OPINIÓN

La Quema de Judas

por Raúl Fuentes Raúl Fuentes

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No pocas veces he acariciado la idea de ofrecer al lector finales alternativos a mis divagaciones dominicales y sea él quien disponga cómo y dónde poner punto final a las mismas; sin embargo, cuando intentaba hilvanar estas líneas, no sé si en virtud de la incertidumbre y paranoia inherentes al alarmante crescendo a ritmo sostenuto de contagios y fallecimientos a causa del coronavirus, observado en los últimos días, y del horror vacui ante la página en blanco, estuve tentado a proceder en sentido contrario y someter a juicio de quienes tienen la paciencia de calarse mis fechorías varios comienzos. Lo hizo Woody Allen en Manhattan (1979) al plantear dos o tres inicios diversos a su admirable filme. Esta deliberada dubitación, enaltecida con las notas de Rhapsody in blue de George Gershwin, me vino a la memoria, no a falta de temas, sino con la intención de no restar importancia al Domingo de Resurrección o Pascua Florida, lloviendo sobre mojado; no podemos, empero, dejar pasar bajo la mesa el temor y sufrimiento de más de 4.000 compatriotas desplazados de su hábitat en razón del enfrentamiento entre la FANB y una facción de las FARC. Mas, de la vergonzosa alineación de los militares bolirrojos con la gente de Márquez y Santrich en la disputa por el control de la ruta de las drogas se ha escrito un montón, y poco podemos agregar.

En las circunstancias actuales no es nada fácil decidir cuál evento debería encabezar nuestras disquisiciones. Esta tarde quemarán a Judas transfigurado en monigote de Nicolás, ataviado con bata de galeno y provisto de mascarilla. Podríamos concederle al potencial protagonista de la alegórica incineración el privilegio de la apertura, aunque no se descarte el achicharramiento de la vicejudas y su hermano, el vindicador de causas perdidas. Pero, seguramente, quien se robará el show será el gobernante de facto. Si el tiempo, la cuarentena y la represión lo permiten, arderá el Iscariote de trapo en plazas de barrios y poblados, junto a estatuas de héroes epónimos, envilecidas con innumerables cagadas de zamuros y palomas; escasearán los mirones y no habrá preliminares carreras de saco; tampoco pelea de cocos ni palo encebado. Colgado, de acuerdo con la tradición, sobre una pira condenatoria —¿metáfora del infierno?— se mecerá en grotesco vaivén al compás de un vallenato. Algún notable guachafitero del vecindario leerá el testamento del fementido apóstol, en el cual nos legará un país sin presente ni futuro, y en vías de extinción, gracias a la conjunción de la violencia ejercida contra sus habitantes por las fuerzas armadas de exterminio al servicio del régimen, el hambre, punta del iceberg de la crisis humanitaria,  el éxodo irrefrenable y continuado de la ciudadanía y la irresistible ascensión de la curva de contagios y muertes derivadas de la peste china. Esta herencia, acumulada en nombre de anacrónicas quimeras, pone al usurpador a girar en la misma órbita de un manumisor de esclavos de la modernidad, descubierto cuando leía a Juan Rodolfo Wilcock (1918-1978), en palabras de Roberto Bolaño, «uno de los mayores y más raros (en lo que tiene de revolucionario esta palabra) escritores del siglo XX».

Debemos a la invectiva y a un indefinible sentido del humor de ese escritor ítalo argentino, una singular galería de ficticios personajes —La sinagoga de los iconoclastas—, cuyas vidas, a diferencia de las imaginarias forjadas por el francés Marcel Schwob, no son el objeto de la fabulación, sino sus disparatadas y desopilantes propuestas. Aaron Rosenblum se llama el pretendido redentor de vasallos del progreso, aludido en el párrafo anterior. Originario de Danzig y residente en Birmingham, aparece en la «compasiva sátira» de Wilcock sobre los alcances de proyectos imposibles y ambiciones desmedidas, en tanto autor de un apócrifo libro —Back to Happiness or On to Hell (Atrás hacia la felicidad o adelante hacia el infierno)—, en el que planteaba la necesidad de retrotraer el mundo a la época isabelina. Esto implicaba abolir todo lo creado o descubierto después del siglo XVI, excepto el tabaco, porque el Sr. Rosenblum era un fumador empedernido. Y como apunta el rabino galerista: «Los utopistas no reparan en medios; con tal de hacer feliz al hombre están dispuestos a matarle, torturarle, incinerarle, exilarle, esterilizarle, descuartizarle, lobotimizarle, electrocutarle, enviarle a la guerra, bombardearle, etcétera».

