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La rebelión del paladar

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Frecuentemente reducidas al modesto testimonio hogareño, culminan las festividades decembrinas con las consabidas limitaciones que harán de los días de enero ocasión para los más obvios y terribles presagios económicos. La inflación y el correlativo desahorro, cual plaga de langostas, se ha enseñoreado en un país forzado al vil libreto de los bienestares públicos llevando todos la procesión por dentro.

Sobran los comentarios en torno a la cruel imposibilidad de cubrir la canasta básica de los alimentos (y medicamentos), al mismo tiempo que inadvertidamente sufrimos la pérdida de viejos y gratos sabores. Como niños resignados a la cucharada sopera del indisimulado aceite de hígado de bacalao, por una lejana época tan común entre nosotros, tragamos grueso importando más llenar el estómago que calibrar la alcabala gustativa de la que no va quedando memoria alguna.

El paladar de los venezolanos ha cambiado paulatina e imperceptiblemente en más de una década, entre otros motivos, gracias a la muy dudosa calidad de los productos de consumo masivo que hacen la ilusión de una sana alimentación. La amplia comercialización de numerosos rubros lícita y, sobre todo, ilícitamente importados, reporta el desconocimiento de sus valores nutricionales, controles de calidad, composición y peso real.

De macerado gesto antiimperialista, quienes se quejaban de la comida-chatarra de franquicias de conocido origen y abundante publicidad, aceptan y celebran la literal chatarrización de ahora, masiva y obscena, anegando las calles de colesterol y parásitos. La oferta de los emblemáticos carros hamburgueseros y de perro-calientes, con sus mesas invasoras de  los espacios públicos, entre el polvo y los gases de la urbe, tiende a habituarnos a la inexistencia de sabores con una copiosa y variada textura que repleta la boca: además de acostumbrarnos a comer en la calle, prefiriendo a hacerlo en un adecuado lugar cerrado con agua y servicio sanitario, confrontamos un problema gastroenterológico que es algo un poco más que gastronómico.

Jurándose expresión de nuestra identidad urbana y símbolo de una venezolanidad por siempre reminiscente, las hamburguesas, perros calientes, pepitos, enrollados, cachapas y cualesquiera otras ocurrencias pendientes con harina de trigo o maíz, tienen tan de todo que no saben exactamente a nada, y constituyen -siendo indispensable y oportuno el término– un mierdero para la lengua esa miniatura de proteína hundida en un tremedal de vegetales mal lavados, las contrastantes salsas confundidas para un temerario sabor de abundante aceite de motor, con papas diminutas y tostadas, un queso rayado con la misma mano enguantada que cobra y limpia los restos de la parrilla, trasegada la bebida gaseosa de marca incierta. Un chef del patio que goza de una bien justificada fama en las redes digitales, Andrés de Oliveira, recientemente imitó, preparó y probó la llamada hallaca operada, festejada como otro gran hallazgo de nuestra mesa callejera, propinando la justísima sentencia: “!Una cagada!”, dijo (https://www.tiktok.com/@andrescooking/video/7308900688598240543).

De lo poco que hay o queda, cobra un inmenso valor los aliños en el esfuerzo inaudito de darle una mínima dignidad al plato. Las especias increíblemente encarecidas y los más variados modos de preparación, adquieren una extraordinaria importancia cotizándose las recetas ya clásicas que aguzan el ingenio de no pocos cocineros que hacen resistencia a la coyuntura demasiado prolongada.

Todavía recordamos la magnífica degustación de inicios del mes pasado, añadido el grato contexto artístico, en apoyo económico a las empobrecidas escuelas de Matemáticas y de Comunicación Social de la UCV. Y nos impuso de una rebelión necesaria frente al socialismo de los desmanes: la del paladar, por pésimas que sean las circunstancias actuales,  recuperando la intimidad de sanos sabores que, en verdad, lo sean.

@luisbarraganj

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