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La reconciliación con la política

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El mundo de la opinión publicada en torno a la política, constituido por ensayistas y personal, en mayor o menor medida especializado, tiende a poner el acento en los aspectos más contenciosos, cuando no escabrosos o incluso catastrofistas de ella. Su loable afán crítico subraya las falencias, los errores, los desajustes, incluso las trapacerías frecuentes que oscurecen su acontecer. Esta tarea de denuncia en principio necesaria contribuye, no obstante, a emborronar a veces el accionar político. También consolida el sentir generalizado de que la política es sucia por ser un terreno donde el conflicto y la transacción a cualquier precio predominan con las consiguientes conexiones con el mundo de la corrupción y de la ilegalidad. El resultado conocido es la desafección, la falta de confianza en las instituciones y en profesionales de la política, así como su cada vez más alto grado, no solo de minusvaloración, sino también de desprecio. En definitiva, el impacto en el deterioro de la democracia es palpable. Sin embargo, hay otros costados de la actividad política que requieren observarse para contribuir a reivindicar su revalorización.

En el último mes una secuencia de sucesos diversos puede tomarse en cuenta para abogar por la existencia de una arena favorable de evidente reconciliación con la política. En su quehacer esta ha dado señales en cierta medida positivas, en términos de Hanna Arendt, en pro de velar porque la convivencia entre las personas pueda ser posible, superando el prejuicio máximo de que la política sea “una sarta fraudulenta y engañosa de intereses e ideologías mezquinos”.

Si se entiende por político un ámbito del mundo en el que los individuos sean primariamente activos y den a los asuntos humanos una durabilidad que de otro modo no tendrían, entonces la esperanza no es en absoluto utópica. En cierta medida hay eventos que se han movido en esta dirección y que ineludiblemente requieren ser realzados. A continuación abordo sucintamente una serie de casos que apenas han tenido realce mediático pero cuyo componente de dignificación de la política es relevante.

Panamá, a pesar de su dramática desigualdad, de la existencia de asuntos de corrupción notables y de una sistemática debilidad en sus instituciones representativas, es un país que las diferentes instancias evaluadoras del rendimiento de la democracia en la región lo sitúan entre el 4º y el 5º lugar. Posiblemente ello se deba al activismo democrático de su Tribunal Electoral, impulsor a la vez que veedor de un proceso periódico de reformas electorales que buscan una democracia de mayor calidad.

Ello se refleja, por ejemplo, en el desarrollo de la figura de las candidaturas de libre postulación y también en una generosa y eficiente política de financiación pública del proceso político. La legislación prevé la posibilidad de que esta pueda ser devuelta por los beneficiados en cuyo caso engrosaría el presupuesto nacional de ciencia y tecnología.

Recientemente la bancada de Vamos, una instancia integrada por jóvenes asambleístas a través del referido mecanismo de la libre postulación y que constituye el principal grupo parlamentario del país, renunció a la financiación pública recibida de 6 millones de dólares por considerar que dicho monto tendría un mayor impacto en el siempre precario sistema nacional de ciencia y tecnología en concreto en el ámbito del tratamiento y de la prevención del cáncer.

En Uruguay las cifras de participación política en las recientes elecciones presidenciales y legislativas se acercan al 90% del electorado. Cierto que el voto es obligatorio, pero también lo es en una buena parte de los países latinoamericanos sin que se alcance ni por asomo ese nivel. Esta continuada actitud ciudadana es una expresión de compromiso inequívoco con la política que se traduce en escenarios de alternancia y de juego vigoroso en las relaciones entre los Poderes Ejecutivo y Legislativo.

Por otra parte, la estabilidad de su sistema de partidos proyectado en tres fuerzas políticas es asombrosa e inédita en América Latina ya que dos de ellos (el Partido Nacional y el Partido Colorado) contienden desde hace 180 años y el tercero (el Frente Amplio) desde la década de 1960. Además de todo ello, el electorado rechazó en sendas consultas populares una propuesta que violaba derechos ciudadanos en pro de la lucha contra la delincuencia y otra referida a una reforma del régimen de pensiones que pondría seriamente en riesgo su continuidad. Cuestiones todas que alzan al país constantemente al primer lugar en las clasificaciones de calidad de la democracia en la región.

Los gobiernos de Lula da Silva en Brasil y de Gustavo Petro en Colombia, ambos claramente alineados en la izquierda de la arena política de sus países, han manifestado firmemente que no reconocerán la reelección del presidente Nicolás Maduro si su gobierno no publica los registros detallados de la votación del 28 de julio antes del 10 de enero cuando termina su mandato actual. En el mismo sentido, el gobierno brasileño bloqueó la entrada de Venezuela en el sistema de BRICS+. El significado de esta postura de los dos grandes vecinos de Venezuela con respecto a este régimen autocrático que refuerza el principio de elección democrática del poder político es sobresaliente puesto que su liderazgo es notable, además de contar con intereses evidentes inmediatos por su carácter fronterizo.

La democracia fatigada que asola a los países latinoamericanos tiene en la justicia una herramienta por la que evidenciar que el Estado de derecho puede funcionar consolidando la separación de poderes. Esta circunstancia ha tenido durante el último mes dos evidencias muy importantes. En Brasil el asesinato de la concejala de Río de Janeiro Marielle Franco -visto por muchos como un ataque a la democracia, en gran parte por su origen humilde y por sus incansables esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de los sectores populares de Río- y de su chofer, Andersen Gomes, en marzo de 2018 no ha quedado impune. La Corte Suprema acaba de condenar a los autores, los expolicías Ronnie Lessa y Elcio Queiroz, detenidos en marzo pasado, a 78 y 59 años de prisión respectivamente. En una región en la que la impunidad es lamentablemente una nota con frecuencia dominante, esta acción refuerza el Estado de derecho.

Otra evidencia, en una dirección diferente pero que también tiene por protagonista a la judicatura, ha tenido lugar recientemente en Perú y en Argentina siguiendo la estela de otros casos nacionales. En la medida en que la corrupción supone el abuso del poder en beneficio propio, la lucha contra ella es crucial para la protección de la democracia.

Por ello, el sistema político peruano, que adolece de serios problemas con relación a la descomposición de su sistema de partidos y a la ineficiencia de su Poder Ejecutivo, asolado con la cifra más baja de apoyo popular de toda América Latina, ha visto cómo la justicia ha desempeñado un papel extraordinario al involucrar a cuatro expresidentes (Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Alejandro Toledo) en actos de corrupción. El último de los recién citados acaba de ser condenado a 20 años de prisión por haber recibido cerca de 35 millones de dólares en sobornos procedentes de la caja B de la constructora brasileña Odebrecht.

En Argentina, por su parte, la Cámara Federal de Casación Penal ha confirmado la condena a seis años de prisión e «inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos» contra la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner por un caso de corrupción relacionado con irregularidades en obras viales. Es previsible que Fernández presente una apelación ante la Corte Suprema, un proceso que podría extenderse por varios meses o incluso años.

Este escenario empata con otros casos notorios como los de los expresidentes Ricardo Martinelli de Panamá, también condenado a 10 años en 2023 y hoy refugiado en la Embajada de Nicaragua en su país; Juan Orlando Hernández de Honduras, extraditado desde su país y condenado en Estados Unidos en 2024 a 45 años de prisión por delitos de narcotráfico; Tony Saca de El Salvador, condenado en 2018 a 10 años de cárcel y Mauricio Funes del mismo país, asilado en Nicaragua, pero condenado en El Salvador a 14 años de prisión en 2023.

 

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