OPINIÓN

La revolución húngara de 1956: una luz para los oprimidos

por Rajmund Fekete Rajmund Fekete

No es tarea fácil conmemorar algo pasado en nuestros acelerados tiempos. Todo y todos se precipitan. Para muchos, lo único que importa es experimentar algo al instante: un bocado y un sorbo, un selfie y un post, un tuit y un share. Antes de que te des cuenta, antes de que puedas disfrutarlo de verdad, ya ha pasado y el siguiente está listo en la cadena de producción: cuanto más nuevo, mejor; cuanto más rápido, más de moda.

Pero evocar los recuerdos de 1956 nos ofrece la oportunidad de detenernos un momento y reflexionar: hay cosas que son más fuertes que el paso del tiempo y que se resisten a quedar sepultadas bajo él. Son, por ejemplo, los héroes, sus grandes hazañas, o la propia memoria. Ya hayan transcurrido 150, 100 o incluso 68 años, los héroes y las hazañas verdaderamente grandes deben ser conmemorados. Porque donde se recuerda a los héroes, siempre habrá otros nuevos. Para nosotros, los húngaros, el 23 de octubre de 1956 es uno de esos días que recordar, una de las piedras angulares de nuestra nación.

En la batalla del 56, el pueblo se convirtió en nación. El país se unió. Jóvenes y viejos, hombres y mujeres, trabajadores e intelectuales, campesinos y soldados compartían el mismo deseo: libertad para Hungría, porque los húngaros no pueden vivir sin libertad. No importa cuántas veces se nos prive de ella, tarde o temprano la recuperamos. Si es necesario, luchamos por ella; si nos obligaban, morimos por ella. En octubre de 1956, la libertad que recuperamos puso fin al miedo. Si echamos un vistazo a las fotografías y filmaciones tomadas en aquellos días de finales de octubre, y contemplamos alguno de los rostros durante un tiempo, podremos imaginarnos cómo debió de ser su vida, cuáles eran sus aspiraciones, qué esperaba. Lo reconocemos como un compatriota que anhela la libertad, que ha tomado la mano de la persona que está a su lado, aferrándose a un desconocido. Confiaba en los demás porque sabía que ellos también querían ser libres.

Hace 68 años, estos jóvenes húngaros escribieron sus nombres no sólo en la historia de Hungría, sino en la historia mundial para siempre. Aquellos jóvenes habían sido testigos de la Segunda Guerra Mundial, de la invasión del país por las tropas soviéticas y de la ocupación total del país por los comunistas. Vieron su capital destruida y hecha pedazos y reconstruyeron su ciudad. Después de 1945 creyeron que había esperanza. Pero se equivocaron. Vieron cómo el ejército soviético, junto con los traidores comunistas húngaros, edificaban un terror institucionalizado total. En 1950, en apenas cinco años, se había establecido en Hungría un estado policial que supervisaba y controlaba todos los ámbitos de la vida. En 1945, el cuerpo de policía política de poco más de 500 efectivos se transformó en la Autoridad de Protección del Estado y su número aumentó a 28.000. Se emplearon a 40.000 informadores. Entre 1945 y 1956, en 11 años, 400 personas fueron ejecutadas por motivos políticos, y casi uno de cada tres adultos fue sometido a investigaciones oficiales. No quedó una sola familia en el país en la que uno u otro miembro no fuera maltratado, encarcelado o internado, o sometido a algún tipo de medida administrativa.

El martes 23 de octubre de 1956 una manifestación de solidaridad que inicialmente iba a congregar a unos cientos de estudiantes fue el desencadenante de que la desesperación aflorase. Bajo las cenizas, las brasas de la resistencia seguían ardiendo. Toda la sociedad estaba asfixiada por la dictadura: tanto el obrero de la fábrica como los campesinos humillados y los ciudadanos privados de sus bienes y de su futuro. Aquel martes, a los estudiantes de la Universidad Técnica se unieron los de la Universidad Agrícola y luego los de la Universidad Hortícola. Pronto les siguieron estudiantes militares y de medicina. Cada vez se sumaban más manifestantes. El tráfico de tranvías se detuvo y, cuando llegaron a la plaza Kossuth Lajos, la principal de la capital, ya había cientos de miles de personas.

