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La responsabilidad de gobernar y el arte de escurrir el bulto

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La democracia requiere de la participación activa de los ciudadanos en todos los asuntos de interés público; pero la complejidad del oficio de gobernar hace necesario que siempre, y particularmente en momentos difíciles, la responsabilidad en la toma de decisiones recaiga en los que mandan. Es por eso que -cuando podemos hacerlo- escogemos para gobernar a quienes tienen capacidad de liderazgo, con la confianza de que sabrán enfrentar las adversidades del camino. Un líder es el que orienta y conduce; no el que vacila y se queda en la retaguardia, para que sean otros los que den el paso al frente y asuman una responsabilidad que habían delegado en el que -en medio de su mediocridad- ahora está desorientado y retrocede. En los casos en que, por mandato constitucional, se ha encomendado determinados asuntos al jefe del Estado, lo que se espera es que éste ejerza esa competencia, y no pretenda devolverle la pelota a los ciudadanos, que poco o nada saben del asunto.

Durante la Segunda Guerra Mundial, sin preguntar, Churchill marcó un camino y condujo al pueblo inglés, del mismo modo que lo hizo Franklin D. Roosevelt cuando declaró la guerra a las potencias del Eje. En octubre de 1961, cuando se produjo la crisis de los misiles cubanos, el presidente Kennedy asumió su responsabilidad, tomó decisiones difíciles, y no se escudó en una consulta popular para no actuar cuando tenía el deber de hacerlo, o para atribuirle la responsabilidad de esa decisión a la ciudadanía. Hace pocas semanas, en un asunto tan delicado como es el mantenimiento del sistema de pensiones, Macron no consultó a la población al incrementar la edad para jubilarse porque, aun a riesgo de protestas masivas, le pareció que esa era la decisión responsable.

Puede que, para el Reino Unido, la salida de la Unión Europea -el llamado Brexit– fuera una de esas cuestiones que, por su trascendencia, valía la pena consultar a la población. Pero, en un asunto tan delicado, el líder no podía abdicar su responsabilidad de orientar, y de explicar a los ciudadanos las consecuencias de una u otra decisión.

Pero la voluntad popular nunca ha sido un obstáculo para los tiranos. Bajo regímenes autoritarios, las decisiones de cualquier tipo son tomadas por quien ejerce el poder, sin importarle cuál es la voluntad de la población. En Irán, o en Afganistán, sin consultar a nadie, los ayatolas decidieron que las mujeres debían llevar el velo islámico, y que no podían asistir a la escuela. En Nicaragua, Daniel Ortega le quitó la nacionalidad (¡o eso dice!) a más de doscientos nicaragüenses que defienden la libertad de su patria. Y Putin tampoco hiso una consulta popular para invadir Ucrania.

En Venezuela, Chávez no hizo una consulta popular para entregar el país a los cubanos, con servicios de identificación y sistemas de seguridad incluidos. Tampoco la hizo para permitir que Guyana pudiera explorar el territorio en disputa entre ambos países, ni para que ésta pudiera explotar los recursos económicos de esa zona. En realidad, en 2007, a Chávez no le importó que el resultado de una consulta para reformar la Constitución le fuera desfavorable y, a pesar de la voluntad contraria de la mayoría de la población, impuso sus cambios, ya sea por decreto, o mediante sentencias de un tribunal de justicia servil. Desmantelar el sistema de salud y educación, acabar con los sindicatos, eliminar la independencia de los poderes públicos, o destruir la democracia y el Estado de Derecho en Venezuela, no fue objeto de una consulta popular. Tampoco lo fue la decisión de retirarse de la Comunidad Andina de Naciones.

Ni Chávez ni Maduro pidieron la opinión de la población para imponerle a Venezuela un sistema político y social alejado de sus tradiciones y de su cultura. Ni Chávez ni Maduro le preguntaron a los venezolanos si querían seguir aferrados al sistema de valores propios de Occidente o si, por el contrario, querían transitar el camino de Siria, Irán y Rusia. Ni Chávez ni Maduro organizaron un referéndum para determinar si se acogía en suelo venezolano a la guerrilla colombiana, o si se les entregaba el territorio de los estados Apure y Bolívar. Ni Chávez ni Maduro consultaron a los venezolanos para permitir la deforestación del Arco Minero del Orinoco, o la contaminación de los ríos aledaños.

