OPINIÓN

La responsabilidad urbanística: un concepto de eterno aprendizaje

por Emilio Urbina Mendoza Emilio Urbina Mendoza

Nuevamente los infortunios, vinculados a la naturaleza, golpean a las ciudades.  Así como a principios de este año Turquía fue víctima de sendos terremotos, la semana pasada tocó puertas en Marruecos.  Los muertos ya son más de dos mil y sigue contando en esa lúgubre clepsidra que es la fragilidad de la existencia humana, paradójicamente, en nuestra era estelar: el Antropoceno. Lo más resaltante del asunto, aparte de las insustituibles pérdidas humanas, radica en la fragilidad urbanística que ya fue referida cuando los terremotos en la nación de Kemal Atatürk. Marrakech, Tafeghaghte, Taroudant, Tinmel, Moulay Brahim, Safi, Adassil y poblaciones enteras de la provincia de Al Haouz, han sido los lugares donde mayor concentración de daños ha causado este intenso sismo que llegó a sentirse en lugares tan alejados del epicentro como Rabat, Casablanca, Tánger y las españolas Ceuta y Melilla.

La ubicación de centros urbanos poblados, medianos o de mayor concentración, ha respondido siempre a la capacidad estratégica para satisfacer las necesidades urbanas. Casi siempre, las fundaciones poblacionales ocurrían al lado de un cauce de agua (río, lago, línea costera, etc.), donde pudiera aprovecharse y reducir la exposición poblacional a las inclemencias geográficas. El segundo factor determinante, además del acceso a agua potable, está influido por las ventajas del hábitat para facilitar las actividades económicas de mayor producción de riqueza a sus habitantes. Esto implica que, si esa urbe aglutina a una población cercana a la actividad minera, es por su proximidad a las canteras del producto explotado y/o transformado. De igual forma ocurre con la agricultura, sirviendo de soporte vivencial para quienes trabajan en este sector primario. Incluso, una ventaja geográfica puede resultar capital para poblaciones cuyos entornos ni cuentan con minerales ni con suelos fértiles o fertilizables. Estamos haciendo alusión a las ciudades-comercio, como ha sido el caso de Hong Kong, Venecia, Macau, etc.

Esta dinámica se asentamiento urbano más o menos estuvo marcada entre los siglos XII hasta el XIX, cuando por el advenimiento de la Revolución Industrial, aunado con el surgimiento del homo viator (ser humano desplazable); se decide por consolidar áreas urbanas cada vez de mayor concentración.  Muchas veces, la propia identidad de la ciudad establecía ciertos cánones frente a inclemencias naturales que, de vez en cuando, chocan con la tranquilidad urbana. Por ejemplo, en Japón, ante una plausible -y resiliente- actividad sísmica, el perfil urbano de las construcciones buscaba ser menos vulnerable ante intensos azotes telúricos que han golpeado una y otra vez a la nación del sol naciente. En Europa, la realidad no fue distante, pues, ciudades inundables comenzaron a replantearse el estilo de los edificios y sus infraestructuras protectoras (vgr. Ámsterdam y Londres), surgiendo las nuevas medidas de seguridad urbana, cada vez más efectivas. El caso de la París del Barón Hausmann (siglo XIX), con sus reformas urbanísticas prototípicas, se impuso como norma de la época, que la altura máxima de los edificios en la mayoría de los arrondissement municipaux (distritos municipales) debía ser hasta donde un camión de bomberos, con su escalera, podía llegar con facilidad.  Es por esta razón que, aunado con las deficiencias del suelo, los arrondissement 1° (Louvre), 2° (Bourse), 3° (Temple), 4° (L’Hotel de Ville), 7° (Palais Bourbon) y 8° (L’Elysée) solo contengan edificios cuya altura máxima sean 6 pisos.

Las experiencias de grandes desastres urbanos asociados a la naturaleza, nos hizo, como especie, replantearnos nuestra manera de construir en estos espacios. Primero, porque es prácticamente inviable -cuando no imposible- el mudar una ciudad hacia otro lugar tras un devastador terremoto, tsunami, aluvión, etc. Como bien lo indicó hace un siglo Paúl Valéry, “(…) la era de los páramos y territorios libres de los lugares que no son de nadie, ha concluido (…)” (Regard sur le monde actuel. París, Librairie Stock, 1931, p. 35). Los espacios geográficos son limitados, por lo que no queda de otra que optimizar el del asentamiento existente. Segundo, que hemos aprendido a establecer patrones y modelos teóricos sobre cada embate de la naturaleza, haciendo que los pronósticos (no predicciones) sean acertados, hasta el punto de construir una técnica de la cual hemos abordado en esta columna en las semanas anteriores: la antifragilidad. Y tercero, que hemos aprendido a respetar a la naturaleza, no para enfrentarla, sino que, utilizando sus propias dinámicas, hemos reproducido técnicas que urbanísticamente nos hace más resistentes a ella. Desde nuevos materiales más biodegradables hasta la desmineralización de las ciudades (Vgr. París en 2030 tendrá 40% menos asfalto que en la actualidad), nos dan lecciones sobre cómo aprovecharnos mejor del hábitat

Pero no todo es evolución. Como siempre se apunta, no hay cosa más terca que la propia realidad. Y los seres humanos, von zeit zu zeit, disfrutamos de estimular el ego a través de más y más tecnología con horma artificial que de forma “instantánea y sin dolor”, nos lleve al paraíso. A esto deben sumarse las deficientes estructuras socio-jurídicas para hacer valer el contenido total del Derecho urbanístico, en donde las Administraciones Urbanísticas asumen una lacerante “ceguera voluntaria”. Edificaciones supuestamente autorizadas, sucumben ante el primer temblor, donde lo más doloroso no es la pérdida del edificio, sino de ciudadanos que vivían allí confiados en la seguridad que les brinda las comodidades del urbanismo. En Turquía se pudo comprobar que los más de 5.000 edificios desplomados carecían de las más elementales previsiones técnicas para sobrellevar un terremoto de gran magnitud; pero todas tenían su correspondiente “permiso por la administración urbanística”. Y, con mucho pesar, en Marruecos parece confirmarse esta terrible patología que nos envuelve en esta reeditada pesadilla de irresponsabilidades urbanas.

En Venezuela históricamente se mantuvo una línea meridiana y clara sobre quién debía responder en caso de que un siniestro destruyera una edificación, sea cual sea su zonificación o uso. Además, tras el terremoto de Caracas en 1967, asumimos nuevas normativas técnicas para hacer más resistentes las construcciones, poniéndose a prueba tras el sismo de Cariaco en 1997. La Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en 2006, reescribió el sistema de responsabilidad urbanística. Una sentencia de amparo constitucional (N° 1632), accionada en protección de intereses difusos y colectivos de naturaleza ambiental, contempló una indemnización (y no restitución como es lo correcto) a todos los afectados por las crecidas del lago de Valencia en la ciudad de Maracay. También se instituyó un concepto novedoso denominado “responsabilidad objetiva-urbanística”, eliminando todo vestigio de la responsabilidad decenal del artículo 1637 del Código Civil. En fin, estamos hablando de nuevos conceptos de daños previsibles, ligados al azar, que sobrepasaría el término de prescripción legal para responder.  Marruecos y Turquía deben ser nuestro espejo en el caso que, Dios no lo permita, ocurra una calamidad de esas proporciones en alguna ciudad venezolana. Para ello, debemos estar vigilantes por el cumplimiento de las normativas urbanísticas que salvarían vidas y propiedades. Hacer otra cosa, es perdernos en las infinitas elucubraciones de autocomplacencia ególatra de quien no aprende historia.