A diferencia del levantamiento de Berlín de 1953 o de la revuelta de Poznań de 1956, los húngaros no salieron a la calle ese día para protestar por los «abusos» y las privaciones, sino contra el sistema comunista de terror y ocupación extranjera que nos robó la libertad e intentó esclavizar a nuestra nación. El levantamiento fue espontáneo, audaz, entusiasta y de una fuerza asombrosa. La nación compartía una misma voluntad y estaba alimentada por un deseo elemental de libertad. El propio pueblo se rebeló contra el régimen que despreciaba, sin distinción de religión, clase o ideas políticas. Porque estaban hartos de las promesas utópicas, de la fantasía del paraíso terrenal, del terror que lo manchaba todo, de la desesperanza y el acoso constante, y de los incesantes ataques en toda regla a nuestra identidad nacional y cultural. Los húngaros deseaban una vida normal: una vida acorde con sus raíces, sus costumbres, sus características. A quienes se enfrentaron fue a los gobernantes comunistas de Moscú. Su vacío moral, su ejercicio hipócrita del poder y su despreció de la nación provocaron repugnancia y desprecio en todos los húngaros. Por eso, cuando Imre Nagy, en su discurso en el Parlamento, llamó «camaradas» a los manifestantes, éstos gritaron al unísono: no somos camaradas. Después, el derribo de la estatua de Stalin ya no fue sólo un acto simbólico de la revolución, sino que estalló entonces la respuesta armada a la salva de disparos del ejército frente al edificio de la Radio. Raymond Aron lo expresó en 1957 de la siguiente manera: «En este siglo aún no hemos visto una revolución popular contra un Estado dominante que comience con un levantamiento y termine con la conquista del Estado».

Compartían una misma voluntad, y esto les daba ánimos y alegría. Porque allí, en aquellos trece días, las cosas fueron sencillas: quien era húngaro se unía a ellos. Los que querían libertad e independencia se unían a ellos.

Los acontecimientos del 23 de octubre y los días siguientes mostraron claramente lo que quería la nación húngara. El 3 de noviembre, todas las reivindicaciones importantes parecían cumplidas: la camarilla Rákosi-Gerő había sido expulsada del poder; la Autoridad de Protección del Estado había sido abolida; las tropas soviéticas parecían retirarse; el sistema multipartidista estaba a punto de resurgir. El país declaró su neutralidad y terminó la huelga general.

La lucha conjunta e inseparable por la independencia nacional y la libertad política es tanto más evidente cuanto que la derrota de 1956 sólo podría lograrse si se destruían ambas. Por tanto, la intervención del grupo comunista y traidor de Kádár y del mayor ejército de tierra del mundo tenía por objeto tanto combatir las conquistas que perjudicaban los intereses soviéticos como las que pretendían abolir la dictadura. La revolución no podía ser derrotada sin una invasión.

Al amanecer del 4 de noviembre de 1956 la maquinaria militar soviética marchó contra Hngría con 2.500 tanques, 800 vehículos blindados y 600 cañones antiaéreos. La resistencia armada duró una semana más, pero la revolución no terminó ahí: las manifestaciones, la resistencia pasiva, las protestas silenciosas, las pintadas antisistema, los periódicos distribuidos ilegalmente y los panfletos la mantuvieron viva. Entre el 23 de octubre y el 11 de noviembre de 1956, el ejército soviético sufrió enormes pérdidas en Hungría, especialmente en Budapest. En dos semanas murieron casi 700 soldados soviéticos, otros mil resultaron heridos y medio centenar desaparecieron. Las pérdidas más graves para los invasores se las infligieron los muchachos de Pest en los distritos VIII y IX: el 80% de todas sus pérdidas en la capital fueron causadas aquí. Estas dos zonas fueron el epicentro de las batallas. Entre el 24 de octubre y el 5 de noviembre, más de veinte tanques, cañones autopropulsados y vehículos blindados fueron destruidos por los insurgentes sólo en Corvin. La mitad de las pérdidas de blindados soviéticos en Budapest se produjeron allí.

