Apóyanos

La rebelión contra Dios que subyace en la ideología trans

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Para entender el proceso histórico que estamos viviendo hemos de recurrir a algunas categorías que permitan enmarcar el clima de caos y disolución que estamos presenciando, bien conscientes que las categorías sociales, culturales y políticas que se pueden utilizar resultarán siempre insuficientes desde una perspectiva escatológica genuinamente católica.

Revolución y desarraigo

La primera categoría es la de «revolución»: con esto me refiero a un largo proceso histórico que se puede hacer remontar a la revolución francesa y que se había gestado a nivel intelectual por lo menos desde tres siglos antes y que tiene como núcleo principal una cosmovisión fundada en la superación de la naturaleza como criterio normativo, el rechazo de la autoridad divina sobre el hombre y la sociedad y finalmente la disolución de los vínculos naturales del hombre con la comunidad política para reformularlos artificialmente bajo la égida de la protección estatal.

El segundo concepto es el de «desarraigo», que consiste en una experiencia vital de desposesión total de los elementos simbólicos que vertebran la vida, en particular, la familia, el trabajo y lo sagrado. Esta vivencia atraviesa nuestra época y es causa de las profundas heridas y el malestar que aquejan al hombre posmoderno. La desgraciada conciencia de saberse arrojado a la vida sin pertenencia ni finalidad alguna resulta insoportable. Decía Simone Weil que esta vivencia puede declinarse en «una inercia del alma que equivale casi a la muerte» o en una «actividad que los desarraiga aún más, muchas veces por los métodos más violentos». Depresión e hipersocialización son así dos consecuencias de la misma causa: la reacción al desarraigo puede manifestarse con una acedia vital o con una asunción acrítica de los productos culturales que la sociedad posmoderna ofrece.

Las dos categorías que se han descrito envuelven nuestro tiempo. Estamos delante de una revolución que actúa socavando de modo continuado toda pertenencia hasta producir un desarraigo que destruye las potencialidades humanas y las aniquila. Este proceso, especialmente en la modernidad política, ha dado vida a grandes cambios sociales y políticos. La sociedad se ha visto sacudida en sus cimientos a través de fuertes convulsiones ideológicas (por ejemplo, las mortíferas ideologías políticas de siglo XX) y un ejercicio de la violencia real y simbólica (por ejemplo, las guerras del mismo siglo pasado) que ha terminado por generar una sociedad cada vez más inhóspita, atomizada y violenta. Se ha dinamitado la función simbólica de la sociedad que Voegelin llamaba de «refugio», es decir, una comunidad capaz de ofrecer un microcosmo de orden y sentido frente a la «inmensidad informe de los deseos humanos en conflicto».

En este nuevo mundo, desprovisto de significado, la violencia conseguía canalizar la angustia y la espera de una transformación radical del mundo: se levantaban masas y se ejecutaba a los «saboteadores» de la revolución, se ensalzaban las ideologías y se perseguían a las doctrinas contrarias a ellas. El gran cambio de paradigma de este proceso es que ahora la violencia se dirige contra uno mismo, se internaliza y pierde su residual carácter político para presentarse como una lucha contra uno mismo. No se acusa ya a la injusticia social, al orden capitalista, a la falta de democracia o de derechos humanos. Ahora la revolución, una vez destruidos los lazos naturales entre sus miembros, se dirige directamente contra la pertenencia al propio cuerpo como última acusación contra un Creador culpable de habernos creado para nada y sin nuestro consentimiento. En definitiva, se acusa a Dios de habernos dado el ser cuando era mejor no haber nunca nacido pues la vida se ha convertido en una pesadilla que debe ser radicalmente transformada. La angustia de un mundo sin sentido encuentra el culpable del propio malestar en el autor de la Creación. El uso de métodos más violentos que indicaba Weil para paliar el malestar del desarraigo se plasma en el esfuerzo titánico de recrear el mundo.

