Al adentrarnos en la lectura de un libro muchas veces se produce una casi fantástica transmutación de la percepción: gracias a la obra de un acertado narrador es posible que nuestros sentidos se ubiquen entre esas líneas, surgiendo en nosotros una avalancha de sensaciones. Para algunos, pocas cosas son más satisfactorias que perderse entre las estimulantes páginas de una buena novela. La literatura generalmente expresa el pensamiento, visión y sentir de un autor; su obra es una extensión de sí mismo, la que refleja el impacto de su realidad y el modelaje que la cultura ha producido en él. Es así que en una inmensa cantidad de textos se condensan los arquetipos y estructuras con las que se han levantando las sociedades y se pone luz a la fibra desenhebrada de un país.
Entre la amplia cantidad de escritores venezolanos en los que podemos apreciar una narrativa que de manera fidedigna nos ilustre nuestra idiosincrasia y los acontecimientos con los que se ha gestado nuestra identidad, tenemos la de uno de los más destacados relatores de nuestras letras: Ramón Díaz Sánchez (Puerto Cabello 14/08/1903 – Caracas 8/11/1968). Este escritor, periodista e historiador se convirtió en una de las más enconadas plumas de la primera mitad del siglo XX en Venezuela. Su obra siempre es una recurrente excusa para explorar y conocer con detalle a un país que recién despertaba de un prolongado letargo, pero que a pesar de estar despierto sufría por sus aún entumecidas piernas, lo que lo imposibilitaba para dar certeros pasos hacia el progreso. Este miembro de la academia de la lengua (1952) y de la historia (1958) dejó con sus títulos publicados un testimonio que en el presente cobra singular vigencia.
En 1936 la nación se encontraba en la agitada convulsión que representa el cambio histórico que ocurre al fallecer Juan Vicente Gómez, quien gobernó durante 27 años con férrea dictadura. Para entonces el poder lo ejercía el general Eleazar López Contreras, heredero del “gomecismo” pero que generaba la esperanza por el establecimiento de políticas moderadas y de una apertura. Es en ese contexto que se publica Mene, obra de enorme trascendencia porque abordaba con una renovada estética narrativa un tema que ya era fundamental para el Estado: el petróleo. Díaz Sánchez nos sacude contundentemente al desnudar una oprobiosa realidad en la que se establece un sistema donde los extranjeros someten a los locales y algunos de ellos fijan maniqueas posturas, rebeldía o servilismo. Proliferan las bruscas alteraciones motivadas por la bonanza: cambio de conducta de los pobladores, destrucción de la moral y menosprecio de lo espiritual. La dialéctica presente nos permite tener plena consciencia de lo que es la lucha de clases y los factores socioeconómicos que transforman al hombre y su entorno, patrones que se ponen de manifiesto gracias a la extracción petrolera.
En su novela de 1950, Cumboto (ganadora del premio William Faulkner de 1964), se nos presenta una vibrante radiografía que nos muestra la esencia de ese singular choque entre europeos, indígenas y africanos, del que somos resultado. Una temeraria rebeldía contra las costumbres y la configuración social hegemónicamente instaurada. Su estilo renovador se aleja del valor que cobra el paisaje en el criollismo, para centrarse en el humano. Dos escenarios son los terrenos dogmáticos donde se desarrolla la acción de esta publicación: el relativo al blanco criollo, terrateniente dueño de la hacienda, quien se encuentra en el pináculo social de un país que heredó lo arrasado por la guerra, la indolencia y la arbitraria posesión de la riqueza; y el del negro, prolongación histórica de ese aberrante sistema esclavista donde el hombre explotado por el hombre estaba condenado a los caprichos del amo, la cosificación del ser humano, pero que, a pesar de la condición que lo oprime, no deja espacio para el encierro y codifica una vida interna y emocional donde no existen cadenas: “Cuando los negros se ponen a imaginar cosas, su fantasía no conoce límites, la frontera entre lo natural y lo fantástico se rompe y lo absurdo conviértese en atmósfera de la existencia”.
Desarrolló el cuento, género en el que editó Caminos del amanecer (1941) y La virgen no tiene cara y otros cuentos (1951). Su novela Casandra, que vio la luz en 1957, retoma el tema petrolero de Mene. Con Borburata explora un universo relacionado al café y el cacao. En el ámbito histórico crea una muy bien valorada biografía entre la que destacan: Historia de una historia (1941), Antonio Leocadio Guzmán: Guzmán, elipse de una ambición de poder (1950) y Bolívar. El Caraqueño (1967). En 1952 es galardonado con el Premio Nacional de Literatura. Complementó su creación intelectual con una reconocida actividad política y de servidor público como diputado al Congreso Nacional, juez municipal en Cabimas, estado Zulia y director de cultura del Ministerio de Educación. En su juventud fundó con otros escritores el grupo literario Seremos, quienes fueron encarcelados en 1928 y pasarían dos años en prisión por criticar públicamente la gestión del dictador Gómez. Por todo ello, Ramón Díaz Sánchez nos resulta un personaje fundamental en el arqueo de nuestras letras, su compromiso y sentir venezolano quedó plasmado en un notable legado que afloró con la esencia fina y volátil de esta tierra.
El paso de los años solo ha servido para remozar la obra de este insigne escritor nacido en Carabobo hace 118 años, quien dramáticamente nos llamó la atención con una alarmante crítica a la Venezuela de su presente, circunstancias que lamentablemente se prolongaron negativamente, marcando el rumbo a las siguientes generaciones. La literatura de Ramón Díaz Sánchez campea entre los resabios ancestrales y la amenaza que se ciñe sobre los pueblos cuando se emprende el proceso de la modernidad, creando un territorio para lo cruel, lo determinante y lo fantástico. Igual que el pintoresco personaje de Cumboto, Cruz María, El Matacán; el país parece extraviado entre el monte, sin vuelta atrás; a salto de mata buscamos un mejor futuro, mientras nos persigue una jauría, el acecho de la herencia de nuestros seculares errores. Como venezolanos necesitamos conseguirnos en esos perdidos caminos, detenernos, reflexionar, sanar como nación, para así despojarnos de todo aquello que nos ha condenado y, unidos como sociedad, salir en busca de nuestro destino.