El resentimiento que arrastra consigo el espíritu latinoamericano, si se le puede dar ese nombre al paquete de prejuicios, traumas y complejos que lastra nuestra conformación espiritual, tras más de quinientos años de existencia, pues la América española, como bien insistía en llamarla el aristócrata vasco venezolano Simón Bolívar, vio la luz, o se la vieron, un 12 de octubre de 1492. Hasta entonces el continente no tenía existencia global. No existía entre los continentes que dominaban el mundo. Era Finis Terrae, lo ignoto, el borde extremo de la mesa que era el planeta en la conciencia de la cumbre civilizada del homo sapiens. Ni siquiera tenía plena conciencia de si mismo. Dicho hegelianamente, la América precolombina existía en sí, pero no para sí. A pesar de contar con dos soberbias culturas, en algunos aspectos muy superiores a las culturas dominantes: la europea y la asiática, ni los aztecas sabían de los incas, ni los incas de los aztecas. Estaban ensimismados, salvo en cuanto al dominio imperial que ejercían en sus territorios. En ambos casos ejercido con la máxima brutalidad imaginable, incluso el esclavismo, en algunos casos llevados al extremo del canibalismo. ¿Es de esa brutalidad extrema, inhumana y bárbara, ejercida por aztecas e incas sobre los pueblos por sus élites dominados que se reclaman las mentes afiebradas del latinoamericanismo extremo de las conciencias marxistoides latinoamericanas?
No hubo resistencia de los sistemas sociopolíticos dominantes en Centro y Suramérica, porque la desigualdad de poderes enfrentados fue descomunal. Incas y aztecas, que tenían mayores conocimientos astronómicos, incluso matemáticos, que los europeos –empleaban el cero en sus cálculos matemáticos, una novedad absoluta para los conquistadores–, ni siquiera conocían la rueda. Estaban en el neolítico. Tampoco conocían el metal y sus armas eran prehistóricas: el garrote, la lanza y el cuchillo de pedernal. El uso del caballo les daba a los españoles una movilidad y una superioridad en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo, inalcanzable por los aguerridos y corajudos soldados indígenas. La disposición de armas de fuego y el acero de espadas, sables y lanzas permitían que en encuentros bélicos de grandes muchedumbres, unos pocos españoles de a caballo pudieran consumar auténticas masacres. La resistencia indígena a la que se refieren los escribas e ideólogos del latinoamericanismo primario, una burla primitiva y bárbara del pensamiento marxista, heredero de la lógica de Hegel y la tradición racionalista de Occidente, es una brutal ficción.
En el caso más notable del choque de civilizaciones, el de la conquista de México por Hernán Cortés –un descomunal soldado que unía a su indómito coraje y a su descomunal osadía, una sabiduría política y militar digna de Maquiavelo y Clausewitz, y a quien bien podríamos considerar el primer latinoamericano de la historia– la lucha era existencialmente desigual: los aztecas no mataban a sus enemigos, se apropiaban de ellos para esclavizarlos o convertirlos en víctimas de sus bárbaras tradiciones religiosas. Engordarlos, subirlos a las cimas de sus cúes –los templos piramidales del centro de México- descuartizarlos y comérselos. A esas guerras sin víctimas mortales las llamaban “guerras floridas”. Antes de hacer prisionero a un español, este había alanceado, descuartizado y asesinado a decenas de enemigos. La historia del asalto final a México Tenochtitlan por las tropas de Cortés fue una virtual carnicería. La más bella de las ciudades del Nuevo Mundo fue arrasada hasta sus cimientos, sin dejar piedra sobre piedra. ¿Resistencia indígena?
Cito el caso mexicano, pues es emblemático para barrer con la superchería de “la resistencia indígena” inventada por el castro comunismo. La conquista de México fue un atropello incomparable, único en la historia de Occidente. Y cruelmente equiparable literariamente con la Guerra de Troya. Recomiendo la lectura de la versión literaria de nuestra Ilíada y La Odisea: La verdadera historia de la conquista de México, por Bernal Díaz del Castillo. La pretendida resistencia indígena, además de una ominosa ficción y un odioso autoengaño, encubre la humillante ignorancia y futilidad de los estudios científicos de nuestro pasado, incapaces de corregir los prejuicios históricos de las izquierdas. Lo único cierto, a estas alturas del desarrollo de las civilizaciones, es que esa ontológica, metafísica desigualdad de poderes entre nuestra región y el resto del mundo civilizado, continúa mostrando la brutal desproporción puesta de manifiesta durante la conquista de nuestro continente por las fuerzas de la Corona. Y es lógico que esa supuesta resistencia indígena sea difundida oficialmente por quienes quisieran mantener vivo un resquicio de resistencia ante el poder del capitalismo, Estados Unidos, Europa y el extremo oriente. Incluso China, segunda potencia imperial después de los Estados Unidos de Norteamérica.
¿Puede alguien imaginarse cuál sería la actual versión de “una resistencia indígena” ante el virtual asalto de la Quinta Flota a Venezuela y Cuba, para liberarlas de la dominación gangsteril y narcotraficante que subyuga, arruina y empobrece a sus habitantes? ¿Puede alguien creer que su población se identificaría con sus explotadores y saldría en defensa de los comunistas que los aherrojan? Yo lo dudo.
Lo único cierto, verdadero e indiscutible es que Latinoamérica nació el 12 de Octubre de 1492. Fue el parto doloroso de lo que un pensador peruano llamara “la raza cósmica”. Y cuyo destino, aún en discusión por las izquierdas ideológicamente trastornadas, terminará por imponer el reino de la libertad. Todo lo demás es cuento.
@sangarccs