Releo el libro de Martti Koskenniemi, diplomático finlandés que hace cátedra en Helsinki. Su título es ejemplarizante: Il mite civilizzatore delle nazioni o El suave civilizador de las naciones (2001). Narra el ascenso y la caída del originalmente llamado Derecho de gentes entre 1870 y 1960. Y digo sobre lo sugerente del título pues en su contenido nos recuerda, a quienes hemos entregado décadas a la enseñanza de esa disciplina, que la obediencia o no de las naciones a las reglas del Derecho ha dependido siempre de “sus acogidas en la conciencia de los pueblos civiles”. No habría Derecho ni derechos sin encarnación, en pocas palabras.
Más allá de las modalidades adquiridas por las fuentes formales que alimentan al ordenamiento internacional y cuyos órganos de aplicación aún medran al servicio de causas ideológicas, uno de los pioneros intelectuales de la Europa de mediados del siglo XIX apunta que la fuerza jurídica internacional es persuasiva. En último caso depende del “comportamiento de la opinión pública”. Tanto que, quienes infringen las obligaciones internacionales –violan derechos humanos, ejecutan crímenes de lesa humanidad– jamás niegan la fuerza del Derecho. Se justifican ante la propia opinión pública manipulando al antojo sus términos.
Lo cierto es que en sus escarceos iniciales como ciencia y bajo el espíritu liberal que desafía a la célebre Santa Alianza contra la que insurgen nuestras naciones americanas al hacerse repúblicas, se privilegia como fundamento del orden internacional a “la conciencia del género humano, que se manifiesta o expresa por medio de la opinión colectiva”. Ciencia y conciencia son los grandes ideales del siglo XIX, cuando el cultor del derecho internacional es visto como el órgano de la conciencia de la humanidad y la opinión pública, al término, se manifiesta en unas reglas o en un orden que casi se forma por introspección.
El gran humanista de América y pionero de la diáspora, don Andrés Bello, autor de un manual sobre Principios de Derecho de Gentes (Santiago de Chile, 1832 y Caracas, 1837), se anticipa a los europeos y a la sazón recuerda que “la buena fe entre enemigos no solo requiere que cumplamos fielmente lo prometido, sino que nos abstengamos de engañar en todas las ocasiones en que el interés de la guerra no está en conflicto con los deberes comunes de la humanidad”. De modo que, según él “no es lícito abusar de la humanidad y generosidad del enemigo para engañarle”. Y no pongo ejemplos para no hacer apología de quienes no la merecen y crean falsos positivos para desafiar a la Casa Blanca, cargándose vidas humanas para sus despropósitos “ideológicos”. La cuestión no es baladí.
Un estimado colega, actual juez de la Corte Internacional de Justicia, Antonio Augusto Cançado Trindade, recuerda que habiendo sido las Américas pionera en el campo de los valores y principios del Derecho internacional, se le hace obligante “la construcción de un nuevo jus gentium para el siglo XXI, en el cual pase a ocupar posición central la preocupación por las condiciones de vida de todos los seres humanos en todas partes, y en el cual la nueva «razón de humanidad» pase a primar sobre la razón de Estado”.
Así hubo de ser y no lo fue a partir de 1945, cuando se adoptan las cartas internacionales de derechos humanos. Antes bien, se constata el comportamiento discriminatorio o taimado que, por alegadas “razones de Estado” todavía afecta a las decisiones o la falta de decisiones en los órganos de protección, en la Corte Penal Internacional, en los responsables de hacer valer la “responsabilidad de proteger” a poblaciones víctimas de carnicerías por quienes han secuestrado los poderes de los Estados para fines criminales en pleno siglo XXI.
Los principios ordenadores del Derecho internacional americano, sucesivamente desarrollados en el plano universal y acogidos en distintas declaraciones históricas del sistema interamericano, cuentan con pátina y privilegian las cuestiones de Estado, entre otros: el uti possidetis iuris (Doctrina Bolívar, 1819), la solidaridad continental (Congreso Anfictiónico, 1926 y Doctrina Álvarez, 1962), la prohibición del uso de la fuerza (Doctrina Drago, 1902), la igualdad entre nacionales y extranjeros (Doctrina Calvo, 1896); el no reconocimiento de los gobiernos de facto (Doctrina Tobar, 1906 y Doctrina Betancourt, 1948); la No-intervención (Doctrina Estrada, 1930); la solución pacífica de controversias (Doctrina Bello, 1832); la responsabilidad internacional del Estado (Doctrina Guerrero, 1930); el Derecho humanitario o de la guerra (Doctrina Sucre, 1819).
La pandemia global, si acaso no pide reconsiderar los fundamentos del Derecho internacional en las Américas citados, sí impone volver a los orígenes. La razón de humanidad grita más que la naturaleza y emerge como regla de conducta global. Hace escrutinio sobre el comportamiento de las organizaciones multilaterales, los Estados y sus gobiernos en la hora. Observa la mayor o menor negligencia de estos al preferir o no el valor eminente de la vida humana.
Valen, entonces, las palabras de ese gran salvadoreño, último presidente de la Corte Permanente de Justicia Internacional y primer presidente de su sucesora, la Corte Internacional de Justicia, José Gustavo Guerrero, quien al referirse a las relaciones entre los Estados recuerda que “la cortesía no pasa de ser una forma de hipocresía si no va acompañada, tanto en la vida privada como en la pública [de los gobernantes] de otras prácticas que todas las religiones y todas las doctrinas morales han enseñado a través de todos los tiempos: sinceridad, lealtad, equidad”.
correoaustral@gmail.com