OPINIÓN

La rebelión de la banalidad

por Juan Carlos Pérez-Toribio Juan Carlos Pérez-Toribio

El narcisismo apático, el individualismo, el hedonismo y la satisfacción inmediata, que señala Gilles Lipovetsky en La era del vacío para caracterizar de alguna forma a la época posmoderna, ha dado paso  en este siglo a la intolerancia frívola, a la imposición prosaica y ramplona, al predominio de la cursilería, de las menudencias e insignificancias. Los objetivos nada despreciables plasmados por los 193 Estados de la Organización de Naciones Unidas el 25 de septiembre de 2015 en la llamada Agenda 2030 (como la promoción de la calidad educativa para todos, la reducción  de la pobreza, la igualdad entre los sexos y el desarrollo sostenible) parecen haber creado, paradójicamente, un engendro muy peligroso.

Glosando aquella famosa frase del  Manifiesto comunista, una ola de fruslería parece recorrer Occidente. Los grandes ideales que movieron a las masas durante  los siglos XVIII, XIX y parte del XX, han sido sustituidos por  una  supuesta reivindicación de las minorías y un lenguaje “inclusivo”, que no ha impedido a las grandes corporaciones y las compañías transaccionales seguir duplicando sus ganancias, incorporando ahora en sus campañas publicitarias banderitas de colores y naderías. Ellos saben que rebelarse vende, como titularon su popular obra los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter. Por su parte, los políticos profesionales hacen fiesta porque estos remedos de revolución no parecen tocarlos  en lo más mínimo; antes bien, le han proporcionado una excusa para esconder su mediocridad e incompetencia.

La esperanza que otrora tenían las masas para poder cambiar gobiernos y sociedades ha sucumbido, así, a una catarsis promovida por  grupos minoritarios, cuya excitación ha venido a ocupar el vacío y aborregamiento de la muchedumbre señalado por Lipovetsky.  Causa verdadero sonrojo, por ejemplo, oír  a muchos jóvenes con un discurso memorizado del cual hacen gala en las actuales redes sociales al tiempo que exhiben impúdicamente sus intrascendentales intimidades. Esta histérica disolución de lo transmitido promueve una ética (y estética) novedosa, pero frustrante y desoladora. Esto sin dejar de lado, por supuesto, la participación que han tenido en este proceso los medios de comunicación, reproduciendo acrítica y constantemente los ideales de movimientos como el famoso woke. De ahí que la llamada “cultura de la cancelación” (cancel culture) haya terminado convirtiéndose más que en una rebeldía contra ideologías opresivas –como fue tal vez su original propósito– en una colaboradora indirecta del letargo de  la razón crítica, la argumentación y el análisis.

Los ciudadanos de Occidente se regodean de esta manera no ya en la ilustración y el saber enciclopédico, sino en la extensa y crasa ignorancia, tanto de  los orígenes de la humanidad como de su progreso –algo que en cierta forma predijo ya Ortega y Gasset en esa icónica obra La rebelión de las masas, escrita a principios del siglo pasado–. Las generaciones que gobernarán nuestras vidas en el futuro exhiben un vocabulario prestado y una concepción  de las cosas y el mundo que produce auténtico pavor. Paradójicamente, esta imitación y  ostentación constituyen, a falta de un verdadero argumentario, el caldo de cultivo perfecto para que aumenten los ataques a la libertad individual y las desigualdades entre los hombres, como ya, desgraciadamente, estamos viendo. Podríamos decir que poco a poco se está extinguiendo ese espíritu crítico que antecedió al fin de las ideologías y la vacuidad mencionada por Lipovetsky, para dar paso a una  resignificación superficial de la realidad, donde Occidente parece extraviarse entre un complejo de culpa por los cambios climáticos que estamos padeciendo y una  autopercepción voluntarista y disolvente.

Estamos asistiendo, en fin, a una glorificación de la banalidad, a la aparición de un nuevo lenguaje y nuevas relaciones entre los ciudadanos, que más que justicia social, cándida y también paradójicamente, producirán con toda seguridad más injusticia y desigualdad. Una revolución, en suma,  a la medida del infantilismo de la sociedad actual. Quizás no le faltaba razón a Oswald Spengler cuando en su obra La decadencia de Occidente, escrita en los años veinte del siglo pasado, nos mostró que la cultura es el organismo que mueve el mundo y  la historia, y que, similar a como sucede a todos los seres vivos, también posee su ciclo vital, su comienzo y su final, su nacimiento y su muerte.

Amanecerá y veremos.