A pesar de lo anterior, la agencia de noticias EFE informa que el “PSUV prepara una consulta pública para que los ciudadanos debatan sobre la postura que debe adoptar el gobierno [de Venezuela] en la disputa [territorial] con Guyana”. Resulta que, en esta controversia, no se le consultó al país cuando se decidió presentar ante la Corte Internacional de Justicia un memorándum desafortunado, plagado de insensateces, para objetar la competencia de dicha Corte sin una argumentación jurídica sólida. Esa irresponsabilidad llevó a una primera derrota judicial, que tal vez pudo haberse evitado. Tampoco se consultó al país para fijar una estrategia de defensa equivocada, dirigida por personas que (al igual que en Pdvsa, en el Banco Central, o en el Ministerio de Educación), carecen de calificación para ello, y sólo han conducido al desastre. Y tampoco se consultó al país sobre la interposición de una excepción preliminar que sabíamos que íbamos a perder, y que no necesitábamos para la defensa de los derechos e intereses de Venezuela en el Esequibo, pero que nos expuso a una segunda derrota judicial ante la Corte.

Sin duda, los venezolanos quisieran estar informados de qué es lo que está pasando en este caso, y cómo es que el gobierno de Venezuela está abordando la defensa de los derechos de Venezuela en el territorio situado al oeste del río Esequibo. Pero los venezolanos no son juristas, y no tienen la información ni la formación necesaria como para decidir si comparecer o no comparecer en las fases siguientes del juicio ante la CIJ, con qué estrategia, y con qué equipo de expertos. Es el gobierno el que tiene que decidir qué va a hacer, por qué, y para qué. Para eso son los líderes. No para escudarse en una consulta popular cada vez que tienen una papa caliente entre las manos, y no saben qué hacer con ella.

En la controversia del Esequibo, lo que está planteado es muy simple: el gobierno de Venezuela no sabe cómo abordar la fase que ahora comienza, y que tiene que ver con las razones por las cuales el laudo de París es nulo, y los títulos históricos y jurídicos que puede alegar Venezuela para sostener que el territorio al oeste del Esequibo le pertenece. Por eso, en el comunicado del 6 de abril pasado, en reacción a la sentencia de la CIJ rechazando la excepción preliminar de admisibilidad de la demanda de Guyana, Venezuela volvió a insistir en un asunto que ya está cerrado, que es el relativo a la competencia de la Corte, y anunció que va a “evaluar” sus pasos futuros. Eso ya presagiaba que Venezuela quiere retirarse del procedimiento pendiente ante la Corte, y mucho mejor si lo puede hacer con el pretexto de una consulta popular, realizada por un órgano electoral controlado por el gobierno, y cuyos resultados no son creíbles.

Lo responsable es asumir apropiadamente la defensa de los derechos de Venezuela en el Esequibo, en la instancia judicial que está conociendo de ese asunto, y cuya sentencia será obligatoria. A menos que, como se ha insinuado en un artículo de prensa de estos mismos días (acompañado de una fotografía de Fidel Castro manifestando su apoyo a Guyana), sea razonable preguntarse si es real la defensa que está haciendo Maduro del interés nacional en el caso del Esequibo, o si detrás de esa fachada se esconde la intención de entregar esa región que, según Chávez, era “una herencia del colonialismo”, marcada por la presión de Estados Unidos para desestabilizar a un gobierno de izquierda en Guyana. De acuerdo con la Constitución de Venezuela, la conducción de las relaciones internacionales es responsabilidad del presidente de la República. Si quien ocupe dicho cargo siente que hace demasiado calor, que se salga de la cocina; pero que no busque pretextos para no hacer su tarea.

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