El país está por tejerse y sus hilos permanecen en el carrete. Las voces de todas las épocas, de los hombres y mujeres a los cuales tocó en el pasado reciente tomar el libro de nuestra historia -sus hojas descuadernadas en el suelo- para refundar la república, estimulan a ello.
Nada es nuevo en el horizonte, pues en el pretérito los padres de nuestros padres heredaron arcas vacías, mártires suficientes para tapizar el Panteón Nacional, y -no menos importante- la vocación por las mejores causas de la humanidad, pie en junto, la libertad y por extensión la democracia tallada bajo, sangre, sudor y lágrimas (presto la frase a Winston Churchill).
No es esta realidad, a la cual acuden, propios, y extraños, reconociendo las dificultades expuestas sobre el tablero; ni la primera ni la más grave de nuestra era civil. Situaciones peores las ha habido, y en todas ellas, el país nacional ha superado a sus dirigentes, encontrando en su propia fuerza y espíritu, sobra decirlo, la mayor inspiración a la que las naciones pueden recurrir cuando el sol ha desaparecido del firmamento.
Durante décadas pasadas, por ser testigos presenciales, o bien porque fuimos causahabientes de antorchas portadas por quienes obligados a recorrer el maratón de las dificultades, recogieron las duras lecciones de los traspiés del pasado, para no reproducirlos en el presente; conocemos que el país, muchas veces perdió el rumbo, hubo huelga y manifestaciones, saqueos y reyertas, aplausos y gritos, colas y escases. En fin, hubo, todas las señales de que el país estaba en el suelo. Pero el país se levantó.
Encuéntrese ahí las explicaciones esenciales del planteamiento: muy a pesar de los profetas del desastre, y en oposición a los pronósticos de valiosos intelectuales del país, los venezolanos, siempre, ahí está la historia, supieron levantarse, ellos y en consecuencia al país todo, volviéndolo a armar desde el caos de sus piezas esparcidas por el tsunami, y hallaron nuevamente en el hogar sin techo, la esperanza extraviada, y en las mesas sin pan, la certeza de mejores días.
A quienes se empeñan, aferrados como el marinero a la vela ante el diluvio, en obligar a la nación a convencerse, cuando todo parece estar por construirse, que solo en la agresión del verbo, la descalificación del adversario, el uso y abuso de las fuerzas a disposición, se puede o debe edificar las relaciones entre iguales, la respuesta ha de ser, dejarles solos.
Sí el país vierte alcohol y oxigenada agua sobre sus heridas, las venda aun en medio de la fiebre, y se pone en pie, no nos quedaremos rezagados en lo peor del siglo que empieza. Habremos,- y eso tiene unos rasgos de heroísmo dignos de ser destacados-, demostrado al mundo nuestra valentía cívica, el poder de nuestros más nobles sentimientos, pero sobre todo nuestra capacidad para abrir, y no cerrar los caminos.
Las soluciones del país no saldrán de las academias, porque los remedios a los males de las mayorías nacionales no se encuentran en la construcción de chozas a las cuales se les guinda un cartel que dice “universidad”, las cuales, por cierto, una vez exhibido el aviso no tardan en darle la espalda al país al que se deben, para no servir sino a sí mismas. Una sociedad donde sus intelectuales están, por las razones enunciadas, castrados de entenderla y en consecuencia iluminarla, no está destinada sino al fracaso.
El país puede entusiasmarme así mismo con las gestas que ya protagonizó en el pasado y ese optimismo tiene muchas razones para mantenerlo en el presente. A los mariscales del pesimismo no puede permitírseles liderar las batallas futuras. Por lo pronto, el país, no necesita tantos almirantes de navíos como navíos, tantos generales de tropas como tropas y tantos dirigentes como voluntades. En fin, el país lo necesita a usted, no al otro.
El asunto no es lo que digan los dirigentes y la interpretación que hacen de la ley; el asunto, estimados amigos, está en la voluntad de los ciudadanos para hacer lo que su amor por el país les manda. Lo peor ya pasó. Y lo mejor está por venir.
Cuando, España –en tiempos de la Colonia– consideraba que los indios de las Américas no eran seres humanos y en consecuencia había que tratársele como bestias, el venerable padre dominico Fray Montesinos se negó en aceptar mansamente el racionamiento, y guiado por su conciencia en audiencia concedida por la Corona, agarró un indio por el pescuezo lo puso frente a los reyes católicos y a voz en cuello declaró: “Vosotros decíais que estos no son humanos y por tanto os maltratáis, entonces no os reclamo que los tratéis como humanos –y acto seguido derramó media pimpina de agua sobre el indio– sino que como habéis visto yo lo bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; así que su majestades, este indio, según dicen vuestros conquistadores no es humano, pero por la autoridad que me da la Iglesia, yo lo bautizo y ahora es hijo de Dios”.
Después de un largo silencio, el padre Montesinos miró a la audiencia y concluyó: “Vosotros los matáis, porque decíais que humanos no son; ahí lo tenéis, volad la cabeza a un hijo de Dios, miembro de la Iglesia, por el poder del bautizo, y que entonces el cielo caiga sobre vosotros”.
Quedaron estupefactos.