El significado de lo trans

Trans indica simplemente «al otro lado» o «más allá». Su etimología hoy tan abusada (transgénero, transhumano, transgénico, etc.) nos puede decir mucho acerca de su significado. ¿A qué otro lado apunta lo trans? ¿Y más allá de qué quiere ir? En primer lugar, estas preguntas manifiestan un desafío a todo tipo de límite. Lo que no se acepta es que exista un orden previo a la voluntad humana y un límite más allá del cual no es posible ir. Resulta interesante traer a colación el famoso mito de Esquilo, Prometeo encadenado: cuando Prometeo, ya atado en una roca por castigo de Zeus, responde a Hermes que odia a todos los dioses, manifestando así su férrea voluntad de no someterse a Zeus, dice una verdad que el mundo griego condenaba como hybris, la desmesura que acaba en la arrogancia. El desconcierto de Hermes al oír las palabras de Prometeo, que prefiere ser sancionado eternamente antes de someterse a los dioses, se traduce en la consideración de que Prometeo está sujeto a un cierto nōsos, una enfermedad, una locura que resulta totalmente incomprensible. Aquello que para los griegos era algo evidente, sin embargo, se ha convertido en un misterio en nuestros días. Hermes ve en Prometeo una enfermedad del alma, una incapacidad de sometimiento al orden de las cosas y una voluntad patológica e infantil de no aceptar lo que viene dado como orden de las cosas. La arrogancia prometeica atraviesa toda revolución. La insatisfacción que se percibe con la vida misma se decanta, como decíamos, por el ejercicio violento de la voluntad para modificar la angustia que se experimenta. Por esto la revolución termina en un vórtice de destrucción contra todo aquello que recuerda la existencia de «lo previo», de «lo más acá», «de aquello que proviene de este lado», como signo de una realidad que por su mera existencia reduce el potencial de la voluntad prometeica. Lo «trans» que hoy se promueve como novedoso y liberador no es otra cosa de la última batalla contra la Creación y su Creador. En el proceso revolucionario, la subversión de todos los valores debe alcanzar también al hombre que ya no puede erigirse como sujeto ni como excepción frente a un orden que solamente indica magnitud y materia maleable. El hombre también debe ser suprimido y cada uno debe ser parte activa de este proceso. Por esto la ideología trans se promueve con tanto ahínco: la última herida mortal infligida a la única criatura que es imagen de Dios debe ser librada por la criatura misma. La revolución tiende así al suicidio como extraño contrapaso de su rebelión contra el mismo Dios. De este modo, la revolución, penetrando en las profundidades psíquicas del hombre posmoderno realiza su suicidio invitando el hombre a la desaparición a través de la hibridación tecnológica, la cirugía invasiva y permanente y la hormonación desde temprana edad. Cada uno debe asumir así en su propio cuerpo la superación de la naturaleza y la liberación de los más íntimos lazos con el Creador. El carácter violento de lo revolucionario no se pierde, sino que alcanza en la autodestrucción su último límite. El desarraigo ha llegado así a lo más profundo del alma y se dirige amenazante a la condición humana para modificarla hasta que no quede ninguna traza de cualquier pertenencia o procedencia a un orden previo. La ideología trans es así la última expresión de la revolución y del desarraigo que se ofrecen a una humanidad celosa de romper sus últimos lazos con su propia humanidad y su condición de creatura.

Nueva religión antihumana y antidivina

Afirma Mircea Eliade que «el hombre profano, lo quiera o no, conserva aún huellas del comportamiento del hombre religioso, pero expurgadas de sus significados religiosos» y que «la desacralización de la existencia humana ha desembocado más de una vez en formas híbridas de magia ínfima y de religiosidad simiescas».

Son palabras que pueden explicar mucho del proceso al que estamos asistiendo. El hombre que asume la muerte de Dios y de todos los valores en su propio cuerpo sigue manifestando un aspecto religioso que puede pasar desapercebido a primera vista. La ideología trans también tiene sus dogmas, sus liturgias y hasta sus sacramentos. La ciencia, en este sentido, se ha convertido en el último gran relato justificativo para el hombre posmoderno. Esta ciencia, que en realidad es una pseudociencia al servicio de la ideología trans, avala y permite la reconfiguración del cuerpo a partir de la intuición del sujeto sin que se cuestione la validez médica y psíquica de ciertas medidas. Los nuevos dogmas científicos acerca del género y de la construcción de una nueva corporalidad silencian todo tipo de debate y de cuestionamiento. Lo que está en juego es la respuesta del hombre posmoderno a la angustia acuciante de un mundo sin ningún significado que se considera radicalmente injusto. La asunción de los paradigmas trans actúa como subrogado de una nueva religión que ofrezca una liberación del orden del ser. Esta liberación pretende reconstruir al hombre «sin el hombre» a través de un salto cualitativo en la especie humana en la cual el dato biológico haya sido superado por la unión de la voluntad y de la técnica. Se promete «un más allá» (trans) totalmente inmanentizado y distinto de la condición humana presente. La técnica, en este sentido, es el sacramento que realiza esta trasformación de lo humano. Es la gracia que renueva la naturaleza injusta y promete al hombre la superación de la tensión disociativa con su cuerpo. La relación de la ideología trans con el cuerpo es así el reflejo de la situación anímica del hombre posmoderno. En su alma se ha producido una ruptura, un «cisma», una desesperación del sinsentido con respecto a lo que Toynbee llama «macrocosmo». Si la naturaleza era muda según Sartre, ahora sí que es portadora de un mensaje que es un anti-Logos, es decir, una palabra blasfema que acusa a Dios de ser malo y proclama que el hombre es el salvador. El sacrificio de la nueva religión es el cuerpo del hombre en su dimensión biológica y sexuada, privado del carácter oblativo inscrito en el mismo. Por esto se dice que «mi cuerpo es mío», para ser aniquilado y maltratado en menosprecio a Aquel que me lo ha donado. El cuerpo se usa de este modo como arma arrojadiza que se lanza contra el Creador. Nos encontramos ante una nueva gnosis por la cual la interioridad del hombre se autorreconoce como atrapada en un cuerpo esencialmente malvado y que limita el potencial de lo humano. Al ser una nueva religión gnóstica, como decía Voegelin, la revolución que lleva a cabo se caracteriza por la «impermeabilidad» de sus adeptos. Cualquier argumentación racional choca con la vivencia de la autopercepción que se ha alcanzado y se trunca de entrada toda posibilidad de diálogo. Esta religión antihumana y antidivina es el último cauce de la subversión contra el orden divino inscrito en la naturaleza que lleva varios siglos destruyendo nuestra sociedad y que manifiesta ahora de forma explícita el odio hacia lo humano.

Artículo publicado en el diario El Debate de España

Noticias Relacionadas

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional