OPINIÓN

La Revolución de los Espejos

por Salvatore Giardullo Russo Salvatore Giardullo Russo

Capítulo I: El Espejo Quebrado

En un pequeño país tropical, conocido por su hermoso paisaje y su abundante reserva de contradicciones, algo curioso había comenzado a suceder. En Venezuela, una revolución peculiar se cocinaba a fuego lento. No era una revolución de armas, ni de ideas, sino de reflejos. Sí, reflejos. Porque, como en cualquier buena historia de espejos, lo que ves frente a ti nunca es lo que realmente está allí.

En el Palacio de Miraflores, un trono construido sobre mármol y promesas, el Gran Líder, que a estas alturas se creía más que presidente, estaba encerrado en su despacho. Frente a él había un espejo gigante, de esos antiguos, con marco de oro que alguna vez adornaron las mansiones de los aristócratas de otros tiempos. Este espejo, sin embargo, tenía una particularidad: cada vez que el Gran Líder se miraba en él, veía algo completamente distinto a la realidad.

¡Soy invencible! – exclamaba, mientras en el espejo se reflejaba una figura imponente, musculosa, con una capa ondeando al viento, cual héroe de telenovela barata. Pero si uno se paraba detrás de él, lo único que se veía era a un hombre algo gordo, con el uniforme desgastado y un aire de cansancio que ni los filtros de Instagram podían maquillar.

La Revolución Bolivariana, como había sido bautizada, ya no era solo bolivariana; ahora era, según el reflejo del espejo, intergaláctica. «Vamos camino al siglo XXII», aseguraba el Líder, aunque el calendario del país parecía estancado en el siglo XIX, o peor aún, en alguna distopía futurista escrita por un autor particularmente cruel.

Pero no solo el Gran Líder tenía su espejo mágico. Toda la cúpula del poder, desde los ministros hasta los militares de alto rango, habían recibido uno. Porque en Venezuela, la única manera de mantener el poder era asegurarse de que nadie viera la realidad. Cada ministro, gobernador, y hasta los encargados de las cajas de CLAP tenían su propio espejo personal, ajustado a sus deseos más profundos. Y es que la verdadera revolución no era de clases, sino de reflejos.

Capítulo II: El Espejo de la Economía Inversa

Mientras tanto, en la calle, el pueblo también tenía sus espejos. Pero estos espejos eran distintos, de esos que encuentras en las ferias de barrio, deformantes, que hacen que tu cuerpo se vea estirado, aplastado o completamente distorsionado. Los venezolanos se miraban en ellos cada vez que iban al supermercado. Cuando el ciudadano común se miraba, pensaba que era un comprador con poder adquisitivo. Pero, al acercarse a los anaqueles, el espejo se burlaba cruelmente. Los productos se hacían diminutos, al igual que el billete de millones de bolívares que sostenía en su mano. Un rollo de papel higiénico, ese objeto mítico del que muchos solo escuchaban en las historias de sus abuelos, parecía más lejano que nunca.

Las cadenas de televisión, sin embargo, mostraban un país distinto. Según los informativos, había más comida que nunca, los salarios eran los mejores del continente, y la inflación no era más que una broma contada por algún comediante extranjero. “¡Aquí no hay crisis!”, decían los locutores, mirándose en sus espejos dorados mientras leían noticias sobre sueldos tan altos que ni el mismísimo Midas los podría alcanzar.

En una esquina del barrio 23 de Enero, un grupo de ciudadanos discutía. Ellos no tenían espejos dorados, pero habían aprendido a vivir con la realidad. Allí, un joven con una gorra roja aseguraba que el país estaba en el mejor momento de su historia, “lo dijo el Líder en cadena nacional”, argumentaba. Frente a él, una señora mayor, cargando una bolsa con apenas dos plátanos y una caja de huevos vacía, le lanzaba una mirada tan afilada como los cuchillos que ya no podía comprar.

Muchacho, ¿es que no ves? – le gritaba – ¡No hay comida, no hay medicinas, y la luz se va más rápido que el sueldo!

El joven se encogía de hombros. Él había aprendido a vivir con el reflejo del espejo del gobierno, que, aunque distorsionado, al menos le ofrecía una versión de la realidad menos dolorosa. Porque, como bien sabía, en la Revolución de los Espejos, la verdad solo era otra ilusión.

Capítulo III: El Gran Apagón y la Oscuridad Iluminada

Pero no todos estaban conformes con los espejos. Un grupo pequeño, llamado los “Rompe-Espejos”, había comenzado a ganar seguidores. Ellos, hartos de los reflejos falsos y de las promesas vacías, querían ver las cosas como eran. Estos intrépidos ciudadanos habían logrado colarse en uno de los ministerios y encontraron un cuarto lleno de espejos rotos. Cada uno de esos espejos pertenecía a algún funcionario que, en algún momento, había osado decir la verdad. Y claro, en Venezuela, decir la verdad era como romper un espejo: siete años de mala suerte, si es que tenías suerte.

