y enardecida poesía revoloteando sobre los exquisitos cadáveres de la imaginación.
Nada quedó de la adorable Ronda de la Damajuana, ni siquiera una ajada servilleta o una sola de aquellas frases que Ludovico me hacía llegar en silencio desde el extremo de la brillante madera de la barra, con un atónito barman ocupado en renovar las cervezas. Nada quedó de los juegos literarios de Sardio; jamás se nos ocurrió grabar nuestras voces, dejar alguna constancia de la energía que alimentaba nuestro espíritu; documentar las jocosas parodias medievales de Alfonso Montilla o filmar a Adriano convertido en muñeco sentado en las piernas de Hugo Baptista, el ventrílocuo.
Éramos jóvenes y hacíamos lo que creíamos entonces que debíamos hacer: divertirnos, escribir para nuestro propio deleite, jugar con la literatura como hacíamos Ludovico y yo en el bar de Sabana Grande.
Se dice insistentemente que la literatura; que el arte es un enigma. Todavía hoy me pregunto por qué y para quién escribo y sé que escribo porque no sé hacer otra cosa y lo hago porque me da gusto y escribo para mí mismo. Si por fortuna hay alguien que lea mis textos será una bendición porque se dice que todo libro, todo escrito espera a un lector. Sartre afirmaba que la literatura nace a partir del momento en que alguien compra un libro (¡Sartre insiste en lo de comprar!), lo abre y comienza a leerlo porque antes de que esto ocurra, el libro es solo un montón de páginas blancas con líneas negras.
¡Ludovico convirtió la poesía en un bello juego! La Ronda de la Damajuana fue solo eso: un bello juego inteligente que habría sido tal vez un libro atractivo si hubiésemos cultivado un ego adecuado para vislumbrar la posteridad que lo esperaba.
Me duele decirlo, pero no éramos todavía escritores que estuviésemos navegando en un mar de enigmas sino pobres dromedarios rebuscando en un bar desierto o en el aserrín de una taguara de mala muerte algún perdido pero exquisito cadáver sobreviviente del surrealismo francés.
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