La guerra revolucionaria se llevó a cabo según las reglas de la guerra de guerrillas clásica. Los rebeldes arrebataban sus armas del enemigo. Como dijo uno de los comandantes de Corvin: «Si no tienes armas, el enemigo te las traerá». En el transcurso de la batalla utilizaron todas las técnicas de la guerra de guerrillas urbana: se lanzaron bidones de gasolina a las unidades blindadas que se adentraban en calles estrechas, se colocaron platos volcados para que parecieran minas, se embadurnaron las calzadas con jabón, se hicieron rodar granadas de mano bajo los tanques, se construyó una barricada con trenes y otra con adoquines.

Y, lo que es más importante, «el pueblo estaba con ellos», como dijo otro líder de los rebeldes, añadiendo que no hubo casa en la que entraran y no recibieran ayuda. Según un chiste, inspirado en la realidad de la revolución, unos chavales llamaron al timbre de un apartamento del tercer piso del bulevar, preguntando si podían disparar por la ventana. El ama de casa les dejó entrar con una condición: que se limpiaran bien los pies en la puerta. Estos jóvenes -bromas aparte- apenas podían llevar un fusil pero luchaban con la obstinación de los adolescentes por su país y su libertad, por una vida sin miedo ni angustia. Una de ellas era Erika Szeles, una chica de 15 años que murió en combate. Su fotografía, en la que se ve a Erika mirando con fiereza mientras sujeta un fusil ruso, fue noticia en Occidente durante la Revolución de Octubre.

Sin embargo, las pérdidas húngaras fueron importantes. Cerca de 20.000 rebeldes resultaron heridos, unas 2.700 personas murieron en Hungría (1.945 de ellas en Budapest) y 200.000 fueron desplazadas a la fuerza. El grupo de edad más joven representó alrededor del 44% de las víctimas durante los enfrentamientos: unos 750 menores perdieron la vida en esta guerra. A las dos semanas de libertad de 1956 siguieron siete años de opresión, desde finales de 1956 hasta la amnistía parcial declarada en la primavera de 1963. La sociedad húngara pagó cada día de revolución con medio año de terror. Durante las represalias, que persistieron hasta 1961, 229 personas fueron ejecutadas en virtud de sentencias judiciales, 860 fueron deportadas a la Unión Soviética y 25.000 fueron encarceladas o internadas. Los que escaparon de la horca fueron condenados a ser ciudadanos de segunda clase y marginados durante décadas.

Pero, ¿cuál fue el objetivo y la razón de esta desproporcionada represalia? ¿Por qué reaccionó Moscú a la Revolución húngara de 1956 con una brutalidad tan excesiva y desenfrenada? En la respuesta está la explicación de la trascendencia histórica mundial de la revolución húngara de 1956.

Moscú lanzó un ataque y unas represalias tan brutales contra Hungría porque la Revolución de 1956 no exigía mejores condiciones de vida, sino que rechazaba el sistema comunista como tal y la ocupación que imponía; en otras palabras, era abiertamente anticomunista y antisoviética. Los húngaros buscaban la libertad y la independencia sin distinción de clases: ya fueran obreros, campesinos, estudiantes, ciudadanos o intelectuales; en resumen, todo el mundo. La nación estaba por encima de las clases, lo que constituía una sorprendente refutación de la doctrina marxista. En 1956, los húngaros exigieron libertad, independencia nacional y elecciones libres sin asesores ni tanques soviéticos. Fue una lucha a vida o muerte contra una fuerza terriblemente abrumadora, una lucha por la dignidad humana, por la supervivencia de la nación y por la preservación de la identidad.