Uno de los Rompe-Espejos, un hombre alto y flaco, apodado «El Quijote de Caracas», sostenía un martillo. «Vamos a romper todos los espejos», decía con determinación. Pero en cuanto se acercaba a uno de los espejos mágicos del poder, el reflejo comenzaba a hablarle.

¿De verdad quieres hacer esto? – le susurraba el reflejo del Gran Líder, ahora convertido en una versión aún más musculosa y heroica de sí mismo. – Piensa en todo lo que te ofrecemos: estabilidad, paz, unas cajas CLAP a tiempo.

El Quijote de Caracas titubeaba por un momento. Pero luego recordaba los interminables apagones que dejaban a todo el país sumido en la oscuridad. En su casa, como en la mayoría, ya habían aprendido a jugar dominó a la luz de las velas y a cocinar en fogones improvisados. Porque, en esta revolución, hasta la energía eléctrica había decidido irse de vacaciones permanentes.

Capítulo IV: La Frontera del Espejo y los Ilusionistas del Sur

En la frontera con Colombia, la situación era distinta. Allí, los espejos no llegaban a distorsionar tanto la realidad. Miles de venezolanos cruzaban todos los días buscando medicamentos, comida y un poco de esperanza. Del otro lado, las noticias eran confusas: mientras algunos hablaban de éxodo, otros aseguraban que se trataba solo de turismo médico. “Venezolanos buscan aventuras en Cúcuta”, decía un titular optimista en la televisión del gobierno.

El Gran Líder, preocupado por la imagen de su revolución, convocó a una reunión urgente con su gabinete de ilusionistas. Estos no eran magos de verdad, claro está, pero tenían un talento especial para hacer desaparecer problemas, al menos en los noticieros.

Necesitamos un nuevo truco – ordenó el Líder mientras se miraba en su espejo. – Algo que distraiga a la gente. Quizás otro apagón, o mejor aún, una escasez temporal de gasolina. Eso siempre les gusta.

Uno de los ministros, un hombre con bigote y sombrero, sugirió que, en lugar de generar apagones, podían crear una ilusión de prosperidad total. «¿Y si simplemente les decimos que el país ha mejorado tanto que ya no necesitan emigrar? Que la gasolina es tan barata que la estamos regalando al mundo», propuso.

El Líder sonrió. A su alrededor, los espejos reflejaban no solo a un hombre invencible, sino a todo un país que vivía en una realidad alternativa. Una donde los hospitales funcionaban, los salarios alcanzaban, y la seguridad era la mejor del continente. Sin embargo, fuera del Palacio, la gente seguía en colas interminables, peleando por una botella de agua o por llenar sus tanques de gasolina, que, a pesar de ser uno de los recursos más abundantes del país, había aprendido a evaporarse.

Capítulo V: El Espejo Final

Los Rompe-Espejos seguían ganando fuerza. Habían logrado romper varios de los espejos en las oficinas del gobierno, y cada vez más personas comenzaban a cuestionar la realidad que les vendían. Incluso algunos fieles seguidores del Líder habían empezado a notar las grietas en sus reflejos.

El Gran Líder, consciente de que su poder dependía de esos espejos, ordenó una purga. Nadie podía romper los espejos de la revolución, porque si los espejos caían, caía todo lo demás. En un último acto desesperado, mandó a construir el espejo más grande jamás visto, uno que reflejara no solo su imagen, sino la de todo el país. Lo colocaron en la plaza Bolívar, frente a una multitud que lo miraba con una mezcla de admiración y confusión.

Cuando el líder se paró frente al espejo, esperaba ver nuevamente su reflejo heroico, ese que tanto le gustaba. Pero algo salió mal. En lugar de su imagen idealizada, el espejo comenzó a mostrar la realidad: calles vacías, hospitales en ruinas, gente huyendo. El Líder, horrorizado, trató de tapar el espejo, pero ya era demasiado tarde. El pueblo entero lo había visto y ya no había vuelta atrás.

Fue entonces cuando la Revolución de los Espejos finalmente colapsó. No fue una explosión, ni una guerra civil, ni siquiera una huelga general. Fue el simple acto de ver la realidad lo que derrumbó todo el sistema de ilusiones. Y mientras el Gran Líder se alejaba, derrotado, solo quedaba el reflejo de un país que, por fin, había empezado a despertar de su largo sueño de espejos rotos y promesas vacías.

Y así, en un país donde la verdad había sido prisionera de los reflejos, la gente descubrió que, al final, los espejos solo muestran lo que ya está allí, esperando ser visto.