Áspero, despiadado, cruel y ausente de risas y de alegrías el régimen militar bolivariano, o cualquier otro régimen duro y autocrático pueden sentirse o creerse sólidos, acerados, eternos como una roca; pueden enfrentarse altiva y groseramente al sol despiadado y a alguna lluvia huracanada de críticas, gestos opositores; pueden creerse protegidos por la eternidad, pero la roca sabe que lleva consigo su disgregación, está asediada por su propia decrepitud al romperse y fragmentarse; al hacerse polvo y arena de siglos; peñascos o piedritas tan pequeñas que sin darnos cuenta aplastamos al caminar. El polvo, la arena, evidencian la total disolución, la máxima destrucción.
La piedra ¿qué duda cabe? es símbolo de dureza y peremnidad; la ponemos en el zapato del ser que odiamos, la vemos a un lado del camino o resistiendo los embates furiosos de las olas del mar o hundidas en las paredes de los acantilados y de inmediato sentimos que hay en ella una eterna inmovilidad que no es necesariamente permanente, porque entera es fuerza y unidad; pero rota es disgregación. Hay quienes sostienen que en este último estado es derrota y muerte.
Cuando se encuentra al lado del camino observa todo lo que pasa frente a ella, pero nadie la mira, es astuta y como si no existiera.
Marius Schneider, en un libro suyo titulado El origen musical de los animales-símbolos en la mitología y la escultura antiguas, sostiene que la piedra constituye la primera solidificación del ritmo creador; que la piedra es la música petrificada de la creación. Pero la arena es agonía, es la muerte lenta de su propia eternidad, el sosegado paso del tiempo, siglos de un transcurrir perezoso. La arena es ese conjunto de fragmentos sueltos de rocas o minerales de pequeño tamaño que puede variar mucho en apariencia: la volcánica es de color negro; la de las playas con arrecifes de coral es blanca.
Puede ser que el viento la transporte, entonces se llama arena eólica. En las playas y en el desierto abunda la arena y hay médanos y dunas y a veces la muerte acecha a quienes se aventuran a cruzarlas.
Pero el mayor símbolo que puede ofrecernos la roca lo ofrece un griego llamado Sísifo. Ciego y castigado por los dioses tiene que empujar una roca cuesta arriba por una montaña, pero antes de llegar a la cima, la roca vuelve a rodar hacia abajo. Para muchos, el mito de Sísifo alude a la incansable lucha de la naturaleza humana contra el despotismo, pero el terrible castigo terminó asociado a nuestra vida moderna como una absurdidad. Tratamos de encontrar un sentido a la vida, pero puede ocurrir que alguien nos diga o demuestre que la vida carece de significado. Entonces surgen tres maneras de aceptar, entender o rechazar el castigo que se le impuso a Sísifo: somos conscientes de que el esfuerzo que hace es totalmente absurdo e inútil. Reconocemos que lo es, pero nada hacemos por evitarlo; o nos rebelamos. Personalmente, ¡me inclino por la rebeldía!
Las leyes humanas prohíben esa inclemente tarea de cargar una roca de tan apreciable peso y tamaño como castigo decidido por los dioses, es decir, por la máxima autoridad.
Pero ¿acaso no somos Sísifos los venezolanos que sufrimos las torturas y vejámenes de unos perversos mandatarios armados que se burlan de la ley y están mas cerca del crimen y las drogas que del ejercicio político?
Los países que nos observan mientras empujamos la enorme roca por la empinada montaña de los suplicios nada hacen para detener los oprobios bolivarianos, salvo unas patrióticas declaraciones que se desintegran como la roca y se convierten en pedruscos o arena. ¿No se asemejan a la roca griega los infortunios del hambre y de la penuria bolivarianas, la diáspora y la tristeza que tanto nos abruman?
Sísifo lleva siglos empujando inútilmente la roca del castigo. Nosotros, en apenas veinte años que parecen multiplicarse a sí mismos, doblamos en edad la triste agonía del mito griego.
Al igual que Albert Camus también descubrí que Sísifo, ciego, “veía” el mundo a su alrededor y se sentía feliz durante los breves segundos de descanso que antecedían a un nuevo ascenso a la montaña de la ignominia. Yo he hecho de esos dolorosos e iluminados segundos la heroica materia de mi propia rebeldía, pero una rebeldía construida con una argamasa de palabras que no impiden verme empujando la inmensa y pesada roca de mis desalientos a la espera de que alguien me libere de tan pesado castigo.