El brutal aplastamiento de la Revolución Húngara fue una victoria pírrica. La URSS conservó su imperio y su lugar en el orden mundial bipolar. Y con su brutal represión el poder del Ejército Rojo permaneció incontestado durante un poco más de tiempo. Pero en aquella lucha desigual, los jóvenes rebeldes de Pest arrancaron la máscara de los soviéticos. Desde el momento en que los tanques empezaron a disparar contra los luchadores por la libertad dejaron de ser los custodios de la noble y justa causa de la esperanza. Todo el mundo pudo ver quiénes eran y cómo eran en realidad. A partir de entonces, los invasores soviéticos detrás de los tanques y las ametralladoras se convirtieron en los enemigos de la libertad, la independencia y la dignidad humana. La Revolución de 1956 reveló la verdadera naturaleza de los comunistas.

Desde el momento en que los húngaros salieron a la calle por sus derechos y se alzaron en armas contra los invasores extranjeros, no hubo vuelta atrás para los comunistas. Tras el aplastamiento de la Revolución los gobernantes comprendieron que estaban sentados sobre un barril de pólvora y que debían actuar con cautela si querían evitar otra explosión.

Aunque la legitimidad del régimen de Kádár descansaba en el aplastamiento de la Revolución, en represalias despiadadas y sin precedentes y en la presencia del ejército soviético, lo único que mantuvo su equilibrio hasta el derrocamiento del comunismo fue el miedo recíproco. Kádár y los comunistas estaban aterrorizados ante el pueblo y no se atrevían a extralimitarse. Y el pueblo húngaro les temía, porque sabía exactamente lo despiadados que eran y cómo harían cualquier cosa por mantener su poder. Los comunistas se retiraron de la vida privada de la gente a cambio de la exigencia de que dejáramos de hacer política y les dejáramos los asuntos públicos a ellos. Durante más de tres décadas, Kádár y los demás guardaron silencio. Ocultaron y falsificaron 1956, sin ni siquiera permitir que se hablara de ello.

La revolución de 1956 duró sólo dos semanas, pero conmocionaron al mundo entero. Básicamente hizo añicos el sistema de paz europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Desveló la cruda realidad de los regímenes de terror al estilo soviético. Durante los siguientes casi cuarenta años, esas dos breves semanas dieron esperanza a los oprimidos por el comunismo en toda Europa Central y Oriental y sirvieron de ejemplo a todos los luchadores por la libertad del mundo.

La verdad de 1956 es el punto de referencia y la brújula que alimenta el orgullo de Hungría. Cuando oímos los nombres de los jóvenes rebeldes de Pest, involuntariamente nos ponemos en pie. Su memoria no debe preservarse simplemente porque así lo dicte la decencia, sino porque fueron ellos quienes, junto con muchas otras personas anónimas, dijeron «no» a la dictadura comunista. Y no sólo dijeron «no», sino que lucharon contra ella, tomaron las armas y arriesgaron su bien más preciado -sus vidas- para que hoy podamos vivir libres aquí. Péter Mansfeld, Erzsébet Mány, István Angyal, Ilonka Tóth, László Lengyel, János Szabó, y una interminable lista. En las dictaduras totalitarias del siglo XX, sólo la Revolución Húngara de 1956 se atrevió a plantar cara al todopoderoso Estado terrorista, porque con el comunismo no se podía llegar a ningún acuerdo. En última instancia, se trataba de la supervivencia de la nación y de la dignidad humana, porque no hay naciones pequeñas. Incluso la potencia más fuerte y poderosa debe ser combatida cuando la humillación es insoportable. Porque el destino de una nación viene determinado por los momentos en que no sólo va a la deriva de la historia, sino que se convierte ella misma en historia. Como dijo Milovan Gyilas: «La Revolución húngara fue el principio del fin del comunismo». Después de 1956, ya no se podía ignorar que los regímenes ilegítimos, corruptos e insostenibles -mantenidos vivos por el fuego y por la fuerza brutal de la Unión Soviética- eran de hecho dictaduras totales contra el pueblo.

Publicado originalmente en The European Conservative y reproducido por El Debate .