Con el mismo barro de esos utopistas fueron moldeados Stalin y Mao, Hoxha y Ceaușescu, Guevara y Castro, Ho y Pol Pot, Chávez y Maduro. Anclado en la guerra fría, este último hace gala de su infantilismo geopolítico, anatemizando inmunizadores de probada efectividad desarrollados en «laboratorios capitalistas» y, tal un loro dogmático, repite en su castellano aproximado y con sintaxis de espanto y brinco capciosas informaciones —refutadas todas por autoridades sanitarias internacionales—, a objeto de justificar que se juegue a la gallinita ciega con la salud de los venezolanos, inoculándoles vacunas cubanas en fase de ensayo, cual  si fuesen conejillos de Indias. Y esta es apenas una más de las improvisaciones evidenciadas durante su manejo de la pandemia; Florantonia Singer, en El País del pasado domingo, le imputa al menos 6 invenciones sobre la covid-19, en un amplio espectro de opiniones sin fundamento y recomendaciones de brebajes y remedios caseros, carentes de certificación médico-científica. La primera de ellas es una pueril conjetura hecha pública en febrero de 2020 y, hermana, aunque solo en el plano formal y de modo digamos especular, con las rocambolescas teorías de la conspiración del expresidente norteamericano Donald Trump. En ella, palabras más, palabras menos, sostenía en cantinflérico registro: «El virus detectado en Wuhan es un arma de guerra contra China. Muchos análisis lo demuestran: el coronavirus puede ser una cepa creada para la guerra biológica contra China. Ya son muchos los elementos que se ven en el análisis mundial y hay que alzar la voz, llamar la atención y tocar la campana. ¡Alerta! Que no sea el coronavirus un arma de guerra que se esté utilizando contra China y ahora contra los pueblos del mundo en general». ¡No hubo alunizaje y Elvis vive!

De la hipotética conjura contra el imperio amarillo y mediante un salto dialéctico Nicolás pasó a oficiar de curandero al  anunciar el hallazgo de un antiviral 100% eficaz contra el SARS-CoV-2, un menjunje a base de malojillo, saúco, limón y jengibre producto de la hermética experimentación de un falso doctor mentado Sirio Quintero, digno de ser incluido en una antología de la charlatanería, a quien dedicó ditirámbicos elogios, invitó a Miraflores y de vaina no le obsequió una réplica de la espada de Simón, ¡reconócelo pueblo!; como era de esperarse la mágica poción y el yerbatero devinieron prontamente en materia de chistes; entonces, se sumó, cual hicieran Trump y Bolsonaro, a la defensa de la hidroxicloroquina y la cloroquina, y también de la ozonoterapia y las soluciones homeopáticas, ¡otro fracaso! En el ínterin se registró un aumento de contagios y procedió a endilgárselos a los migrantes retornados cuando la peste se puso seria en el país vecino: «Nosotros tenemos el ataque del virus colombiano que manda Iván Duque con los trocheros». Sus dislates continuaron descarrilando el tren de la cordura hasta llegar a las «gotitas milagrosas del Dr. José Gregorio Hernández, un inocuo sucedáneo procedente de Cuba, origen enmascarado con sus asombrosas patrañas. Aquí no seremos pinchados con las vacunas de AstraZeneca, Pfizer, Moderna o Janssen, pero sí —y a lo mejor— con la rusa Sputnik V, la china Vero/Sinopharm y la tercermundista y muy cubana Abdala, porque el (in)Maduro Moros se niega a reconocer el acuerdo alcanzado con el Fondo de Acceso Global para Vacunas Covid-19 (Covax) y la intermediación de Juan Guaidó, orientado a financiar la adquisición de 12.000.000 de vacunas.

Abultado es el expediente de tropelías perpetradas por el madurato, en conchupancia con el estamento castrense, contra el común de las gentes. La gestión proselitista y clientelar de la crisis sanitaria —crimen de lesa humanidad— convierte al zarcillo y sus compinches en candidatos seguros a ocupar el banquillo de los acusados en la Corte Penal Internacional. No sabemos cuándo sucederá tal cosa, pero sucederá. Entretanto, la magistratura popular ha condenado a las llamas al avatar simbólico de Maduro. Crepitará como chicharrón en la hoguera del oprobio, hoy cuando Jesús resucita de entre los muertos y asciende a los cielos. ¿Hemos concluido? ¡No! En sintonía con mis confesiones iniciales, someto a consideración del lector dos remates (plausibles, creo) a esta crónica de lo obsceno y lo sagrado. El primero, en clave de ranchera, postula lo hasta ahora escrito como transcripción de una pesadilla del dictadorzuelo chavista; en ella, el monigote es y no es él, y al verse chamuscado, despierta y salta a través de una ventana sobre un corcel blanco como el caballo blanco de Bolívar. Black-out y corrido: no tuvo tiempo de montar en su caballo, cuando una bala atravesó su corazón, ¡snif, snif! La segunda opción nos remite nuevamente a La sinagoga de los iconoclastas y a Henrik Lorgion, médico holandés producto de su fantasía, a quien atribuye Wilcock la búsqueda «en la linfa de los hombres y de las plantas, en el fuego y en la luz, en los peces alados y en todo lo mudable, las sustancias de la belleza». Sus investigaciones fueron consignadas en un informe con el enigmático nombre de Eumorphiom —es preciso leerlo para entender el título—. Fue restringida y nada exitosa su circulación. Al tiempo, por calcinar en una caldera a un joven ordeñador de vacas de 14 años —no se detallan motivos— fue condenado a morir ahorcado y, más tarde, le conmutaron la pena y se le recluyó a perpetuidad en un manicomio. Locura, castigo y olvido, ¡vaya destino el de los redentores! Y si me preguntasen cómo me gustaría realmente finalizar estas divagaciones, no vacilaría en exclamar: ¡reduciendo a cenizas al ilegítimo mandón! Hoy, la Quema de Judas no es alegórica venganza, sino simple prefiguración de la justa y necesaria aplicación de la ley: dura lex, sed lex.