OPINIÓN

La quinta paila del ministro

por Andrés Colmenárez Farías Andrés Colmenárez Farías

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Juan José Oropeza se graduó de bachiller en el mismo colegio Andrés Bello de La Guaira donde daba clases su madre; mujer abandonada por su padre y nunca vuelta a juntar porque eso no era lo correcto, le decía a su hijo cada día.

Se esforzó para educarlo con valores y principios para que Juan José fuese un hombre de bien, no como el sinvergüenza de su padre que por creer en las luchas ideológicas comunistas se había desentendido de sus responsabilidades en el hogar.

“Negrita, usted es maestra y yo sindicalista, por eso es que yo debo seguir la lucha por los más necesitados”, le dijo mientras agarraba su maleta y cerraba la puerta de aquella casa a la que nunca más volvió.

Lo último que supo de él fue cuando lo vio en una marcha al lado del autodenominado comandante supremo de la revolución; ahí se dio cuenta que de sindicalista se había convertido en un vulgar ladrón.

Fue chofer del maestro que luego se convertiría en el judas de la profesión apenas llegó al Ministerio de Educación.

Juan José entendió que su padre más que un luchador que soñaba con la igualdad de clases era un pendejo. Cuando murió fue él quien arreglo todo para su sepelio. Su amigo, el ministro, nunca dio la cara ni canceló todo lo que le debía.

Arruinó la vida de su madre llevando su salario de maestra y luego su jubilación a los peores índices de pobreza del continente.

Gracias a la perseverancia y al apoyo de su madre pudo estudiar los 7 años de la carrera para convertirse en médico, Juan José se interesó luego de graduarse como médico cirujano en el área de la anestesiología. Le llamaba la atención la responsabilidad que tenía esta especialidad y solo por eso estudió 3 años más.

“Muchacho, tú no paras de estudiar”, le decía su madre orgullosa y Juan José respondía con una dulce sonrisa.

Doblaba turnos, atendía varias clínicas y hacía guardias en el hospital mientras escuchaba los lamentos de su madre cada fin de mes al recibir la mísera pensión que tenía del Ministerio de Educación.

Juan José tenía claro que la desgracia era responsabilidad de quienes mantenían secuestrada a toda la nación.

Lo habían llamado para decirle que debía estar a primera hora en la clínica para una intervención.

Llegó puntual, el misterio previo hacia ver que sería otro de los jefes del gobierno. Ya le habían advertido que debía estar temprano en quirófano. Solo en ese momento recibiría los datos y podría calcular las dosis necesarias para anestesiar a la persona que sería operada.

Acababa de dejar en la mesa de noche de su madre los 50 dólares para la compra del día. Por mucho que se hacía rutina nunca pudo acostumbrarse a dejar en moneda americana el dinero para su madre.

Muchos escoltas, el centro clínico cerrado y movimientos sigilosos del personal del centro de salud alteraban su concentración.

El colega cardiólogo responsable de la operación entregaba en sus manos el perfil del paciente. No había nombre ni apellido. Solo datos. Paciente masculino, 73 años, 90 kilos, no fumador, consumidor habitual de drogas según exámenes toxicológicos practicados el día anterior.

Ahí tiene colega, mientras le entregaba una vulgar hoja en blanco, un chivo pesado de la revolución. Haga los cálculos y póngalo a dormir.

Justo en ese momento recibía otro mensaje, pero en su teléfono celular. Era su madre para agradecerle el dinero de la compra y también le decía que iba a pasar todo el día en la cola del banco para cobrar la pensión. Esa de menos de un miserable dólar por 40 años de trabajo.

La rutina era sencilla, pero Juan José la repetía en cada intervención: hay una serie de medicamentos que se le colocan al paciente, primero los hipnóticos como Fentanil que son los que van a inducir el sueño igual que el Propofol ese medicamento blanco que parece una leche, esos son los que tumban todo el sistema nervioso central. Lo tumban, le recordaban sus profesores en esos 3 años de posgrado. También se necesita una relajación completa para poder invadir la parte respiratoria y poder colocar el tubo para dejarlo respirando mientras se opera. Un relajante muscular y un sedante hipnótico para dormir. Eso se maneja por kilo del peso del paciente. dos hipnóticos y un relajante. Para un paciente de 90 kilos, como el que le describían en la ficha que le entregaron, la dosis sería de 9 miligramos de Norcuron el relajante muscular. Luego 18 miligramos de Midazolan el hipnótico para ayudarlo a dormir y el último, que sería el Propofol para mantener al paciente dormido se inicia con 135 miligramos en la primera dosis de inducción. Debo recordar, se repetía mentalmente Juan José, suministrar cada hora la misma cantidad de medicamento para mantener esa sedación.

Era fácil: Fentanil, Midazolan y Propofol. Después de dormido relajo con Norcuron y sigo manteniendo dormido con Propofol.

Lavado de manos, colocación de uniforme, guantes, bata, zapatos, gorro, mascarilla. Todo nuevo. Un chivo pesado pensaba Juan José. No faltaba ni reutilizaban nada para ir a quirófano. Si, muy pesado se repetía mentalmente.

Al llegar al quirófano lo vio, estaba con su bata para ser operado. Esa que deja el culo al aire y que siempre hace ruborizar a los pacientes. Se veía tan inofensivo.

¡Doctor, yo pensé que no vendría!, soltó a viva voz el chivo pesado, se le notaba la preocupación en esa risa nerviosa que ya había visto varias veces en cadena nacional pero que acá solo delataba el pánico que sentía.

Había esnifado toda la noche anterior. Lo confirmaban los exámenes toxicológicos y lo ratificaban sus pupilas. ¿Quién sabe cuántas rayas se habría metido?

Mientras preparaba el coctel de medicamentos para dormirlo, Juan José recordaba a su madre. Su último mensaje, los 50 dólares en la mesita y aquella frase que había proferido ese chivo pesado que ahora estaba indefenso en su quirófano.

“El control de cambio en Venezuela no es una medida económica. El control de cambio en Venezuela, mis queridos compatriotas, es una medida política. Porque si nosotros quitamos el control de cambio, ustedes sacan los dólares y nos tumban. Mientras gobernemos, tendremos que tener control de cambio”.

Juan José sabía que en sus manos estaba la justicia, agarró la inyectadora con tranquilidad. Fue suministrando la dosis. Duplicó la cantidad, mientras susurraba al oído del chivo pesado: “Tranquilo profesor, que pronto se va para su quinta”. ¿Para la casa?, preguntó el ministro. No, para la quinta paila y vació toda la medicación presionando el émbolo rápidamente mientras veía la mirada de sorpresa del chivo pesado que inmediatamente se quedaba dormido.

@andcolfa